En la puerta de la Iglesia de Santa Ana de Gualey había un Cristo enorme de piedra con los ojos achinados.

Su llegada a Gualey se confundió con la de los desalojados de Faría, marginados por el progreso del Jefe. Le decían el Chino por sus ojos estirados. Su color era el del río cuando llueve y va corriendo de la mano de la Isabela que tiene amores con el mar.

El Chino creció fuerte. “Así era tú padre”, le contaba Fefa, la mamá, “vino y se fue en el mismo barco. Se llevó la madera y quedaste tú.” Los amigos del Chino lo buscaban si había que caerse a piedra con los marines de los Mina, que a veces cruzaban el Ozama buscando cocos y peleas.

No fue a la escuela ni a la iglesia. Ya cuando la hacieron, el Chino estaba grande y hacía bateas para llevar a casa tres pesetas y un ruido de latas y hambre.

Un día entendió que no machacaba latas sino su alma. Se metió con José el de Obras Públicas a cavar zanjas en el Mejoramiento Social. Se puso negro y su vida empeoraba. Además, las zanjas se parecían demasiado a las tumbas del costado de la Pedro Livio. Allá llevaron a su madre, una mala tarde de Cuaresma. Fefa, en la caja, de blanco, y el con los zapatos llenos de polvo y en la cara, fango y el trasnoche.

La vieja le dejó el rancho, un beso largo y una promesa: llevarle una rosa al Cristo de piedra en Santa Ana de Gualey todos los Viernes Santos.

El Chino cumplió. Quizás fuera por aquellos días que cogiera la costumbre de fumarse el último cigarro de la noche, paseando delante del Cristo compasivo, oyendo a la gente rezarle a los choferes de piedra: “Benito!” y más cerca, “María Montés!”. Mientras en la misma esquina, Eduardo Brito le contaba sus hoyos a la Central y ella, por lo bajito, sus aguas negras.

Ya para esa hora el Chino había guardado su triciclo y los cocos. En su rancho, arriba de la mesa estaban su machetico afilado y una lata de salsa de tomate, donde tiraba duro las pesetas para que ruidosas le recordasen sus tiempos de sastre de bateas.

La pelea no fue grande. El Chino venía como una pedrá por la 17, mirando con el ojo de la izquierda a la ballena azul, la guagua de Haina, que lo quería barrer de la calle a bocinazos. Casi en la cabeza del Puente, en esa esquina que recuerda el caos del principio del mundo y la salida del Arca de Noé, el Chino tuvo que timonear nervioso a la derecha para no ser tragado por la ballena de Haina.

El no sintio el golpe, sOlo vió los pedazos de pollo volando, los fritos haciendo maroma, suspendidos 17 eternamente en el aire, el aceite hirviendo regado por el suelo, friendo carbones, los canillitas y limpiabotas caja en mano bailando flamenco, un anafe vuelto rueda y la rabia del hombre de la freiduría, que el Chino no se paró a considerar, pues le interesaba más la mano con el cuchillo. Sin que se le cayera un solo coco, detuvo el triciclo y echó mano del machetico. Corto y lo cortaron antes de que los apartaran otros más valientes que ellos:

–Dejen eso.

–Fue la guagua

–Lo único que van a sacar es ir a vivir con los gusanos de la Victoria.

Las miradas siguieron acuchillandose, pero la pangola lenta y solemne sólo encontró un ron de curiosos y un reguero de fritos llorando pollos.

Todo fue tan rápido, que sólo cuando huía pedaleando, cayó en la cuenta el Chino de que había peleado con Juan. Era el viejo vecino que cada madrugada siempre le dejó una lata de agua a su madre, durante años.

Todavía con el dolor de la aguja del Morgan que le coció el derecho, se paseaba el Chino, tarde en la noche, delante del Cristo, sosteniendo en su mano izquierda una lucecita humeante. Sería la necesidad de hablar con alguien, lo cierto es que el Chino levantó los ojos a la cara dulce coronada de espinas y queriendo que sus palabras tuviesen como las garzas en la tarde un árbol donde posarse, le dijo al Cristo:

–Que basura de vida, Jesucristo! Por poco mato a un amigo! Yo debía ser de piedra y tu de carne!–

De ahí en adelante al Chino nadie lo ha visto más.

Con su triciclo anda un rubio quemao, tranquilo, de sonrisa grande. Lo llevaron a declarar al destacamento de la Josefa Brea y dijo que se lo había comprado al Chino. El rubio sigue vendiendo cocos. No se ha metido en ningún grupo de la iglesia, ni de la campaña, pero sabe en que pie está parado todo el que le habla. El mismo habla poco y bajito. Juega bitilla con los niños y hasta deja sentarse a los tigueres en el murito de afuera, cosa que ni el Chino, ni su mamá, jamás permitieron. Por donde pasa el rubio quemao, va reuniendo a la gente y las enciende, como quien abanica un anafe mal prendido con un soplo hondo.

El Cristo de Santa Ana sigue ahí, pintado en la pared, con un color de promesa política que ni se sabe lo que es.

Y ahora le ha dado por decir a Rosita, la de Chucha, la que priva en dueña de la entrada de Santa Ana, porque allí pintó con carbón un juego de trúcamelo, que dizque los ojos del Cristo están achinados y más estirados que antes. Y dizque el Cristo se sonrie cuando pasan los triciclos y las vecinas viejas de Fefa que ahora andan en COPADEBA. Y dizque el Cristo lloró el día que una bala aburrida mató al viejo Juan en su rancho, cuando la vaina de Abril del 84.

Preguntas para pensar, compartir y tal vez orar.

  1. Intenta reconstruir la narración. Entre todos van recreando el hilo. Presenta los momentos 18 fundamentales y las afirmaciones cruciales. Señala la frase que más te gustó, la más te hizo reflexionar.
  2. ¿Qué le reveló al Chino su violencia?
  3. ¿Qué ha descubierto Rosita, la de Chucha?
  4. ¿Por qué se sonreía la imagen del Cristo de Gualey cuando pasaban los triciclos y las vecinas de Fefa?

Lee y medita, Gálatas 2, 19 – 21. Pablo era fariseo y perseguía violentamente a los discípulos de Jesús, el Cristo. Cuando conoce a Jesús y su vida cambia radicalmente y Cristo se adueña de su vida. Pablo sigue siendo Pablo, pero ahora hay otro corazón que también le late en el pecho.