1.- Precedentes conspirativos contra Trujillo.

Utilizando su creciente poderío militar, pero muy especialmente su bien ensamblado servicio de espionaje, anudado este al diplomático con milimétrica precisión, fue posible a Trujillo salir airoso de las expediciones de Cayo Confites y Luperón, en 1947 y 1949 respectivamente.

Cayo Confites, especialmente,  de no producirse las delaciones e infiltraciones que la condujeron a su fracaso, pudo ser el envite externo más contundente contra la tiranía, aunque ningún ejercicio de historia contrafactual- divertimento académico que conjetura sobre lo que pudo haber sido por contraposición a lo que aconteció realmente-, estaría en condiciones de determinar si la misma hubiera resultado triunfante contra la bien articulada maquinaria tiránica.

Es lo cierto, no obstante, que tras la ocurrencia de dos incursiones expedicionarias en un periodo de apenas dos años,  los aprestos defensivos  del tirano se  elevaron  a límites insospechados, acrecentándose la paranoia ante la amenaza externa y con ello la necesidad de afianzar la capacidad de respuesta de sus fuerzas armadas y su entramado de inteligencia en un entorno caribeño cada vez más volátil y sacudido por crecientes tensiones geopolíticas.

Aquellas complejas circunstancias no eran, por ende, terreno propicio para la conspiración civil ni militar contra el régimen, ni en el ámbito interno ni internacional. Justo es significar, no obstante lo afirmado, que desde los más tempranos comienzos de la tiranía, se fraguaron proyectos conspirativos, tanto de factura civil como militar.

Entre los primeros, se encuentran  los liderados por Leoncio Blanco, Aníbal Vallejo o Vásquez Rivera y en lo que respecta a la participación de civiles, el fracasado intento de asesinar a Trujillo en el año 1934 en el Centro de Recreo de Santiago, iniciativa en la que participaron, entre otros, Ángel Miolán, Juan Isidro Jiménez Grullón, Ramón Vila Piola, Francisco Augusto Lora, Hostos Guaroa Fèlix Pepín, entre otros connotados dominicanos.

En la década de 1940 del pasado siglo, destaca como la conspiración  militar  más significativa, la liderada  en mayo de 1946 por el  capitán Eugenio de Marchena, comandante de la compañía de artillería y ametralladoras  del Ejército Nacional. Su fallido propósito, fracasado por artera delación,  era el de  apoderarse de la fortaleza Ozama y desde esa posición estratégica extender la acción conspirativa, en un contexto de transitoria efervescencia democrática en que- tras la finalización de la segunda guerra mundial- el régimen de Trujillo se vio precisado, muy a su pesar, a permitir a regañadientes lo que el historiador Bernardo Vega ha denominado acertadamente como “El interludio de tolerancia”, entre los años de 1945 y 1946.

Unos trece años, aproximadamente, debieron transcurrir para el surgimiento de lo que propiamente podría denominarse la  antepenúltima conspiración  contra la tiranía, conocida como “La conspiración de los sargentos técnicos”. Le sucederían el “complot develado” del 14 de junio, como le denominara Rafael Valera Benítez, a principios de enero de 1960 y el golpe final, el  del 30 de mayo de 1961, apresto conspirativo exitoso, aunque sólo  en su primera fase, con la eliminación física del tirano.

Aún hoy se desconocen todavía muchos detalles sobre las incidencias y los actores de la conspiración de los sargentos técnicos , pero gracias a datos suministrados por el fenecido periodista Julio Bodden (Julito) y uno de los civiles que tomó parte en la conspiración, Carlos M. Nolasco, ha sido posible conocer aspectos de suma importancia relacionados con la misma.

2..- La delación, apresamiento y suplicio de los conjurados.

Aunque no se tiene una fecha precisa del momento en que se dio inició a la conspiración de los sargentos, fue en la mañana del 3 de septiembre de 1959, cuando el Servicio de Inteligencia Militar inició los primeros apresamientos de los conjurados.

