“Show me the man and I´ll show you the crime” (“enséñame al hombre y te mostraré el delito”), es una frase atribuida a Lavrentiy Beria, quien fuera por mucho tiempo jefe del Comisionado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética en la época de Stalin y sobre cuyos hombros recayó el trabajo de la represión política sobre los desafectos del régimen stalinista. Durante su reinado al frente de la policía soviética, fueron famosas las persecuciones desviadas, basadas en expedientes prefabricados y enjuiciadas en paredones de fusilamiento… pero la historia de la humanidad está atiborrada de estas farsas, de estos “tribunales canguros” (“kangaroo courts”). La frase refleja entonces el peligroso engendro que se forma al conjugarse la injusticia, el abuso del poder punitivo y, por supuesto, la arbitrariedad.
La expresión la trae a colación el profesor Alan Dershowitz en su más reciente obra intitulada “Get Trump”, en la que explica cómo el aparato judicial norteamericano se ha utilizado para detener las aspiraciones presidenciales de Donald Trump. Y la repite a propósito de la reciente declaración de culpabilidad del expresidente en el denominado caso Stormy Daniels (The People of the State of New York v. Donald J. Trump). Un caso sin precedentes: por primera vez un expresidente es enjuiciado y declarado culpable… también por primera vez un candidato a la presidencia (demócrata o republicano) es formalmente imputado por un grand jury. La tesis del profesor Dershowitz luciría como una perogrullada en países del tercer mundo. Lo difícil sería admitirla en un país como los Estados Unidos. ¿Que se practica el lawfare o la persecución de adversarios utilizando el aparato judicial en los Estados Unidos? ¿Que un expresidente y ahora candidato pueda ser víctima de una especie de neomacartismo?
Todas las personas, incluyendo Trump, tienen derecho a un juicio justo. Esto implica muchísimas cosas. Implica, por ejemplo, que su imputación sea el resultado de una investigación seria y ponderada, llevada a cabo con objetividad, imparcialidad y, obviamente, independencia. Estos son parámetros universales en los procesos penales. El caso Stormy Daniels fue llevado por la oficina del Fiscal del Distrito del Condado de Nueva York (“The New York County District Attorney”), esto es, el conocido Fiscal del Distrito de Manhattan. El caso, aunque lo iniciara Cyrus Vance, Jr., lo presentó finalmente el actual incumbente, Alvin Bragg, demócrata, quien ocupa la posición desde el año 2021, luego de ganar las elecciones a dicho cargo con un 83.6 por ciento de los votos, derrotando al candidato republicano, Thomas Kenniff. De hecho, la imputación del expresidente Trump fue el principal tema de campaña.
La oficina del Manhattan District Attorney no ha visto un republicano desde los tiempos de Thomas Dewey en 1942.
El caso fue presidido por el juez Juan Merchan, de la llamada “Suprema Corte de Justicia Estatal del Condado de Nueva York” (que no tiene nada de “tribunal supremo”, sino que es una simple denominación: es un tribunal de primer grado). Merchan, nacido en Bogotá, en tanto que juez, era el llamado a erigirse como un ente neutral del proceso. No era para menos: Trump también tenía derecho, como parte de su derecho a un fair trail (juicio justo), a un juez imparcial. El juez Merchan fue recusado, entre otras cosas, porque su hija, Loran, es presidenta de Authentics Campaigns, una firma que, según la BBC, “ha trabajado en la recaudación de fondos digitales y publicidad para clientes democrátas, entre ellos Biden y el congresista Adam Schiff, quien lideró los esfuerzos del juicio político contra Trump.” Esto no fue negado por el juez Merchan al momento de él mismo desestimar su recusación (esto, por increíble que parezca, no lo conoció un tribunal superior). También el juez Merchan hizo donaciones de campaña —mínimas, pero donaciones al fin— a favor del hoy presidente Joe Biden en la campaña de 2020 y en beneficio también de dos organizaciones políticas vinculadas a los demócratas, una de ellas con una denominación bastante llamativa: “Stop Republicans”. Lo anterior no importando las prohibiciones que existen para los jueces.
Pero Trump no fue declarado culpable por el juez Merchan (aunque el jurado sí recibió instrucciones del juez). Lo fue por un jurado compuesto de doces personas residentes en el condado de Manhattan. Un condado que clara y convincentemente ha votado en contra de Trump. Para tener una idea de cuán evidente ha sido el rechazo contra Trump en dicha localidad, bastaría ver los resultados de las últimas elecciones en este condado: Biden ganó con un impresionante 86.4 por ciento de los votos, quedándose Trump con apenas un 12.2 por ciento. Definitivamente, Manhattan no era el mejor lugar para un juicio justo.
Una combinación letal, podría decirse, de la que difícilmente pueda alguien librarse: un fiscal que en cualquier otro lugar —incluyendo en una que otra república bananera— hubiera tenido que apartarse del caso; con fortísimos compromisos políticos, incluso con el compromiso de campaña de presentar el indictment contra Trump; un juez con manifiestas simpatías políticas y una cuestionable situación de conflicto de interés que también lo hacía inelegible; y, finalmente, ¡un jurado de Manhattan! Trump decía que ni la Madre Teresa se salvaba en un juicio como este. Agregaría que hasta con Dios de abogado se le hacía difícil.
Cualquiera dudaría de la suerte de esa investigación si Trump no se hubiese presentado para 2024. Es más, el caso Stormy Daniels y, por qué no, otros tantos —como el de Georgia, por ejemplo— no parecen tener otro motivo que no sea el de detener el fuerte empuje del expresidente Trump en el electorado. Este es su delito. Pero tomar el sistema de justicia y apartarlo de sus legítimos fines no parece ser una buena idea. Ni lo fue antes, ni lo es ahora, ni lo será nunca. Porque hasta Trump, aunque a muchos no nos guste, merece un juicio justo y que las garantías del debido proceso prevalezcan. Y sí, es enteramente cierto eso de que nadie está por encima de la ley, pero igual o más cierto es que el debido proceso es un derecho inherente a los seres humanos. Que es un derecho del que resultan acreedores todos los políticos, incluyendo los “grotescos” y “desequilibrados” como Trump; también, sobre todo en su momento, los no creyentes y los comunistas; asimismo, los terroristas, los corruptos… y un largo etcétera.
No hay dudas de que la frase de Beria debería quedarse en el zafacón de la historia. Lo peor de todo es que hasta él fue víctima de lo que ayudó a forjar. Beria fue condenado a muerte por un tribunal ad hoc creado dentro de la Corte Suprema Soviética para casos excepcionales. No pudo defenderse. No pudo tampoco apelar la sentencia que lo condenó sin pruebas a la pena capital. No tuvo un juicio justo.