“En política sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela”-Antonio Machado (padre).
Cada cuatro años, el 16 de agosto, cuando comienza un nuevo mandato presidencial en la República Dominicana, las expectativas y tensiones se disparan en las oficinas gubernamentales. Esta dinámica no discrimina entre aquellos que pertenecen al mismo partido en el poder que inicia un segundo periodo constitucional. Sus miembros, colaboradores y simpatizantes igual se ven atrapados en una vorágine de inseguridad, ansiedad y nerviosismo. Esto se debe a que cada nuevo líder trae consigo a su propio “equipo de confianza”, lo que inevitablemente conlleva la remoción de muchos de los que están en funciones, especialmente en áreas clave como planificación, administración, compras y determinadas unidades misionales.
Cuando el poder cambia de manos y un nuevo partido asume la conducción del gobierno, la situación se torna aún más crítica. Miles de servidores públicos son arrojados a la incertidumbre, muchas veces sin considerar sus méritos técnicos, trayectoria profesional, logros obtenidos en el cargo, reconocimientos y certificaciones. En estos casos, las promesas electorales se cumplen, no en la forma de transformaciones estructurales que mejoren el bienestar general, sino en la forma de favores devueltos, otorgando a los cercanos de confianza puestos y funciones dentro de la Administración en todos sus niveles.
Las prácticas clientelares no respetan los méritos acumulados, la honradez comprobada, el servicio abnegado ni las contribuciones documentadas. Predominan los criterios basados en el favor del voto, los servicios prestados durante la campaña, el financiamiento brindado, la priorización de las necesidades y apetencias de partidarios, las recomendaciones de correligionarios y las interferencias e influencias ocultas. En este contexto, los servidores de carrera se convierten en el blanco de acoso, marginación y soledad, enfrentando el aislamiento y la sustitución sin ser formalmente destituidos, hasta que la presión permanente y cruel los lleva a renunciar.
Para muchos, el clientelismo es un fenómeno intangible, un fantasma, pero en realidad sigue presente de manera descarnada en todos los ámbitos, convirtiéndose en un componente aceptable de la cultura política dominicana. Su capacidad de transformación es notable; se reinventa en cada período constitucional, adoptando nuevas formas que le permiten sobrevivir y consolidarse. Aunque se percibe como un mal, su naturaleza cambiante y su capacidad para favorecer a diferentes sectores sociales, lo mantienen como una realidad descarnada e ineludible.
El clientelismo es un fenómeno complejo, difícil de definir en términos que satisfagan a todas las disciplinas académicas. Se le describe como un intercambio asimétrico, un trueque de bienes y servicios por apoyo político y votos, o una relación de patronazgo entre un líder y sus seguidores. El intercambio puede ser de bienes materiales o inmateriales, y se adapta a las realidades de cada período. Lo esencial es que sus mecanismos de movilización, centrados en la obtención de votos mediante promesas programáticas o verbales, son dinámicos y abarcan desde la priorización territorial en la distribución de bienes públicos hasta la compra de votos y el uso selectivo de programas sociales.
La realidad es que el desplazamiento masivo de servidores públicos, sin consideración por sus méritos profesionales o antigüedad, es una de las manifestaciones más evidentes del clientelismo en la República Dominicana. Este fenómeno, en sus diversas formas, tiene un impacto profundamente negativo, especialmente en la continuidad de las políticas públicas y en la preservación de las competencias necesarias para su ejecución. Es la mayor maldición del sistema político dominicano y una de las principales causas de su escaso rendimiento en la solución de los problemas ancestrales de la sociedad dominicana.
En definitiva, el clientelismo es un cáncer que debilita la estructura del Estado dominicano, erosionando la meritocracia y perpetuando un ciclo de ineficiencia y corrupción. Su persistencia no solo compromete la calidad del servicio público, sino que también socava la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Para romper este ciclo, es necesario un compromiso firme con la reforma institucional, que priorice el mérito y la competencia sobre los favores políticos, y que finalmente conduzca a un sistema político más justo, eficiente y orientado al bienestar colectivo.