El contexto en que la misma se produjo, estaba signado por la efervescencia libertaria suscitada por las expediciones del 14 y el 20 de junio de 1959.

La conspiración de los sargentos técnicos  tuvo su génesis en el mismo reducto inexpugnable del hijo del tirano, es decir, la Aviación Militar Dominicana, comandada celosamente por Ramfis Trujillo Martínez, pero en la misma hubo también participación de un conjunto importante de civiles.

Unos 16 soldados, aproximadamente, estuvieron involucrados en la trama, todos con estudios de aviación realizados en Panamá y adscritos a los diferentes cuerpos que integraban la poderosa aviación militar dominicana, especialmente en el batallón cazabombarderos y el batallón de caza Ramfis.

Al día de hoy no se dispone de la lista completa de los militares y civiles que participaron en la misma. El  líder de la misma lo fue  el capitán Miguel Cabreja  y  como parte de la misma  los sargentos Román Vargas (Varguitas), Carlos Manuel Segura Bueno, de Barahona, el  sargento mayor Ángel Miro Santana del Valle, los sargentos Espinosa, Mackay Rodríguez y Jáquez Bencosme, el Sargento Del Monte y Consuegra, el sargento Tejeda,  el cabo técnico Luis Noble Contreras y su hermano Pablo Noble Contreras, el cabo Pichardo así como los rasos técnicos De Óleo y de Óleo y Ortiz.

En cuanto a los civiles involucrados, unos veinte, aproximadamente,  tampoco se dispone, lamentablmente, de una lista completa, pero de entre ellos se conocen los  nombres de Enrique Pecci Montás, Carlos M. Nolasco,  Boanerges Antonio Ripley Lamarche, Joaquín del Villar Peguero, Rafael Franco Tavarez, Virgilio Hernández Peña, Doctor Adán Pujols y  Bolívar Almonte.

En cuanto a la participación de los conjurados civiles, su centro de conspiración estaba en la planta alta de del edificio número 71 de la entonces  Avenida Teniente Amado García Guerrero, donde funcionara la escuela comercial Eugenio María de Hostos.

Si la acción civil convenida consistía en producir, en horario no laborable,   detonaciones de  bombas en las escuelas y  agitar la propaganda lanzando panfletos contra el tirano, el plan conspirativo a nivel militar consistía en  llenar parte del tanque de gasolina de los aviones con azúcar y bronce molido. De este modo, tras remontar vuelo, se produciría el agotamiento del combustible y consiguientemente, al apagarse los motores, la precipitación a tierra de los mismos.

Determinadas informaciones consignan que utilizando el método antes descrito, los conjurados  lograron  derribar dos aviones vampiros, uno de los cuales terminaría precipitándose en Punta Caucedo y otro en los campos de aterrizaje de los aviones de la Compañía Dominicana de Aviación. No obstante, en más de uno de los conjurados, surgirían los naturales dilemas de conciencia con interrogantes moralmente comprensibles: los aviones eran pilotados por hermanos de armas, atrapados, como los conjurados, en la misma  tupida telaraña dictatorial. ¿Por qué tenían que ser ellos, por tanto, víctimas inocentes de la conspiración?

A las 11: 00 de la mañana de aquel fatídico 3 de septiembre de 1959, los esbirros del SIM llegaron hasta la residencia de la madre del  cabo técnico Luis Noble Contreras, en la calle El Conde.  El infernal suplicio comenzaría para los conjurados civiles, cuando un infiltrado delator invitó a Boanerges Ariosto  Ripley Lamarche a colocar una bomba en el restaurant Londres, situado entonces en la Avenida San Martin.

