De niño, creciendo en la India, nuestros libros de historia mencionaban que Cristóbal Colón descubrió América mientras intentaba llegar a la India. La impresión que este dato dejó en mi joven mente era que Colón había llegado a Norteamérica. Desde aquel momento, tuve que esperar casi tres décadas para darme cuenta de que Colón nunca navegó más allá de la isla de la Hispaniola, la cual había nombrado él mismo. Casi dos siglos después de su llegada, cuando las potencias europeas competían por los recursos y riquezas del "nuevo mundo”, esta isla de considerable tamaño se encontraría dividida entre dos pequeñas naciones, la República Dominicana y Haití.
Guardada en una esquina del mar Caribe, la Hispaniola no era un lugar que despertara mi interés hasta que me mudé a Londres para trabajar en la BBC y conocí a una persona de la República Dominicana, quien se convirtió en una de mis amigas más cercanas allí. Durante nuestro primer encuentro en el curso de capacitación de la BBC, María Esperanza mencionó que era de República Dominicana. Dejando ver mi ignorancia, pregunté dónde quedaba. Ella dijo que estaba en el Caribe.
A pesar de mi amplia curiosidad por el mundo y de haber sido un ávido lector durante mi juventud, mi conocimiento sobre el Caribe se limitaba al criquet. Al igual que millones de jóvenes indios, yo, en mi juventud, estaba cautivado por el “Calypso Cricket” de los jugadores de las Indias Occidentales. Me tomaría unos años más para caer en cuenta de que las Indias Occidentales no era un país sino un grupo de islas anglófonas del Caribe, todas antiguas colonias británicas, que jugaban criquet como un equipo. Por igual me enteré de que Calypso no formaba parte de la jerga del cricket, sino que era un género musical afrocaribeño. Y luego descubrimos la versión de Jamaica Farewell popularizada por Harry Belafonte. Eso era todo lo que el Caribe significaba para nosotros. Ignorábamos que existía toda una parte del Caribe que era hispanohablante.
Al crecer en la ferozmente izquierdista Bengala en las décadas de los 1960 y 1970, en una familia de tendencia izquierdista, por supuesto estábamos al tanto de Cuba. Castro y Che eran nombres que todos conocían. La revolución cubana y la valentía con la que se enfrentó a la “hegemonía estadounidense” nos impresionaba. Pero no asociábamos a Cuba con el Caribe; era América Latina para nosotros.
En ocasiones María Esperanza se refería a sí misma como mulata -una persona de ascendencia africana y europea-, un término que me era conocido, gracias a mi familiaridad con la literatura latinoamericana. Su color de piel era similar al mío. Al leer sobre el predominio de los jugadores de criquet negros en el equipo de las Indias Occidentales tomé conciencia por primera vez de la esclavitud durante la era europea de la colonización, cuando los africanos fueron llevados a esas islas, encadenados, para fundar las rentables plantaciones de caña de azúcar y banano.
María Esperanza creció en la capital de República Dominicana, Santo Domingo, y trabajó allí como periodista antes de venir a Gran Bretaña, justo antes de que me uniera a la BBC y me mudase a Londres desde mi ciudad natal de Calcuta, en el este de la India.
Mi hijo tenía más o menos ocho años en esa época. Poco después de llegar a Londres, se obsesionó con memorizar los nombres de las capitales de los países alrededor del mundo. Esto fue tal vez el resultado de un excelente atlas mundial que le había comprado. Aparte de los mapas, el atlas tenía una lista de los nombres de las capitales de 195 países. Se convirtió en un juego entre nosotros, él memorizaba una sección a la vez y yo tenía el rol de moderador nombrando los países al azar mientras él los emparejaba con sus capitales. Como la D estaba arriba en el orden alfabético, República Dominicana se presentó en las primeras semanas de nuestro juego. Él respondió sin demora “Santo Domingo” cuando le pregunté la capital de República Dominicana. El nombre resonó en mí mientras me acordaba que mi nueva amiga María Esperanza venía de esa ciudad.
