La ingratitud como valor se justifica en el caso de los jueces, especialmente cuando son designados mediante procedimientos en los cuales intervienen actores del Estado a quienes están llamados a controlar. Tal “deber de ingratitud” encierra una contradicción en sus propios términos, por cuanto el deber se contrae a una dimensión positiva. Por el contrario, la idea de ingratitud posee una connotación negativa. A esto se le llama oxímoron en retórica y no es más que la combinación de dos palabras o expresiones de significado opuesto y que dan lugar a un sentido nuevo.

Sin lugar a dudas, la elección de los jueces de la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral es en parte política, de ahí la importancia de que ese deber cívico de ingratitud se convierta en un mecanismo para preservar su independencia e imparcialidad, condiciones indispensables para realizar apropiadamente sus funciones. Y es que a pesar de que los jueces son designados por el Consejo Nacional de la Magistratura, organismo que integra actores de los poderes públicos, incluido al procurador general de la República, estos no deben responder con lealtad o agradecimiento a estos poderes o funcionarios, sino que la lógica de su actuación siempre ha de ser la defensa del Estado de Derecho y de los Derechos Humanos.

En la década de los ochentas, ese deber de ingratitud de los jueces fue expuesto por Robert Baldinter, un cercano colaborador del entonces presidente de Francia François Mitterrand, quien lo nombró como presidente del Consejo Constitucional francés, que es el equivalente al Tribunal Constitucional de la República Dominicana. Baldinter, al ser cuestionado por su cercanía con su exjefe Mitterrand respondió que el primer deber que tenía como juez constitucional era el "deber de ingratitud". Pasados los nueve años en el cargo, Baldinter demostró fehacientemente su ingratitud frente a Mitterrand, ejerciendo sus funciones con absoluta independencia.

Una vez elegidos, los jueces solo deben estar comprometidos con el cumplimiento de la Constitución y las leyes, ser leales al interés general, contribuyendo desde sus posiciones a la paz social y a la convivencia democrática, por tanto, no asumen deudas ni obligaciones respecto de quienes los nombraron. De igual manera, los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, así como los líderes políticos, deben tener claro que haber incidido en la elección de los jueces y juezas de las altas cortes no les da derecho a pretender influir en su ejercicio jurisdiccional.

Finalizo mis reflexiones con una frase del gran maestro latinoamericano don Eduardo J. Couture, en la que apela a favor de una justicia en relación apropiada con la política: "De la dignidad del juez depende la dignidad del Derecho. El Derecho valdrá, en cada lugar y momento, lo que valgan los jueces como hombres”.