Nos acercamos a la Semana Santa, una fecha en la que acostumbro a realizar una reflexión filosófica sobre el cristianismo. En esta ocasión, he decidido abordar un tópico de notable importancia para las comunidades religiosas ante el auge de los fundamentalismos cristianos.

Por los procesos sociales, históricos, políticos e ideológicos que lo han conformado; así como por sus raíces conceptuales, el cristianismo ha tenido una vocación expansionista. En la ejecución de dicha vocación, los defensores de la evangelización han tenido que enfrentarse al problema de la confrontación cultural. Conocemos la resolución de dicho conflicto.

En sentido general, hubo un proceso en que se manifestaron las distintas expresiones de la violencia, incluyendo la violencia cultural. Como consecuencia de esas expresiones, el proceso de evangelización se afianzó en el continente americano de manera eficaz, a costa de contradecir la práctica de la Caritas inherente a su mensaje.

Hoy día, los procesos sociales han generado serios desafíos para el cristianismo ante el despertar de las resistencias identitarias que reclaman su propio derecho a la existencia y al mismo estatus epistémico que la llamada religión revelada. Uno de esos desafíos es el de evangelizar desde la interculturalidad.

Como nos señaló el fraile y escritor Jit Manuel Castillo en su visita a nuestro podcast Conversaciones de la caverna, “evangelizar desde la interculturalidad no significa que somos depositarios de la cultura y experimentamos una especie de proceso de “inculturación” para atraer a los otros a nuestro dominio para adoctrinarlos” (https://www.youtube.com/watch?v=Mm9bNhSFxvM).

Por el contrario, consiste en descubrir las expresiones de la Caritas que yacen en todas las culturas. Significa reconocer que el otro es, ante todo, una persona; no un recipiente. Independientemente de que me sitúe en una verdad, también debo entender que los otros se sitúan en la verdad. Esto no implica asumir una postura relativista. El relativismo disuelve el debate porque convierte las opciones de vida en cuestión de mero gusto personal. En contraposición, un horizonte intercultural asume la necesidad de un diálogo y de un cuestionamiento afectivo de todas las verdades.

La apuesta por la interculturalidad se relaciona con la asunción de un proyecto democrático de sociedad. Como señala Jit Manuel, desde el punto de vista de la evangelización cristiana, asumir una perspectiva intercultural conlleva un cambio de actitud donde, en vez de someter a otras culturas a un paradigma preestablecido, nos trasladamos a una conversación en que despojamos al cristianismo del etnocentrismo ampliando sus horizontes más allá de la cristiandad.

Avanzando más allá del diálogo intercultural, Raúl Fornet Betancourt, nos habla de la interculturalidad como una disposición a convivir interrelacionando las referencias identitarias propias con los Otros. (Critica intercultural de la filosofía latinoamericana actual). En este sentido, cualquier proceso de intercambio religioso debe asumirse desde el reconocimiento a la legitimidad cultural de otras expresiones de la experiencia religiosa y formas de vida que, en un momento del pasado, pudieron concebirse como manifestaciones de la superstición, de una espiritualidad infantil o de mero paganismo.

Pareciera que esta nueva forma de sentir está más acorde con la interconexión generada por la mundialización. Esta ha contribuido a la convivencia de grupos humanos con diferentes formas de vivir la religiosidad. Sin embargo, sus efectos económicos y políticos también han provocado la marginación de segmentos poblaciones vinculados a las formas más conservadoras de vivir la fe cristiana, los cuales se sienten desplazados y dispuestos a recuperar el espacio perdido erradicando las muestras de diversidad cultural.

Hoy sentimos su ascenso en Latinoamérica. En nuestro país, desde hace décadas, también ha emergido un determinado movimiento religioso protestante cada vez más fanatizado, dogmático y premoderno que nos dibuja la vida de un solo color y de una sola mirada. Es el mismo movimiento que, por ejemplo, solo ve en la religiosidad popular dominicana un conjunto de prácticas satánicas que es imperioso eliminar.

Pero el lenguaje religioso no es simplemente un conjunto de creencias. Constituye parte de una forma de ser y de vivir. Destruirla significa violentar una forma de ser y sentir en el mundo cuyo único delito es ser diferente.

Al final, nos encontramos ante una bifurcación decisiva: Asumimos una fe religiosa cuyas prácticas conforman un orden social y político autoritario, o interiorizamos formas de experiencia religiosa acordes con una sociedad democrática.