Al ingresar al sector público, a cualesquiera de sus dependencias: Poder Ejecutivo, Poder Legislativo, Poder Judicial y Municipal, se exige capacidad, honestidad, vocación de servicios; actuar siempre aferrado a los principios éticos y morales; cumplir con el sagrado deber de rendir cuentas del manejo de los recursos públicos y que estos sean administrados con pulcritud, austeridad y eficiencia.
Actuar con honestidad y responsabilidad en el sector público en nuestro país, conlleva muchas veces a pagar un alto costo social, político, económico y algunas veces, hasta con la propia vida.
Los que se adhieren a estos patrones de conducta, los que cumplen fielmente con la normativa existente y con estos principios éticos; a los que se oponen a las propuestas indecentes, a las canonjías, a los actos de colusión y a las concesiones ilícitas, son afectados por la calumnia, difamación, infamia e injuria de los que, utilizando estos golpes bajos, pretenden congraciarse y granjearse el apoyo de la cúpula política en el poder para tratar de lograr su permanencia o ascenso en sus posiciones.
Desgraciadamente, en la mayoría de las instituciones públicas impera la: mediocridad, zancadillas, ambición, ineptitud; falta de ética, de transparencia, el chisme y son consideradas como un botín. A los que son la antítesis de esos antivalores, son vistos como un obstáculo, un peligro y una amenaza para los que van a las mismas a enriquecerse con los fondos públicos, pues el que atenta contra sus intereses, atenta contra su propia vida.
Todo esto se da en un momento de grandes debilidades institucionales, en un medio donde no se aplica un régimen de consecuencias, corroído por la corrupción, donde uno vale por lo que tiene, no por lo que es. Existe una inversión de valores tan grande que a los que cumplen con el deber sagrado de actuar correctamente, con pulcritud, honestidad, transparencia, vocación de servicio y que no se aprovechan de los recursos del Estado, son catalogados de estúpidos, ineptos e incompetentes.
Lamentablemente esas lacras sociales son escuchadas, se les presta mucha atención y muchas veces logran sus objetivos, y al final, las instituciones públicas, la sociedad y el país son los más perjudicados, pues dejan de contar con funcionarios públicos excepcionales con las condiciones citadas.
Entonces, ¿para qué el Estado dominicano y nuestras instituciones públicas malgastan tantos recursos en capacitación (cursos, seminarios, conferencias y congresos internacionales), contratando a técnicos calificados para formar a funcionarios y profesionales sobre control interno, transparencia, ética pública y buenas gobernanzas? ¿Para qué se promulgan tantas leyes que tienen que ver sobre ética, integridad, anticorrupción y fortalecimiento institucional? ¿Por qué se insiste sobre estos temas si al final, a los que tratan de cumplir y aplicar las mismas, a los que evitan el derroche y la malversación de los recursos públicos, son sacrificados, aislados y sustituidos por el clientelismo, la ineptitud, la permisividad a la corrupción y la cualquierizacion? Todo parece indicar que mientras menos oposición exista a estos flagelos, más conviene al sistema imperante.
Nuestro país atraviesa por una gran crisis de valores morales, éticos y espirituales; demanda en estos momentos de la participación de sus mejores hombres y mujeres, pero desgraciadamente, todo parece indicar que la capacidad, la honestidad, pulcritud y la vocación de servicios no tienen ningún valor e importancia. ¡Que Dios nos coja confesados!