Sospecho que los dos libros más demandados del filósofo, historiador y psicoanalista francés, Michel Foucault, en la República Dominicana, han sido Oposición al poder (1974) y  El coraje de la verdad (2009).

Al comienzo de El coraje de la verdad,  Foucault dice: “Aleturgia es el conjunto de procedimientos posibles, verbales o no, mediante los cuales se saca a la luz lo que se plantea como verdadero, en oposición a lo falso, lo oculto, [……]”.

Recurro a esta cita de Foucault porque he venido observando durante los últimos diez años que en muchos medios de comunicación social se tiende a sobredimensionar lo externo, las mellas de un ser humano o su escasa o ninguna observancia de las normas mediante las cuales la superestructura de la sociedad nos controla, con lo cual, irremediablemente, se le condena socialmente sin tomar en cuenta que ese ser humano tiene un mundo interior o psíquico, una esfera afectiva y un estilo de comportamiento cuyos contenidos se expresan, en la adolescencia y la juventud, de acuerdo a la crianza recibida, es decir, de acuerdo a la socialización que recibió en el seno de la familia, la dirección del tipo de apego que le facilitaron sus padres, de la sana cercanía que tuvo con la figura paterna y de cómo interpretaron y solucionaron los problemas, los conflictos y las frustraciones sus padres.

El día 7, leí en la versión digital del Listín Diario, un artículo de la señorita Soraya Castillo, titulado  Son muchos los Rochi  y “demente” (sic) en RD, en el cual su autora dice: “Nos enteramos que la niña, de quien se dice fue violada por Rochi RD, tiene su padre en la cárcel desde que ella nació, y que el único contacto con su progenitor es cuando lo visita en prisión. Es decir, la menor creció sin el amparo y orientación de la figura paterna. Pero esto fue muy poco resaltado en los medios, porque la algarabía se concentra en saber la parte morbosa del hecho [… ..]. Ese es el pan nuestro de cada día en los barrios marginados de toda la geografía nacional”. ¿Exageró la señorita Castillo sus opiniones? ¡Claro que no!

Por otro lado, cuando uno lee y ve en los medios de información toda la atención y recursos que dedicaron esos medios en la captura por parte de la Policía de la jovencita Esteicy Peña, cantante del llamado estilo  o ritmo ‘urbano’, con cuyo apelativo artístico, “La Demente”, ella, probablemente, no pretende otra cosa más que llamar la atención, pero que a su vez  el apelativo simboliza las condiciones sociofamiliares en que se crió, pues se llega a la conclusión de que la situación de esa joven se enfocó con un subjetivismo  descomunal.

Mucha gente no se da cuenta que cuando esa artista urbana, se hace llamar “La Demente”, ella no se está invalidando a sí misma ni dice que está loca, sino que esa es la visión que ella tiene del hogar en que se crió y del mundo y sociedad en los que vive hoy. Aquí “demente” funciona como una hipérbole negativa y desgarradora de la supervivencia en casa al crecer y de la supervivencia emocional de sus pares en los barrios de los excluidos sociales de nuestras grandes ciudades y pequeños pueblos.

Un niño que crece mientras su padre cumple una larga condena en prisión y la madre es social y emocionalmente incompetente para suplir siquiera un 30 % de los cuidados parentales normales para proporcionarle a ese niño la posibilidad de que se forje un apego seguro y sin ansiedades, pues nadie debería esperar que ese niño se convierta en héroe, en un valeroso altruista o en un joven racional, capaz de dar afectos y llenarse de emociones positivas. Lo que frecuentemente sucede es que se convierte en una joven impulsiva y rebelde o joven impulsivo e irascible, huérfano de empatías, sin voluntad de afrontamiento racional o en un joven hiperactivo frente a las amenazas, dificultades y sinsabores de la vida cotidiana.

Estos jóvenes, en vez de utilizar las energías de su potente voluntad en lograr objetivos que consagran un sano desarrollo de una personalidad estable, como tener percepciones más o menos juiciosas, una permanente memoria de rechazo de los comportamientos tipificados como delictuosos y pensamientos que no lo conduzcan al desarrollo de una relación  patológica con los suyos y la sociedad, lo que hacen es dedicarse a la huida, al abandono de aquellas actitudes que los alejan del fracaso mientras los acercan al desvalimiento personal y social. Son los  muchachos malcriados con sus madres, con la Policía, con sus profesores y con todas las figuras de autoridad.