Mi amistad con ella me dio la oportunidad de aprender más sobre República Dominicana durante la próxima década y media. Aprendí sobre las invasiones a República Dominicana por los Estados Unidos en 1916 y en 1965. Algunos años más tarde, un amigo autor oriundo de Kashmir que vivía en Londres, me introdujo a Junot Díaz, el novelista y escritor de cuentos dominico-estadounidense. Para ese entonces Díaz había sido reseñado por la prensa inglesa y sus escritos se discutían mucho en Gran Bretaña.
Mientras hablaba de Díaz con María Esperanza, ella me explicó la estrecha relación entre la República Dominicana y los Estados Unidos de Norteamérica, en particular con Nueva York, donde muchos de sus familiares cercanos vivían. Me dijo: “¡Puedes pasar toda tu vida vivienda en los vecindarios dominicanos de Nueva York, donde vive mi mamá, sin hablar inglés dado que allí todo el mundo habla español!” Por medio de la novela de Díaz, La breve y maravillosa vida de Oscar Wao, su colección de cuentos, Drown, y mis múltiples conversaciones con María Esperanza sobre la actualidad en la República Dominicana, me empecé a hacer una idea del país. Sentía que su geografía, su clima y su gastronomía no serían muy distantes de mi Bengala.
Alrededor de esa fecha, me planteé realizar un viaje a la región. Ansiaba visitar a Cuba desde hacía años, pero sentía que era necesario que me acompañara alguien que hablara español para poder superar la barrera del idioma. María Esperanza por igual tenía muchos deseos de viajar a Cuba, lugar que, a pesar de ser un país vecino, nunca había intentado visitar. Ya que visitábamos la región, no quise perder la oportunidad de conocer la República Dominicana. Tenía interés de confirmar si la imagen que me había formado de aquel lugar era correcta o no.
Renuncié a mi trabajo en la BBC y me mudé a Delhi en el año 2013, pero continuamos planificando hacer aquel viaje durante mis estadías por Londres o durante la ocasional videollamada entre ambos continentes. Finalmente, el plan se materializó en el año 2018.
Casi logramos concretizarlo para la época de septiembre-octubre de 2017, pero justo antes de comprar nuestros boletos María Esperanza me comentó, por videollamada, “¡Nazes creo que deberíamos mover el viaje a inicios del año próximo dado que septiembre-octubre es la temporada de huracanes!”
Recordé cómo, mientras trabajaba en la sala de prensa de la BBC, la temporada de huracanes en el norte del atlántico y el mar Caribe era un tema habitual en nuestra agenda. Viniendo de Bengala, que se sitúa al norte del Golfo de Bengala, nosotros también teníamos una temporada de ciclones. Estaba al corriente de la fuerza devastadora de estas severas tormentas oceánicas dado que estuve atrapado en uno de los peores ciclones del 1988, mientras atravesada en bote el bosque de manglar de Sundarbans, localizado en el delta del Ganges.
Dado lo anterior, no hubo que persuadirme para mover los planes hasta febrero del año siguiente. En septiembre, agradecí a María Esperanza cuando el huracán Irma, uno de los más devastadores, azotó la región, arropando la República Dominicana y causando estragos en Haití y Cuba. Si ella no habría sugerido el cambio, hubiésemos aterrizado en medio de una calamidad.
Luego de pasar 12 maravillosos días en Cuba, estábamos de camino a Santo Domingo. Sin embargo, el recorrido inició con un percance. Luego de llegar al aeropuerto de la Habana, caímos en cuenta de que la aerolínea, en la cual nos había reservado la agencia de viajes, había quebrado, dejando de operar al menos unas semanas antes. Nadie nos había informado. Luego de vacilar de mostrador en mostrador, logramos obtener dos boletos en un vuelo que saldría dos días después. Eso significaba que deberíamos acortar nuestra estadía en la República Dominicana por dos días, dado que nuestros boletos de regreso no eran modificables.
