La Constitución está estructurada en dos grandes partes: (a) por un lado, una cierta arquitectura de órganos y funciones del poder político inspirada en el principio de separación de los poderes (parte orgánica); y, (b) por otro lado, una declaración de derechos y libertades individuales que han ido progresivamente mutando como consecuencia del proceso de normativización, socialización y democratización del Derecho (parte dogmática).

 

La parte dogmática de la Constitución contempla una serie de categorías normativas que exigen una determinada conducta de cumplimiento por parte de la ciudadanía. Es decir que el constituyente no sólo dispone un conjunto de derechos de carácter liberal, democrático y social que limitan o condicionan el ejercicio del poder político, sino que además establece aquellas conductas o comportamientos de carácter público que se esperan de las personas. Esas conductas o comportamientos es lo que se conoce como «deberes fundamentales».

 

Los «deberes fundamentales» son comportamientos o prestaciones obligatorias en beneficio de la colectividad. En términos de Schmitt, es el “ideal determinado de la Constitución” que tiene como finalidad asegurar la estabilidad y el desarrollo progresivo de la comunidad. Los deberes imponen obligaciones (de acción u omisión) destinadas a construir y mantener ese destino común que permite el ejercicio pleno de nuestras libertades.

 

Esas conductas o comportamientos, a los que se ven impelidos los ciudadanos, pueden ser: (a) por un lado, explícitos, los cuales se encuentran claramente estipulados en las normas; y, (b) por otro lado, implícitos, que se derivan del contenido esencial de los derechos fundamentales. En ambos casos (explícitos e implícitos), los deberes fijan una pauta de comportamiento conforme al que deben obrar las personas para mantener la comunidad.

 

La Constitución contempla un conjunto de deberes explícitos fundamentales. En efecto, conforme el artículo 75 de la Constitución, “los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución determinan la existencia de un orden de responsabilidad jurídica y moral, que obliga la conducta del hombre y la mujer en sociedad”. Entre los deberes que se desprende de ese orden de responsabilidad se encuentra el de “actuar conforme al principio de solidaridad, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones de calamidad pública o que pongan en peligro la vida o la salud de las personas” (numeral 10).

 

Para la Corte Constitucional colombiana, la solidaridad “es un valor constitucional que presenta una triple dimensión. Ella es el fundamento de la organización política; sirve, además, de pauta de comportamiento conforme al que deben obrar las personas en determinadas situaciones y, de otro lado, es útil como un criterio de interpretación en el análisis de las acciones u omisiones de los particulares que vulneren o amenacen los derechos fundamentales”. Continúa dicho tribunal indiciando que “la solidaridad como modelo de conducta social permite al juez de tutela determinar la conformidad de las acciones u omisiones particulares según un referente objetivo, con miras a la protección efectiva de los derechos fundamentales” (Sentencia T-125/94 del 14 de marzo de 1994).

 

La solidaridad se contempla como uno de los principios fundantes de nuestro ordenamiento constitucional (Preámbulo). Este principio impone el deber positivo de ayudar a los demás, especialmente en situaciones de vulnerabilidad o calamidad pública. De ahí que la actuación de ayudar no es una mera obligación moral (interna), sino que se configura como un auténtico deber constitucional (externo). Las personas están obligadas a asistir a los demás con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro sus derechos fundamentales. Ese deber es exigible por parte del legislador y demás órganos que ejercen potestades públicas.

 

En síntesis, las personas además de derechos tienen deberes. Los deberes establecen una pauta de conducta o comportamiento en beneficio de la colectividad. El constituyente contempla la solidaridad como un deber explícito fundamental que impone obligaciones positivas o prestacionales a cargo de las personas y los órganos que ejercen potestades públicas. Las personas están obligadas a ayudar a los demás ante situaciones de calamidad pública o vulnerabilidad que pongan en juego sus derechos fundamentales. Es una exigencia constitucional -y no una mera obligación moral- ser un buen samaritano frente a los demás.