Porque lo he pensado durante tantos años ahora lo escribo. Y lo escribo, sobre todo, porque a veces no conviene callarse ciertas ideas, de lo contrario terminan pudriéndose dentro de uno y envenenando el espíritu del pensador. 

Sartre escribió que la “belleza es la presencia carnal de la verdad”, y, si bien es cierto que le otorgaron el Nobel de Literatura que luego rechazó, es probable que en vida no recibiera el debido reconocimiento por sus méritos y estatura como filósofo. Este acierto suyo, no he terminado aún de agradecérselo. 

La Historia, que en su movimiento suele implicar el destino y es por ello inapelable, merece ser desmentida.  Hoy más que nunca, es necesario protestar, protestar e incluso rebelarse contra la expoliación que nos inflige la actualidad. Lo que quiero decir es que no debimos llegar aquí, y que el lugar donde se apoya nuestro tiempo es definitivamente ominoso. 

La dimensión de este siglo es proporcional al tamaño de su equívoco, y su gran vocación cotidiana es la renuncia a lo bello. En él persiste un descomunal afán y una inclinación culpable hacia lo simple, que comporta cada vez más una negación del arte. Un repaso superficial por su historia, nos dice claramente que éste fue siempre el lugar de reposo y la frontera máxima contra el azote de la barbarie. Haber despojado el arte de su rigor e intérpretes escrupulosos, los que siempre constituyeron un grupo selecto, es decir, una élite, decretará su muerte. 

En este siglo, la obsesión por la búsqueda y el reclamo de nuevos derechos ha monopolizado el ejercicio del pensamiento, lo que ha significado otorgar a las multitudes el derecho a soñar, el derecho a pensar que cualquiera puede ser artista. ¡Nada más falso ni diabólico! Comprendo que se haya querido condescender con la mentira histórica del estatuto comunista,  aquella que pretendía el establecimiento de un paraíso terrenal en el mundo, sin embargo el resultado de tanta misericordia es sólo el generalizado empobrecimiento y el actual retroceso del arte, que fue desde antaño el templo donde respiraba y habitaba lo bello. 

A todos los misericordiosos, los remito a la áspera lucidez del filósofo sajón que en su imprescriptible Zaratustra, advirtió: “Ay de aquél que no esté a la altura de su propia compasión”. Y es a él, a F. Nietzsche, adonde inevitablemente, el estado actual de barbarie, me fuerza a volver. Confieso que con gusto habría prescindido de la relectura de su obra, pero su amargura e imprecaciones ante la decadencia de su época, en parte alivian la mía. 

Se trata de una ruina que está a la vista de todos y que nos amenaza cotidianamente; y pareciera que sólo unos pocos lo perciben y menos aún quienes reaccionan. Yo no soy ni pudiera ser un profeta de calamidades, porque las raíces de mi espíritu residen en un reino inaccesible (específicamente en el vuelo perenne de lo bello), donde no tiene entrada el infortunio de lo simple ni la quiebra de la conciencia, pero precisamente por ello protesto;  protesto por los huérfanos de futuro, por las generaciones que se verán expropiadas de la indispensable sofisticación del arte, por aquellos que mirarán al pasado como hacia un territorio remoto e inalcanzable, y, sobre todo, por los que sentirán el vacío existencial de su siglo y no serán capaces de comprender que se trata de su insatisfecho anhelo por lo bello.  

En la era de los derechos, este abrir la puerta a todos no es más que un intento malsano de falsificación de la realidad. ¡Y ha sido éste precisamente el mayor desatino! Le otorgaron el Nobel de Literatura a un cancionero cuyos versos bien pueden gritarse en los estadios, pero no caben ni tienen lugar en ningún poemario; hicieron figurar en la portada de la revista Rolling Stones a un adefesio que no es capaz de entonar una escala ni mucho menos leer un pentagrama, y en cuya “orquesta” no suenan instrumentos musicales; se vendió en un prestigioso festival de arte por cientos de miles de euros la “obra” de un “artista” italiano, cuyo nombre olvidé adrede, que consistía en una banana pegada con cinta adhesiva sobre un fondo blanco; en una representación de La Bohéme, ópera de G. Puccini, la puesta en escena consistió en una estación espacial, donde incluso se hizo cantar a la mezzosoprano dentro de un módulo lunar, haciéndola esforzarse hasta el desfallecimiento  y sacrificando a los espectadores de los balcones adonde no llegó ni podía llegar la bellísima voz de la cantante; las carteleras de los cines están plagadas de películas de superhéroes, en un intento desesperado por equiparar y confundir los conceptos de cine y entretenimiento, sin distinguir que el primero es arte y el segundo vago solaz. 