En el vuelo hacia Santo Domingo ella me comentó que, debido al imprevisto, no nos sería posible visitar Samaná. Ella había incluido a Samaná en nuestro itinerario dado que yo tenía mucho interés en fotografiar allí la vida silvestre, una pasión que había desarrollado en años recientes. Se suponía que iríamos a Samaná a ver las ballenas. Lamentablemente, hubo que cancelar esa parte del viaje. Sin duda alguna fue una pena, pero no me arrepentí de haber pasado más tiempo en Santo Domingo.
Dado que ella tenía familiares en Santo Domingo, era obvio que María Esperanza quisiera pasar tiempo con ellos. Coordinó para que yo me quedara con una de sus mejores amigas de sus días universitarios, la eminente antropóloga Fátima Portorreal. Mi estadía no pudo ser mejor. Fue una experiencia única.
El apartamento de Fátima era como un pequeño museo. Numerosas estatuas totémicas, de varios tamaños y formas, y pinturas de los arahuacos y los caribes – dos de los principales pueblos originarios de la región – adornaban todo el apartamento. Fátima no hablaba inglés y yo no hablaba español. Apoyándonos en las traducciones simultáneas de María Esperanza y de algunos de sus estudiantes, quienes hablaban inglés perfectamente, adquirí conocimientos sobre estos grupos amerindios y sobre cómo fueron diezmados por los “conquistadores” españoles, desde la llegada de Colón a la isla. Me enteré de que el gentilicio caribeño tenía su origen en los caribes.
Ella vivía con sus gatos, unas cuantas aves enjauladas, muchas plantas, un par de peceras, en una casa llena de libros. Había libros apilados en el piso de la habitación de visitas en la cual dormía. ¡Literalmente tenía que cruzar por encima de una pila de libros para llegar a mi cama! Flotaba en aquella habitación, ese inigualable olor a libros, nuevos y viejos. El olor me era familiar. Dormir rodeado de libros y de su olor me remontó a mis años de universidad cuando vivía en la casa de mis parientes en Calcuta. Mi tío era un bibliófilo que compraba libros de manera compulsiva y acumuló una biblioteca personal de alrededor de treinta mil volúmenes. Mi habitación en su casa estaba decorada con estantes de libros y regularmente pasaba las noches tomando libros de estos y leyéndolos. Lamentablemente, no podía leer los libros en aquella habitación de Fátima dado que estaban en español.
Al igual que Octavio Paz, durante su estadía en la India como embajador de México en Delhi empezó a notar similitudes entre la India y México en formas mucho más sutiles, yo también empecé a observar similitudes entre aquella pequeña nación insular, al otro extremo del mundo, y mi tierra natal, situada en la cuenca del Ganges. Similitudes más allá de las del paisaje, la comida, la vegetación, y la arquitectura colonial, que ambas heredaron de sus colonizadores. Similitudes más gráciles. Sentí como en un momento particular de la historia, desde el mismo tipo de estructura social y formativa, éramos iguales. Y todo eso sucedió en el apartamento de Fátima.
El hogar de Fátima era similar a una “casa abierta” por la cual pasaban todo el tiempo sus estudiantes actuales y de diferentes generaciones anteriores. Estos entraban y salían sin restricciones; tenían acceso a su cocina; traían comida para compartir y la preparaban juntos. Hablaban; reían; compartían sus penas; debatían acerca del mundo. Era un lugar de intercambio y debate.
Aquella experiencia me recordó mi hogar en Calcuta a mediados de la década del 1980, el cual era muy similar. Un lugar donde todo el mundo era bienvenido. No me era posible llevar la cuenta de quién llegaba y quién partía. Cocinábamos juntos. Los amigos llegaban a medianoche, y empezábamos a cocinar una vez más. Compartíamos ideas. Hablábamos de política y discutíamos todos los temas bajo el Sol.
Vi todo aquello suceder, una vez más, treinta años después al otro lado del globo y en otro idioma. El mundo es en efecto un círculo.
Traducción del inglés al español por Ana Ferrand
“El círculo” fue redactado para el blog cultural de la Embajada de la República Dominicana en la India, y publicado en inglés y bengalí, el 1 de octubre de 2021.
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