Luego de unos meses de ausencia, retomo el escribir, algo que había incluido en mi rutina de los sábados.
Hace un tiempo decía que si hay algo que cause más tristeza es ver como se apaga el pebetero al final de unas olimpiadas. Ocurre lentamente, es el final… Es tan triste ver cómo se apaga una vela o cómo se marchita una flor. ¡Cuánta tristeza! Pero si esos eventos corroen el alma, el ver morir a una madre no tiene punto de comparación.
Hace algo más de un año escribía “Veinte años no es nada ¿Y cien? Con motivo del cumpleaños de mamá. ¡Quien me iba a decir que hoy ya no estaría conmigo!
Tuve el privilegio de tenerla viviendo en mi casa sus últimos tiempos. La atendí con todo el amor que un corazón puede albergar. La cuidé, la mimé, procuré hacerla feliz. Para lograr esto, siempre estuvieron a mi lado mis dos hijos, mis nueras y mis nietos, quienes fueron mi apoyo y mi consuelo. También estuvo a mi lado Norma, nuestra ayudante por casi cuarenta años y quien se mudó conmigo de lunes a domingo.
Actualmente ella viene dos veces por semana a hacerme compañía. Al llegar cada mañana me trae todas las noticias de La Ciénaga, es una forma de entretenerme y que no piense, ni llore.
Debo hacer saber y agradecer el apoyo tan grande que tuve de mis amigas más íntimas que siempre estuvieron presentes y nunca me hicieron sentir sola en ese triste peregrinar de ver apagarse lentamente a mi querida mamá.
El lecho de mamá me trajo miles de aprendizajes, por ejemplo, supe cuando un médico tiene vocación o amor al dinero. Uno de los eventos que más me hizo meditar fue cuando un geriatra contratado por mi sobrino Darién vino a atenderla, recomendó el uso de un levín, él dijo que lo podía poner, que lo compráramos, que iba a su casa y volvía enseguida, pero que había que pagarle otra consulta. El dinero no era problema, se le pagaron las dos consultas una detrás de la otra. Claro, no volvimos a usar sus servicios.
Pero si triste fue el ver la poca humanidad de ese médico, más triste fue para mí la última visita de la geriatra que venía cada mes, también contratada y pagada por Darién. Una semana antes del deceso de mamá vino, se sentó en una cama y la enfermera que traía nos dijo que le quitáramos la bata, ella se desesperó y se la desgarró encima. Solo pensé cuando a Cristo le desgarraron las vestiduras en la Cruz.
Así como sentí repugnancia por ese personal de salud, debo agradecer la visita que hicieron, cuatro días ante de mi mamá partir, mis primos el Dr. Ceferino Brache, cirujano, y su esposa, Dra. Rosario Reyes, dermatóloga, quienes me dieron instrucciones tan precisas para darle mejor calidad de vida a mamá.
Ese mismo jueves estuvo toda la mañana conmigo el Dr. Juan Luis Lebrón, diabetólogo y nutriólogo, amigo de la niñez de mi hijo menor. Con mucho amor me trazó un plan de alimentación y me dejó con mucha tranquilidad.
A esos tres médicos nunca tendré como agradecerles, porque me dejaron llena de paz.
Tengo dos anécdotas de la muerte de mamá:
- Como Norma es tan pintoresca, cuando me ve llorar dice que, ya la abuela, como ella le decía, estaba llegando al cielo, pero que yo con esa lloradera hacía que se devolviera y no la dejaba llegar.
- El día que mi mamá hubiera cumplido ciento un años, era el cumpleaños de mi gran amiga doña Yuni, sus hijas se reunieron y estábamos tres personas que no éramos familia de sangre, pero sí de cariño. La Dra. Cándida Polonio era una de las tres. No he conocido una persona más jocosa, ella me dijo que supo de la muerte de mamá, como me vio tan triste me preguntó por su edad, cuando le dije, me miró, “co…, ¿pero tú querías una segunda reencarnación?” No me quedó más remedio que reír.
Tuve la gran oportunidad de decirle a mamá miles de veces, “te amo”, “eres a quien yo más amo”, ella me contestaba “gracias”.
No perdamos la oportunidad de demostrarle amor a los nuestros, no sabemos el tiempo que han de estar con nosotros. No desaprovechemos el momento para decirle “te amo”.
Cada minuto que pase, conversemos con ellos, más, si son mayores. El vacío que deja su partida, jamás podrá ser llenado.