Históricamente, el estado de la crítica ha constituido un revelador del índice de crítica que el Estado permite, pues, como reza uno de los axiomas de William Blake: “De la libertad del error se llega a la libertad del pensamiento”. Y ninguna sociedad puede preciarse de ser verdaderamente democrática si antes no se ha probado a sí misma ser una sociedad donde resulta posible pensar en libertad.
Tal vez sea esa la razón por la cual, en la R.D., es la noción misma de Estado la que ha hecho crisis históricamente, aunque sobre todo debido a causas tanto sociológicas como culturales: por una parte, entre nosotros siempre han prosperado las cadenas, jaulas y candados de pensamiento —llámense estos partidos políticos, iglesias, peñas, clubes, talleres, galleras o casinos— mientras que, por la otra, debido a la incuria con que los sectores dominantes de nuestra sociedad han manejado históricamente a nuestro sistema educativo, adolecemos de una increíble carencia de llaves, palancas, seguetas y patas de cabra epistemológicas que puedan funcionar entre nosotros como dispositivos liberadores.
No dudo que existan numerosas razones que permitirían explicar por qué las cosas han terminado siendo así entre nosotros. Entre todas estas razones, sin embargo, prefiero pensar que la principal es que nos hemos acostumbrado a considerar a quienes osen enarbolar algún asomo de pensamiento crítico como si fuesen payasos.
Por vía de consecuencia, nuestra sociedad se ha acostumbrado a burlarse de todos aquellos que parezcan apartarse de las vías convencionales de reflexión y, con más frecuencia de lo que la mayoría de las personas estarían dispuestas a aceptar, se les suele endilgar el epíteto de “locos” a quienes osen expresar ideas que contradigan las “verdades” establecidas.
Es una evidencia, no obstante, que no puede haber pensamiento allí donde no hay capacidad de razonar, de donde muy foucaultianamente resulta posible distinguir el juicio de valor que subyace detrás del empleo del epíteto “locos” para designar a quienes, entre nosotros, cometen el error de pensar en primera persona.
A través del empleo de ese y otros términos denigrantes parecidos, se busca nivelar a la baja, desestimular las iniciativas o simplemente excluir a todos aquellos que pretendan “saber algo” (lo que sea, pues es precisamente esa pretensión de saber y no su objeto lo que constituye la causa del miedo que provocan), negándoseles de paso toda suerte de soporte institucional que les permita avalar socialmente ese saber, ya que a todos aquellos a quienes se les asigna el epíteto de “locos” se les niega por la misma vía no solamente toda posibilidad de ser, sino también toda posibilidad de ser reconocidos por su saber hacer.
En virtud de lo anterior, parecería innecesario decir que el pensamiento tampoco puede desarrollarse allí donde no es posible dialogar. De hecho, el diálogo es la única forma que asume la existencia político-social del pensamiento, ya que, allí donde el poder monologa, no puede haber pensamiento ni tampoco poder, sino simplemente olvido u opresión, los cuales apenas constituyen dos de las múltiples sombras del poder. En lo que a mí respecta, tal vez porque desde muy joven he estado consciente de esto, siempre me ha parecido sumamente sospechoso todo aquello sobre lo que no se puede hablar, todas aquellas personas que se niegan a hablar, y sobre todo, todas aquellas con las cuales resulta imposible hablar.
Tarde, pero seguro, he terminado percatándome de que mucho de aquello que había permanecido en silencio o simplemente silenciado durante décadas estaba en realidad enteramente hecho de miedos, y que muy pocas de aquellas personas con las que no era posible hablar nunca tuvieron para decir algo que fuera digno de ser escuchado.
En ese sentido, ganaríamos mucho tiempo y nos economizaríamos un montón de palabras innecesarias si evitáramos confundir el pensamiento crítico con los discursos de auto boicot o con los de autodesprecio, los cuales, desde mi punto de vista, no son otra cosa, como sugería Fanon, que síntomas patognomónicos de la mentalidad de dependencia.
