No voy a entrar en un debate sobre la ética de los gobernantes, solo quiero decir que arrasar elecciones, ganar popularidad o ser el epicentro del clamor de masas macilentas que venden su voto por un mendrugo de pan, no es una patente de corso para hacer trizas la Constitución.

 

Las decisiones de un gobernante pasan por el tamiz de la legalidad constitucional; es decir, sus actos, están sujetos al procedimiento y las formalidades que establece la Carta Política para su legitimación democrática.

 

No es necesario  enredarnos en entuertos bizantinos sobre la interpretación de las leyes, la doctrina o el Código Civil para determinar el grado de filiación que configura el nepotismo como una práctica lesiva al interés ciudadano.

 

Rafael L. Trujillo fue amo y señor de esta media isla. Sus hermanos Héctor y Petán, sus hijos Ranfis, Radhamés, Angelita, su esposa María Martínez  y una larga ralea de familiares y esbirros de la misma laya que él iban y venían en los puestos del Estado al antojo y capricho del todopoderoso sátrapa.

 

Esa era una práctica que distaba de su predecesor, Horacio Vásquez, y su consorte, doña Trina De Mayo, cuyas vidas no fueron referentes para la extensa prole depredadora trujilloniana.

 

Juan Bosch, prócer de las letras y artífice de la democracia dominicana, se hizo tributario de una estirpe de hombres públicos que supo separar la vida familiar de la política, manteniendo a raya a sus parientes y allegados.

 

Se puede afirmar, sin tapujos, que el título más alto que ostentó Bosch no fue el de Presidente de la República, sino el de ciudadano.

 

Fernando Beláunde Terry, en Perú, Rómulo Gallegos, en Venezuela, y José Figueres, en Costa Rica, fueron sus coetáneos, compañeros de sueños, y como él, supieron inocularse para no padecer esa enfermedad del autoritarismo rapaz latinoamericano.

 

Trujillo, Pérez Jiménez, Perón, y ahora Fidel y Raúl Castro, Daniel Ortega, Cristina Fernández y Nicolás Maduro, son líderes autocráticos que representan la antítesis de ese perfil de políticos  que creían en la alternabilidad democrática.

 

Si no se define una ética de la política, los gobernantes corren el riesgo de caer en los contornos mágico-realistas de Francois Duvalier (Papa Doc), quien creó en la Constitución haitiana una presidencia hereditaria que a su muerte legó el poder a un mozalbete de 17 años que lo único que sabía hacer era beber “tafiá”, parrandear y asesinar personas.

 

Alejo Campemtier retrató  con singular barroquismo en El Reino de este Mundo los devaneos principescos de nuestra clase política y Gabriel García Márquez, en Cien Años de Soledad, creó un Macondo que es una vívida imagen de nuestra hiperbólica vida institucional.

 

¡Cómo olvidar al ciudadano Juan Bosch!