En mi labor actual, como docente de Secundaria en un programa de Bachillerato Internacional, estoy a cargo de trabajar con los estudiantes del Programa de Diploma, una asignatura que pertenece al núcleo de los dos años de formación. Esta asignatura es muy especial y recibe el nombre de Teoría de Conocimiento (TdC). El objetivo de la asignatura es reflexionar con el estudiantado una cuestión básica: ¿Cómo sabemos lo que sabemos?

Esta cuestión básica se dilucidará desde unos temas opcionales preestablecidos y desde unas áreas de conocimiento y unos elementos que permean todas las áreas y temas trabajados. Dentro de estas áreas de conocimiento está Historia; la que, aunque pertenece a las Ciencias Humanas, se aborda de forma separada por las peculiaridades y naturaleza del conocimiento histórico. Así en el área de conocimiento «Historia» se abordan preguntas como: ¿De qué manera produce el historiador el conocimiento del pasado? ¿Cuáles son los límites y alcances del conocimiento histórico? ¿De qué modo las pruebas presentadas por el historiador difieren de las pruebas de un científico en la producción del conocimiento? ¿Qué diferencia la interpretación del pasado hecha por los historiadores de la interpretación de un texto? ¿Cómo llenan los historiadores los vacíos en los documentos oficiales del pasado? ¿Cuál es el papel de los historiadores en la transformación de la sociedad? ¿De qué modo se entiende la verdad y la certeza en el conocimiento histórico?

Como podrán notar, amigos lectores, estas preguntas no tienen nada de tontas y están formuladas desde un enfoque crítico. Se trata de que el estudiantado desarrolle no solo sus habilidades comunicativas y cognitivas, sino también éticas al reflexionar y tomar postura frente a la producción historiográfica o frente al historiador como un actor de conocimiento dentro de una comunidad de conocimiento.

En estos meses hemos sido testigos, a través de la prensa, de un caso que brinda una gran oportunidad para dilucidar estas preguntas: la inserción del exmilitar Ramiro Matos González como miembro de la Academia Dominicana de la Historia. Luego de su inclusión, el año pasado, como académico de oficio, se han generado varias comunicaciones en rechazo y el mismo órgano oficial ha emitido públicamente su determinación de mantener su decisión.

Dice un profesor amigo que la «Historia es la ciencia más democrática»; en tal virtud, cualquier persona puede acercarse al pasado y realizar un esfuerzo de reconstrucción de lo acontecido. Esto es la que la historiadora y maestra Mu Kien Sang Ben llama, en su carta de rechazo al accionar de la Junta Directiva de la Academia, «descripción del pasado». Por eso es bueno distinguir entre los no profesionales que se dedican a describir el pasado y los historiadores profesionales que utilizan métodos estrictos para el quehacer historiográfico.

Dos mujeres, historiadores profesionales y maestras (Quisqueya Lora y Mu Kien Sang Ben) han dejado por escrito su rechazo al proceder de una Academia de la Historia dirigida por escritores que han descrito o narrado el pasado, pero no por educadores y profesionales que tienen conciencia del papel crítico del discurso historiográfico.

De igual modo, el historiador Michiel Baud ha dirigido su reclamo y sus críticas frente a la postura tomada por la Academia y también a las palabras de Frank Moya Pons de que hay un nuevo discurso historiográfico que está socavando la «verdadera historia dominicana». Otros académicos de renombre se han pronunciado en este aspecto y de alguna manera, los artículos que he publicado en las últimas semanas, intentan ser un llamado de atención para que veamos otras formas de abordar la tan manoseada identidad nacional y el papel del discurso historiográfico.

No soy historiador, sino aprendiz de filósofo y educador de jóvenes. Mi compromiso ético e intelectual, soy más de izquierda que de derecha,  me conminan a dar mi apoyo a estos profesionales de la historiografía que promueven un estudio crítico y liberador del pasado dominicano. Es hora de que pongamos sobre la mesa el papel de los historiadores en la legitimación de unas figuras que riñen, en su accionar público, con la ética y promueven el conservadurismo rancio que se impone en la sociedad dominicana.

Esta idea de que al final de nuestros días, somos buenos todos, debe morir.