Pienso que en todo lector existe cierta dosis de masoquismo, cierta inclinación por el sabor agridulce del dolor ajeno. Lo comprobé mientras leía El Colgajo de Filippe Lançon.
De ciertos libros hay tanto que decir que uno no sabe qué decir; pero algo habrá que decirse de esta obra que lo mínimo que produce es un estremecimiento de consciencia, un revolcón espiritual, un tumulto de sensaciones sublimes y, de alguna forma, escatológicas.
Empecemos haciendo un poco de historia. El 7 de enero de 2015 los hermanos Chérif y Saïd Kouachi irrumpieron en la sede parisina de Charlie Hebdo, una revista satírica, y comenzaron a disparar durante un minuto y cuarenta y nueve segundos. Hubo doce muertos y once heridos. Entre los sobrevivientes se encontraba Filippe Lançcon, quien en El Colgajo narra las horas dramáticas que siguieron al atentado y sobre todo su proceso de rehabilitación, su vía crucis por diversos centros hospitalarios, y su intento por recobrar una vida que jamás volvería a ser la misma. Cuando se ha sufrido una agresión de tal magnitud es la memoria la que juega en contra de la víctima; y, para desgracia de la víctima, la memoria casi siempre queda intacta al sufrir una situación de violencia desmedida.
De Paula a El Colgajo
No he sido un lector constante de las obras de Isabel Allende. Escribe demasiados libros. Y cuando un autor es muy prolífico termina repitiéndose. De las obras de Isabel Allende siempre recuerdo Paula. Y la recuerdo porque es una novela autobiográfica cuyo tema central es el coma que sufrió su hija Paula tras enfermarse de porfiria. Mientras su hija permanecía ingresada en un hospital, Isabel Allende emprendía la escritura de esta obra, que sobresale en su legado. Y sobresale por su poder de persuasión; esto es, por su verosimilitud, ya que la autora narra un hecho real, que le tocó vivir en carne propia, y logró transmitir en la obra esa honda conmoción que le provocó la enfermedad de la hija, que falleció unos tres años después de haber sido ingresada.
En el caso de El Colgajo, Pilippe Lançon nos da un recorrido por su proceso de rehabilitación, luego de que el día del atentado en la revista Charle Hebdo un balazo le destrozara la mandíbula, además de causarle varias heridas en ambos brazos. Es un calvario que este escritor francés narra con la maestría que requieren las grandes obras literarias, aquellas que pueden ser leídas en su idioma original pero también en muchas otras lenguas, sin que su fuerza disminuya, sin que su poder de persuasión sufra menoscabo.
Dice Pilippe Lançon, citando a otro escritor, que el enfermo teme a la noche como el hombre a la peste. Para él, las noches eran episodios infernales. Dormía muy mal, a pesar de la morfina y otros tantos medicamentos que le suministraban para calmarle el dolor y ayudarle a dormir.
Mientras sufría con sus terribles dolores, un par de policías uniformados custodiaban su habitación porque había sido víctima de un acto terrorista. Al paso de los días se acostumbró a su presencia, al extremo de que, cuando un tiempo después le retiraron la custodia, se sintió traicionado. También se aclimató al ambiente de los hospitales y rehuía volver a la cotidianidad perdida.
Para rehabilitarle la mandíbula le extrajeron el hueso del peroné del pie derecho, y fue un visitante recurrente a las salas de cirugía, con sus anestesias generales y locales. Al volver de su viaje por los parajes de la inconsciencia, solo anhelaba, al abrir los ojos, encontrarse con un rostro conocido.
Durante la narración del proceso, el autor nos habla de sus médicos y enfermeras; habla con tanta devoción y casi idolatría de una cirujana que se llama Chloé, que es difícil no llegar a enamorarse de esta mujer, perfeccionista, distante y cercana, que él la imaginaba con serios problemas para relacionarse.
Pero El Colgajo no es solo un libro de lamentos y pesares; en medio de su escritura, Pilippe Lançon nos da a conocer sus gustos literarios, su pasión por el teatro, por el cine, por los amigos y la familia. Nos cuenta sus amores y su predilección por las mujeres latinas. Primero se casó con una cubana, Marilyn, y luego estableció una relación con una chilena, Gabriela.
Nos habla de la Francia que ha creado guetos, como el de los antiguos habitantes de sus colonias, de la sinrazón política de su patria, del desvarío de la derecha y la división de las izquierdas. En un momento en que se refiere a los dos perpetradores del atentado, los llama pobres personas, hijos de la República francesa. No se deja arrastrar por el odio o el rencor que debería sentir un hombre al que han masacrado en nombre de creencias religiosas. El trabajo del escritor consiste en no dejarse apabullar por sus sentimientos y tratar los temas, por muy espinosos que estos sean, con cierta distancia crítica y ética.
En cualquier página del libro, el autor nos muestra su fascinación por Kafka; su gran admiración por Marcel Proust y su monumental En Busca del Tiempo Perdido, así como su devoción por La Montaña Mágica, de Thomas Mann. Pero sobre todo se refugia en Franz Kafka para no perder la perspectiva de una realidad absurda y alucinante.
Es difícil seleccionar algunos pasajes del libro para transcribirlos, porque está lleno de gran literatura, de una prosa llana pero enjundiosa y elegante.
Pero me tomaré la licencia de mostrar algunos pasajes, consciente de que la literatura es altamente subjetiva. En el capítulo titulado El mal del paciente, dice: “Los recuerdos de la vida después del atentado tenían los nervios intactos, pero los recuerdos, como los nervios, vuelven a crecer sin orden ni concierto”.
“Uno no se libra del infierno en que está, no hay forma de destruirlo. Yo no podía eliminar la violencia que me habían infligido ni tampoco mitigar aquella que trataba de mitigar los efectos de la primera”.
Una noche, Pilippe tenía previsto asistir al teatro, pero un severo estreñimiento le impedía evacuar y tenía el estómago como un globo. Se alimentaba por medio de una sonda gástrica. “Me levanté y me puse a dar vueltas en la habitación como una fiera, mientras pensaba, tienes que cagar, tienes que ir al teatro, tienes que cagar, tienes que ir al teatro. El dolor iba a más, me puse a contar mis pasos en voz alta. Ornella volvió y me dijo que estaba pálido. Me tomó la tensión, la tenía bastante baja. Por fin llegó la nueva lavativa. Me tumbé de lado y le pregunté si me la podía aplicar. Sonrió, de nuevo con cara de circunstancias, y me dijo: “Preferiría que lo hiciera usted solo”. Sentí vergüenza, pero también gratitud. Ornella me recordaba aquel sentimiento que podía parecer absurdo en un lugar como aquel, pero no lo era en absoluto: el pudor. Allí, el pudor no era una cuestión moral o decoro: era un acto terapéutico. Si la falta de pudor hubiera mejorado mi estado, no habría mostrado ninguno”.
Dice Antonio Muñoz Molina: “Hacía tiempo que no me subyugaba tanto un libro como el que escribió Pilippe Lançon. Yo también digo lo mismo.