Con frecuencia escucho decir, incluso se lo oigo decir a personajes que parecen fingir ignorancia, que “esos jóvenes son hijos del  fracaso y la pobreza pero que esa fue la vida que ellos eligieron”. Lo que significa que esos personajes creen que si alguien es feo, “mai tallao”, pelo malo, “probe”, desdentado, medio loco, incompetente, solapado, “remendao” y “cachetú”, ¡es porque quiso ser así o porque eligió ser así! ¡Que todo es culpa suya! Esa manera de pensar me trae a la memoria que en 1987, cuando yo encabezada en Santiago la Comisión para la Educación y Prevención del VIH/Sida, una angustiada madre que asistió a una charla que dictaba en el Salón de Conferencia del hospital Cabral y Báez a decenas de muchachas trabajadoras sexuales,  chulos,  hombres “gais” y a proxenetas  sobre los riesgos de contagio a que se exponían, al final me pidió que “ayudara” a dos de sus hijas que se la “buscaban” en un bar conocido como “El Rinconcito del placer”.

Junto al señor Beato, técnico epidemiólogo,  y los dos oficiales de la Policía Nacional entrenados para ayudarme en aquella función, visité aquel “negocio”.  Conversé a solas con las dos muchachas sobre las causas que las llevaron a “trabajar” allí. La mayor fue abusada sexualmente por su padre y la menor por el padrastro, justamente cuando una y otra vivían su adolescencia. Me confesaron que su madre estuvo al tanto de todo, pero que nunca les hizo caso. ¿Qué dijo la mamá cuando la llamé para hablarle de ese asunto? “Sí, fue verdad, pero si Generoso caía preso, ¿quién me iba a mantener los otros tres muchachitos?  Además, él me dijo que cuando le “fajó”, ni una ni otra le ‘hicieron’  fuerza (resistencia); que con solo darle un trompón a cada una fue suficiente para dejar que la ofendieran”. (Todavía hacia el 2000, nuestros viejos en barrios y campos usaban el verbo  “ofender” para referirse a la mujer violada sexualmente).

Como puede verse, a pesar de lo vertical de la verdad no todo el mundo la ve. No porque personalmente no deseen verla ni porque sea tan corta que no sobresale el ras del suelo, sino porque la verdad como lo “opuesto a lo falso y lo oculto”, carece de visibilidad  en el discurso de la “sociedad líquida” de la que formamos parte.

Muy pocos ven en nuestro país a miles de niños y adolescentes angustiados o solapados que luego se convertirán en sociópatas, no ven a miles de niños que trabajan para ayudar a sus mamás a comprar comida, no ven a miles de niños que nadie cuida o los “cuidan” vecinos ni ven miles de adolescentes y jóvenes que han crecido sin la ternura y el apoyo del padre porque cometió un crimen y está en prisión. Solo nos fijamos en que son rebeldes, tígueres, salteadores, pandilleros, fríos asesinos, malcriados con toda figura de autoridad, que no respetan las normas de la sociedad. Sin embargo, nadie dice que estaban predestinados al fracaso porque son hijos de miles de braguetas irresponsables que solo los engendraron y que tampoco la sociedad líquida y ciega (la sociedad de las preocupaciones individualistas) hizo mucho para evitar la tragedia.

Foucault cuenta en su monumental obra La historia de la locura (1977), que durante la época del exquisito pensamiento racionalista de la Ilustración del siglo 18, se ordenó la construcción de hospitales exclusivamente para locos, tontos, herejes, delincuentes, rameras ya viejas y con ñáñaras sifilíticas, para ladrones de gallinas y burros, de pan  y papas, libertinos, homosexuales, machihembras,  mendigos, malvivientes y raros. Es decir, los excluidos sociales. Curiosamente, nunca internaron en uno de esos hospitales a un prestamista; ¡y tantos que había entonces!

Hoy nuestras cárceles están llenas de excluidos sociales, pero poquísimos se atreven sacar a la luz las verdaderas causas de eso. Pues como plantea el eminente sociólogo y psicólogo social inglés, Antony Guiddens, en sus obras La transformación de la intimidad (1995) y Un mundo desbocado (2001), a pesar de que la mujer aporta más esfuerzo que el varón para mantener la estabilidad familiar, la sociedad y los hombres la coaccionan más en tanto estos ofrecen menos atención y cuidados a los hijos. Así, los más jóvenes al entrar en un mundo donde el altruismo está en crisis, buscan y exigen placer inmediato, esto es, dinero y sexo fáciles pero sin ataduras.