En efecto, sorprende la facilidad con que muchos de nuestros intelectuales inscriben en la cuenta del “pesimismo dominicano” esos discursos de constatación de crisis, falla o quiebra del Estado dominicano que, por lo general, son más reveladores de aquello que buscan procurarse que de los mismos males que supuestamente pretenden denunciar. Esto así porque, como decía Jean-Louis Houdebine: “Una posición política solamente se comprende mejor a la luz del deseo que la anima”.
Desde ese punto de vista, la primera condición para que un pensamiento pueda ser considerado crítico es que funcione como su propia causa (sui generis), y la segunda, que funcione como su propio referente (sui referencial): su verdadera naturaleza es más la de un cómo que la de un para qué. En ese sentido, se vuelve indisociable de la «duda metódica» cartesiana debido a que, por lo general, se manifiesta poniendo en duda todas y cada una de las afirmaciones que comúnmente aceptadas como verdaderas.
Pensar críticamente no es, pues, lo mismo que largarse por ahí denunciando esto y aquello como alguien a quien no le sirve nada de lo que encuentra disponible en la realidad. De hecho, con lo que más guarda relación el pensamiento crítico es con el pensamiento poético, muy probablemente porque, a lo largo de la historia, los poetas y los artistas han sido los únicos sujetos a quienes culturalmente se les ha otorgado, no sin riesgos, el derecho a la contradicción.
Luego del final de la II Guerra Mundial y hasta la década de 1980, esta situación dio pie a la creencia de que el poema era el vehículo idóneo para la crítica de tipo político-ideológico. Amparándose en la plataforma de promoción de una casi siempre ambigua militancia política, numerosos poetas lograron entonces alcanzar la visibilidad que requerían sus egos.
Y como era de esperarse, este pacto entre los poetas y la burocracia ideológica los condujo a su más completa desactivación como sujetos críticos. La consecuencia directa de este eclipse de los poetas como entes críticos no podría ser otra que la evaporación de las condiciones que habían propiciado el funcionamiento del poema como el soporte ad hoc del pensamiento crítico. Es por eso que en el período contemporáneo el poema ha quedado reducido al estatuto de un artefacto textual destinado al consumo íntimo, como si estuviera escrito sobre papel higiénico.
Además de faso, sería injusto, no obstante, reducir a una sola causa esta desactivación del poema. Desde más de un punto de vista puede decirse incluso que el pacto con la política ni siquiera ha sido la más poderosa de todas, puesto que, como se sabe, fue la alianza entre el poder económico y el sector de la industria tecnológica la que le asestó el golpe de gracia a la poesía.
Lo que importa retener aquí, no obstante, es que ese desvanecimiento de la plataforma crítica de la poesía coincidió de alguna manera con la pérdida de terreno del pensamiento crítico tal como aquí lo he definido. En su lugar, lo que hoy pasa por pensamiento crítico no puede ni siquiera aspirar a ocupar otro espacio que no sea el que le permitan las nuevas condiciones impuestas por el nuevo pacto surgido a partir de la pérdida de autonomía de la crítica.
Son esas nuevas condiciones las que han sumido al pensamiento occidental en el charco de utilitarismo donde flotan, como sargazos, los restos de la metafísica nominalista de ascendencia platónica que hoy aspira a ser tomada por fenomenología de la identidad. Luego del estallido de las utopías a partir de la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra fría, sobrevino sobre todos los países occidentales una verdadera tormenta de fragmentos y esquirlas de espejos rotos que, tomados en su conjunto o considerados por separado, constituyen la verdadera causa de todo ese ruido que en la actualidad retroalimenta a los distintos “activismos”.
En esas circunstancias, esto es, sepultado por el estruendoso desconcierto de ruidos ideológicos que caracteriza la escena comunicativa contemporánea, parece lógico que el pensamiento crítico se desvanezca apenas proferido, con lo cual, sus emisores, que vienen a ser los críticos, quedan, hoy más que nunca, convertidos en verdaderos artistas del aburrimiento colectivo, o sea, en vulgares payasos.