Así las cosas, he decidido entonces protestar y rebelarme. Y en mi rebeldía, cumplo el acto heroico de mirarme en el espejo del siglo y rescatar de allí, incólume, mi imagen. Porque mi imagen, debe reflejarme a mí y a nadie más, debe, en suma, seguir siendo el retrato inasible de mi yo, y no el destello plural de una colectividad falaz. Debo pues resistir y oponerles todas mis fuerzas, e impedirles tocar mis certezas o que socaven las pilastras sobre las que se posa mi espíritu cuando desciende al paraje de este mundo. Son, sin duda, una numerosa muchedumbre y pueblan las calles de la ciudad con su estropicio, pero me detengo en una esquina y los dejo pasar de largo, y, aunque quisiera gritarles que el credo de su subjetividad es una maldición divina y que no puede bastar para reproducir el milagro del arte, yo, como si fuera una oración, me limito a musitar: “no son más que intrusos, mercaderes de apariencias y estibadores de trastos con los que, mañana, poblarán los muladares del olvido”. 

Entonces, me doy vuelta y me alejo de la multitud, abandono la ciudad y camino hasta el confín solitario donde me aguarda un bosque y allí miro el paisaje; debajo de un árbol monumental, me siento y escucho el canto de un ave profética que me revela su mensaje, saco mi cuaderno y escribo: contra la mistificación del arte, debes fundar el derecho a la belleza. En lo alto, un sol deslumbrante ha limpiado el cielo y llenado mis ojos de un fuego equinoccial. Camino sin prisa y regreso a la ciudad; llego a la estación del metro y abordo uno de sus vagones. En la próxima parada, se suben unos pocos pasajeros; leo y releo con fruición los versos de William Butler Yeats y nada me distrae: ni el violín melodioso del gitano que pide moneditas ni el traqueteo acompasado del metro. 

Frente a mí, empero, que estoy sentado en el último vagón, viene a sentarse un “artista”. No distingo ni podría el color de su piel: su cabeza calva, rostro, cuello y brazos están íntegramente cubiertos del “arte” polícromo de sus tatuajes, y tiene además ensanchados hasta el límite de la carne ambos lóbulos de sus orejas con sendos aros de madera. Muy a pesar mío, no he podido seguir leyendo a Yeats y he tenido que guardar el libro. De repente, el mensaje que el ave profética me dio bajo el árbol monumental, resonó nuevamente en mi espíritu, acallando todo el ruido de mi entorno: comprendí entonces que era mi deber, mi único deber impostergable fundar el derecho a la belleza. 

Porque hoy todos pueden ser artistas y arte es cualquier cosa, y depende tan sólo de la subjetividad omnímoda del autor; como la de este artista del tatuaje que, sin decirme una palabra, me ha quitado toda la serenidad y cuya piel y lóbulos “artísticos”, recordaré hasta el día que me hiera la demencia o me sorprenda la muerte. Entonces, hurgo en mi mochila y saco de nuevo mi cuaderno, hurgo en uno de los bolsillos interiores y me hago de un bolígrafo. Sin preocuparme ya de mi parada, y mirando cautelosamente, ensimismado en la música de su móvil, al artista del tatuaje que me hace compañía, he escrito estos versos:

Un hombre salió de su carne

y no volverá: ha dejado para siempre

la raigambre de su sombra.

Ese hombre está en otro lugar,

sentado frente a mí, por ejemplo,

o de paseo por la ciudad.

Hay otro allí ahora, ocupando

su nombre y hasta su cuerpo,

otro muy distinto.

Ese que está ahora aquí, cerca de mí,

no será jamás de nuevo él.