Ya los temibles agentes del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) estaban al acecho, conduciendo a Ripley Lamarche hasta la temible cárcel de torturas del kilómetro 9 de la carretera Mella. Allí le esperaba la terrible maquinaria del todopoderoso Servicio de Inteligencia Militar, cual fiera en acecho y hasta allí serían llevados sus  compañeros de conjura para posteriormente ser trasladados  en miserable estado a la cárcel militar de la base de San Isidro, lacerados por el suplicio inenarrable de los esbirros el régimen.

Al arribar, les esperaba el temible César Báez, jefe de la cárcel del 9, acompañado de Tavito Balcárcel, Tunti Sánchez y Léon Estevez, entre otros. Fuentes consignan que alrededor de ochenta personas fueron detenidas en las redadas orquestadas tras el develamiento de la trama.

Días después, serían conducidos a los antros terribles de la 40 y la Victoria. Eran unos 20 civiles. Los mismos serían sentenciados a cinco años de trabajo público por el delito de atentar contra la seguridad del Estado. Más terrible, en cambio, sería el triste final de los militares involucrados en la trama conspirativa.

Después de sufrir  indecibles torturas,  fueron sometidos a un consejo de guerra y enviados a la Victoria como presos comunes. Faltan aún muchos detalles para reconstruir lo sucedido, pero todo apunta a que una mañana, tal vez vísperas del cumpleaños del tirano, del año 1959,  se presentó hasta las rejas donde guardaban prisión  el Comandante de la penitenciaria de la Victoria, Coronel Horacio Frías.

Cumpliendo a pie juntillas con el ritual de la era, les comunicaba que el hijo predilecto del tirano, Ramfis Trujillo”, en “un nuevo gesto de su largueza y magnanimidad”, había decidido perdonarles si daban muestras sinceras de arrepentimiento, prometiéndoles, de igual manera,  que muy pronto regresarían  a sus hogares. Acompañaba dicha promesa, otra no menos halagüeña, consistente en informarles que, además de ser puestos en libertad, serían incorporados a la  legiòn extranjera, con un sueldo de $ 45.00 mensuales.

Cada veinte minutos era llamado uno de los prisioneros por el raso Familia, hasta que finalmente, todos fueron sacados de sus celdas. Sudoroso, el cabo Miguelito les dio la buena nueva de que debían estar listos, pues en la madrugada, del día siguiente, un camión les  buscaría para sacarles de la prisión. Sería la última ocasión en que se les vio con vida.

Pero muchas incógnitas quedan pendientes en torno al crimen de los militares participantes en el complot de los sargentos. ¿Dónde y cómo murieron? ¿Acaso quemados vivos, como inicialmente ordenara personalmente el tirano al visitar la cárcel del 9? ¿Fueron muertos por el abominable Cabo Moreta, el raso Familia y Olivero?

Sólo se sabe que para orquestar la farsa, en la tarjetas de la penitenciaría los militares asesinados figurarían como prófugos lo mismo que se conoce que el cabo delator sería posteriormente ascendido a sargento y luego a teniente, de forma meteórica, llegando a ser comandante del destacamento de Haina Mosa, para luego ser trasladado a la fortaleza Ozama. Destituido, tras la caída de la tiranía, puso los pies en polvorosa huyendo al extranjero.

Sabido es, además, que los familiares de los militares nunca podían verlos cuando iban a visitarles. El dramatismo de aquel doloroso e insufrible calvario lo relata Carlos M. Nolasco con una escena que no podría olvidar nunca:

Desde las rejas del penal de la Victoria, uno de los militares encarcelados alcanzó a ver a su esposa llevando en brazos a su hijito recién nacido, a quien no conocía, pues el alumbramiento de su cónyuge se produjo cuando ya guardaba prisión. “¡Mira, trajo mi hijo que no conozco! Quiero que me dejen conocerlo y abrazarlo antes de que me maten”, expresó a Carlos, al tiempo de estallar en un llanto profundo e indetenible que hizo más patente el aire fúnebre de aquellas paredes gélidas y nauseabundas.

Aquel día de horror y desconcierto, como tantos,  a Carlos le fue imposible comer.