Sin broma, me encanta observar y escuchar las destrezas, especialmente comunicativas, que muestran los curanderos y terapeutas en los infomerciales y los programas de radio. ¡Y de los políticos, ni hablar! El mundo está lleno de alquimistas y artistas de la palabra. Pero también, por el rumbo incierto del mundo, deambulamos nosotros, con todos nuestros vicios peculiares. Por nuestra alergia a los mitos y cuentos de hadas, se nos tacha de “nihilistas”. Somos los rastreadores que no podemos dejar de sacudir el aire sospechoso que tienen las palabras. Estamos más cerca de la duda que de cualquier otra cosa. Por nuestra peculiaridad, somos percibidos como tipos toscos de lengua prosaica y prosa pedestre. Se nos estima de poco fiar.
Somos “los ciudadanos insanos” que describió el intelectual y escritor puertorriqueño Juan Duchesne Winter. A diferencia del ciudadano consensual de la sociedad civil, el ciudadano insano es incorregible, impublicable e irremediable. Con su cédula de ironía, este anti-estratega se la pasa a la deriva en vagabundeo sistemático contra las corrientes políticas y las modas sociales, cuestionándolo todo.
Antes que nada, definamos nuestros términos. Según el diccionario de la RAE, el término “escepticismo” subsume a las palabras “duda” y “desconfianza”. Pero, el intercambio de estos términos o su uso impreciso produce confusión y no hace justicia a los puntos de vistas únicos ofrecidos por las y los pensadores radicalmente inconformistas. Y aún más, hay distintos tipos de escepticismo: positivo, negativo, racional, dogmático o mitigado. Por lo tanto, merece la pena precisar al grado posible.
El sentido de escepticismo que hemos heredado se deriva de la palabra griega “sképtesthai”, que significa cuestionar o indagar, pero, de hecho, abundan los distintos tipos de escepticismo. Es preciso distinguir entre el escepticismo como la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo y el escepticismo como una práctica disciplinada de pensadores antiguos y modernos, opuestos al dogmatismo.
La práctica en sí consiste en afirmar que la verdad no existe o que, si existe, las criaturas humanas son incapaces de conocerla y por lo tanto deberíamos, ante todo, suspender el juicio. Particularmente, el escéptico clásico resiste dejarse llevar por las apariencias de las cosas. En teoría, esta resistencia le permite llevar más lejos su investigación de los fenómenos y problemas, le impulsa a agotar las posibilidades.
Nunca pisamos fuerte con nuestras palabras. Nuestro acento es inclasificable y eso nos marca como gente de ninguna parte, gente sin atributos. Sin embargo, sí constituimos una comunidad peculiar, la comunidad del “aún no” y “ya, veremos”. Pertenecemos a la comunidad del escepticismo sonriente y risueño (¡amen de nuestro fundador Pirrón!). Nos cobija, por así decir, a una terrible desilusión con respecto a la capacidad explicativa y persuasiva del lenguaje.
Dudamos de las palabras (incluyendo las nuestras) y de todo orden narrativo. Consideramos que la multiplicidad de los fenómenos y experiencias y nuestra condición fraccionada escapan al alcance de cualquier esfuerzo de teorización o hilo narrativo. Dejándonos llevar más por nuestra intuición y la experiencia, nadamos contra las corrientes del discurso y del mundo. Al contrario de los propagadores expertos del discurso, buscamos mirar, escuchar, contemplar y conectar con el mundo, sin la necesidad de pintarlo con los colores de nuestras voces.
Sin ser totalmente ajenos a la seducción del lenguaje, somos conscientes de que nuestra forma de vivir, contra la corriente de la palabra, es exigente e implica la aniquilación de la mayor parte de nuestra vida psíquica y social. Sin embargo, ¿sería la aniquilación de nuestra vida socioafectiva tan gran pérdida? En efecto, corremos el riesgo de ser olvidados. Pero, acaso, esa sea la clave, el querer ser olvidado. Para la biodiversidad y la salud ecológica del planeta, olvidarse de uno mismo es seguramente lo más sano que puede hacer un ser humano.
Lo nuestro se trata de una especie de escepticismo vital, que, paradójicamente, encarna la cultura del “yo” y, a la vez, mitiga la cultura del “yo sé mejor que nadie”. Si son muchas las utopías posibles, entre ellas debe contar nuestro escepticismo rigurosamente risueño, nuestro esfuerzo perenne, la utopía del ensayo. No poseemos la oración de las siete potencias del amor ni tenemos las curas para los males de la sociedad, pero seguiremos buscando.