Se entiende por Debido Proceso a las formalidades que deben observarse en el transcurso de los procedimientos legales que se llevan a cabo al momento de obrar en justicia. Dichas pertinencias se extienden a todos los ámbitos jurisdiccionales, así como a todas las áreas del derecho, no debiendo omitirse ninguna de las etapas necesarias a la hora de culminar los procedimientos. El respeto al debido proceso tiene por propósito garantizar los derechos que le asisten a las personas involucradas en conflicto, de ahí que se constituya, en cierto modo, en una especie de garantía protectora de los derechos fundamentales. En el marco del debido proceso no se admiten excepciones ni criterios de interpretación, tampoco se orienta en virtud de perspectivas, ni viene matizado por particularidades que interponga ningún funcionario activo de justicia. Se trata de procedimientos inquebrantables que buscan asegurar una correcta dinámica judicial e incluso el resguardo de los derechos constitucionales.
En el ámbito penal también se imponen requerimientos mínimos a modo de normas que se activan desde la fase de instrucción hasta la etapa de juicio, e incluso ante los tribunales de alzada, para aquellos procesos que resulten apelables. Como el debido proceso debe respetarse en todas las etapas, también imperan las observancias en el orden litigioso. En la práctica penal, el juicio oral como última etapa del proceso viene reglado desde el inicio hasta el final. Desde la presentación de los hechos hasta el discurso de clausura se observan reglas de actuación inquebrantables. Baytelman, en su famosa obra Litigación Penal, Juicio Oral y Prueba, plantea al juicio como una garantía del imputado frente al terrible poder de persecución del Estado, el cual se presenta como un sistema todo poderoso contra un ciudadano que se presume inocente hasta tanto las pruebas demuestren lo contrario. Sin embargo, aquellas pruebas, las que se escrutan a favor de la teoría acusatoria, deben ser incorporadas en juicio mediante un procedimiento oral y eminentemente adversarial, respaldadas por soportes de acreditación que refuercen su valor probatorio. Es cierto que en nuestro esquema procesal existen excepciones al principio de oralidad de los juicios, tal como prescribe el artículo 312 del Código Procesal Penal, pero dichas excepciones tratan de circunstancias aisladas y no aplican a todo tipo de prueba, aunque en la práctica, en nuestros tribunales, la excepción se ha convertido en la norma.
El afán por agilizar la litigación de los casos ha provocado el quebrantamiento de la formalidad en las audiencias, pero también, y en algunos aspectos, la omisión de pasos esenciales en el debido proceso durante la fase oral. Este problema ocurre debido a muchos factores que van desde el precipitado interés de los fiscales por culminar los casos, los jueces de emitir sentencias, la sobre carga laboral, y en otras ocasiones la imposición de criterios que algunos tribunales asumen como válidos. El llamado “criterio del tribunal” ha adoptado en nuestro país un matiz desagradable que en ocasiones se impone a la norma. Se trata muchas veces de una perspectiva casi supra legal que tienen algunos jueces con respecto de algunos aspectos del proceso oral, el cual es impuesto sobre la base de su soberana apreciación sin mediar en las explicaciones, a menudo correctas, que tienen las partes en los juicios.
Aquellos criterios imperiosos que se mezclan con una excesiva fe por el derecho positivo pueden resultar avasallantes, destructoras del debido proceso en la litigación oral y perjudicial para la parte que se contrapone a dicha visión. Siendo así las cosas no saldría gananciosa la contraparte que lleve razón en derecho, sino la que logre adecuarse al criterio del tribunal. Es así como dichos tribunales, que están llamados a administrar justicia en base a lo prescrito por nuestras leyes, van imponiendo una voluntad mal sana que no encontrará solución a menos que no se reeduque a los integrantes o se cambie la composición de estrado.
Frente a esos problemas de orden práctico es poco lo que se puede hacer debido al funcionamiento del mismo sistema judicial. Las partes cuentan con muy pocos recursos para hacer cambiar la decisión de los juzgadores, y si una sentencia es contraria a la causa afectada, podrá la parte en desacuerdo apelarla en un tribunal superior. ¿Pero qué ocurre cuando los mismos jueces presiden diariamente las audiencias en los mismos tribunales? se genera una cultura que, con el tiempo, los togados aceptan ya sea por conveniencia o a fuerza de evitar apelar todos los casos fallados contentivos de aquella falla de origen.
Aquella desafortunada situación ha generado la sensación de que en la Republica Dominicana haya un modo distinto de aplicar el derecho en cada jurisdicción, de ahí que las partes procuren observar primero el “criterio del tribunal” para saber cómo presentar sus casos; haciendo que la litigación oral no sea un ejercicio técnico y solemne, donde la atención del juez sea necesaria para garantizar la inmediación, sino una práctica monótona donde el juzgador ya sabe lo que va a decidir conforme a su criterio. Poco importa lo que digan las partes y poco les interesa lo que ocurra durante el proceso, pues total, el fallo siempre será el que ellos entiendan en base a su soberana apreciación.