El cuidador o dicho de manera más apropiada, la cuidadora, es quien se encarga de dar asistencia continua a una persona que presenta alguna discapacidad, y que por tal razón, tiene un grado variable de dependencia de quien pueda asistirlo. En su mayoría son mujeres miembros de la familia, otras veces son personas contratadas para realizar los oficios domésticos y que al final se le va asignando gradualmente la tarea de asistir a esa persona que requiere cuidados especiales porque está aquejada de alguna condición crónica de salud física y/o mental.
El abanico de población que pudiera requerir de una asistencia constante, por necesitarlo su estado de dependencia, es muy amplio: desde un bebé que nace con un trastorno congénito que lo invalida de por vida, a otros niños que en su proceso evolutivo desarrollan a corta edad una patología con la que probablemente tendrán que cargar toda la vida, hasta jóvenes que en plena edad productiva debutan con un problema de salud mental crónico, que los va secuestrando en su intelecto y en su ser social, hasta envejecer, ya sea por una condición física o por cualquier otro tipo de dolencia crónica o por una demencia.
Muchas veces estos servicios y cuidados se brindan en el propio domicilio. En otras ocasiones en residencias públicas o privadas. Nos centraremos en este artículo en aquellas personas que viven en su hogar y que requieren cuidados intensivos de larga duración, ya que sus padecimientos limitan o impiden su autonomía y/o su movilidad; y en donde se identifica a una persona, familiar o no, que se encarga de dicha atención y es a quien llamamos cuidador.
No obstante resulta que ese a quien llamamos cuidador, es en un alto porcentaje, una cuidadora. Es muy frecuente que sea la madre, la esposa, la hermana o la hija. Casi siempre el problema no avisa para llegar y aceptar el diagnóstico que es siempre un desafío que conlleva varias etapas: desde la negación, el dolor profundo, el sentimiento de pérdida, la desesperanza, la impotencia y la incertidumbre. Es decir, se pasa por un proceso de duelo. El mismo, implica justificaciones y ejecutorias reactivas en donde se buscan culpables, sean personas, limitaciones del sistema de salud o de cualquier otra que mitigue la carga o resuelva el problema. El tránsito de victima a cuidadora lo determina el momento en que se asume la responsabilidad con amor, dedicación y entrega incondicional. Tanto así, que la cuidadora siente una devoción tal, que llega a percibir emociones en donde se siente retribuida.
No obstante, no todo es color de rosas. La cuidadora no se habilitó para tal fin, y sucede que por su naturaleza tantas veces imprevisible no hay ni conocimientos ni experiencia. Quien cuida llega a esa función de repente, sin previa oportunidad de prepararse y en donde debe manejar no solo los retos inherentes a la atención y los servicios de su familiar con limitaciones crónicas, sino además, tiene que adaptarse en el camino a un cambio abrupto de rol. Y por sobre todo tiene que asumir la tolerancia y la paciencia ante las demandas inagotables de la persona a quien cuida.
La misma va entendiendo a toda prisa que el tiempo de preocuparse por ella se lo resta al ocuparse del enfermo, por lo que va postergando su propia atención y cuidado. En el proceso de asistir, de cuidar, le asaltan las dudas sobre si está haciendo lo correcto, o lo suficiente. Va aprendiendo poco a poco que transita por un camino de incertidumbres y que ese camino es muy solitario.
Por igual el agotamiento a nivel físico y mental llega sin anunciarse. Se van extenuando sus energías y los esfuerzos no se ven recompensados ni por una mejoría de la persona a quien atiende ni por los reconocimientos sociales y familiares que atenuarían la carga de quien responde con su entrega incondicional.
Se van presentando la frustración, la desesperanza y la soledad. Es cosa de poco tiempo para que llegue la amargura y el consiguiente punto de quiebre. Ser cuidador implica siempre hacer sacrificios y pone a prueba incluso a las personas más resistentes.
Antes de que el cuidador llegue a la ruptura emocional, a la pérdida del control, debe aprender a autocuidarse. “Asumir la responsabilidad de autocuidarme, como elemento fundamental para poder cuidar efectivamente al otro, sin comprometer la salud y el bienestar propio”.
El cuidador debe estar atento a las señales de alarma que puedan manifestarse en él para poder asumir a tiempo las medidas correctivas. Las más frecuentes son: enojarse o perder la paciencia con facilidad, cansancio o sensación de sueño en el día; sentirse sola o aislada; sentirse ansiosa o abrumada; sentirse triste y no disfrutar de las actividades a las que antes le mostraba interés; tener dolencias físicas con regularidad o tener molestias digestivas; aumento del consumo de medicamentos, tabaco o alcohol.
Para neutralizar o mitigar el impacto del daño, el autocuidado implica: organizar el tiempo, pedir ayuda para las actividades a familiares y amistades, tener alimentación sana y asumir otros hábitos saludables como mantenerse activa y caminar, bailar, visitar amistades y familiares. Debe tener tiempo para sí misma, dormir lo suficiente, visitar al médico al menos una vez al año, buscar ayuda cuando sienta que lo requiera y tomar descansos cuantas veces sea necesario.
Si no está bien el cuidador, no podrá atender bien al que cuida. Cuidar puede ser reconfortante, en donde el sentimiento de dar, de darse, es tan intenso y grato como si se estuviera recibiendo de manera inversa. Es ahí cuando el cuidador se siente plenamente útil y realizado.