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El puente Ozama destruido por el ciclón San Zenón . Foto publicada en la Revista Ahora.

Introducción

El pasado martes 3 de septiembre del 2024 se cumplió el 94 aniversario del temible y devastador ciclón de San Zenón, “el de más extendida fama”, conforme afirmara Don Vetilio Alfau Durán.

La furia terrible de San Zenón, con velocidad de unas 180 millas por hora, se ensañó sobre la ciudad de Santo Domingo y sus barrios más emblemáticos (Santa Bárbara, Villa Francisca, San Antón, San Miguel, San Lázaro, San Carlos, Ciudad Nueva y la zona residencial de Gazcue y la avenida independencia) causando estragos inusitados que, conforme cifras aproximadas,  dejaron la dolorosa secuela humana de unos 4, 500 mil muertos y más de 20 mil heridos, en un espacio citadino que albergaba entonces unos 70 mil habitantes y cuyas viviendas eran, fundamentalmente, de madera y zinc.

El precedente más próximo de la  furia ciclónica  lo tenían los habitantes de la vieja ciudad en el famoso “ciclón de Lilís”, ocurrido el 22 de septiembre de 1894, al día siguiente de regresar del Cibao el presidente Ulises Heureaux (Lilís), fenómeno atmosférico que a decir del historiador Bernardo Pichardo: “echó por tierra los castillos, arcos, iluminaciones, trofeos, etc, que el elemento oficial, sus amigos y las colonias extranjeras habían preparado en su honor”.

Los habitantes del Cibao recordaban los daños inmensos infligidos por el famoso ciclón de “San Severo”, ocurrido entre el 6 y el 9 de noviembre del año 1909, cuyos daños materiales fueron inmensos, muy especialmente en Guayubín, fenómeno que como recordara el historiador Manuel Ubaldo Gómez, hizo fracasar la revolución de “ Los Recortados”, de la cual formaban parte, entre otros, Zenón Toribio y Francisco Espaillat de La Mota, que “ recalaron de arribada forzosa a la costa de Haití, de donde fueron expulsados”.

Pero ninguno de los precitados ciclones, de los ocurridos  entre finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, puede parangonarse con San Zenón, ocurrido apenas 17  días después, como una especie de pesaroso augurio, del inicio de la terrible era de Trujillo.

Ciudad Nueva
Una muestra de los estragos del ciclón San Zenón en Ciudad Nueva. Cruce de las calles Pina y Avenida Mella. Al fondo, el edificio Gómez, construido en 1929, un año antes de San Zenón. Foto publicada en la Revista Ahora

Existen destacadas  publicaciones y estudios sobre San Zenón, como es el caso de los que han realizado, entre otros, el Lic. Ramón Lugo Lovatón, el Ing. Ulises García Bonnelly y, hace unos años, el Dr. Frank Moya Pons, quien dio a la luz en el año 2007  un trabajo valiosísimo titulado “El ciclón de San Zenón y La "Patria Nueva": reconstrucción de una ciudad como reconstrucción nacional”, publicado por la Academia Dominicana de la Historia, donde analiza con mano maestra, entre otros aspectos, la importancia de esta catástrofe natural en la consolidación temprana del mito de Trujillo como el hombre providencial.

Vivía entre nosotros, cuando ocurrió la tragedia de San Zenón, el destacado intelectual y periodista Horacio Blanco Fombona, venezolano ilustre que junto a sus hermanos Rufino, Haroldo y Oscar, entre otros familiares, hicieron de nuestro país su segunda patria y por cuya libertad y dignidad, como la de su patrio suelo  y toda América, lucharon con denuedo y entrega admirable.

En agosto de 1929 dio a la luz Horacio  la importante revista “Bahoruco”. Su agudeza y vivacidad de intelectual y periodista recogieron y plasmaron en trazos admirables, en un interesante reportaje publicado por aquellos días de San Zenón, sus vivencias de aquellos momentos dramáticos. El mismo se comparte ahora, a continuación, como evocación de aquellas horas angustiosas en que el luto y el dolor se enseñorearon de la capital más antigua del nuevo mundo.

 El Ciclón del 3 de Septiembre

La ciudad indiferente.- La ciudad que se angustia.- La ciudad que se cae. –La ciudad en ruinas. Impresiones de un reportero

 Horacio BLANCO FOMBONA

 La ciudad no alegre; pero sí confiable.

 3 de setiembre.- Mañana lluviosa y ventosa. La temperatura ha descendido. Yo trabajo, contra mi costumbre, con el saco puesto.

 A las doce se marchan los empleados bajo ventisca. Creo que caen parcamente copitos de nieve que se deshacen en el aire. A la puerta de “BAHORUCO” aguardo en vano a que pase un auto vacío que me conduzca a casa. Tengo que llegar a la calle de Isabel la Católica y aún, bajo las ráfagas del viento y de lluvia espero a que pase uno desocupado. Los pocos que transitan van llenos.

 Al fin consigo un vehículo. El viento ha deshojado y desgajado los árboles del Parque Colón. Las calles mojadas y casi desiertas. En el auto se siente aún más el frío y la humedad.

 En casa se quejan de lo molesto del viento y de la lluvia que anega las habitaciones.

 Se sirve el almuerzo. A la una y media el viento y el agua arrecian. Entonces resuelvo no ir a la redacción de “BAHORUCO” hasta que no cese el temporal. Ni yo ni los míos estamos alarmados. La advertencia de los periódicos de que un ciclón podía visitarnos nos parece a todos asaz hipotética. Hay la tradición de que esta ciudad de Santo Domingo es impropicia a los ciclones. El más fuerte que recuerdan los ancianos, es el llamado ciclón de Lilís y casi no hizo estragos.

El este, el sur, el norte, son azotados frecuentemente por temporales; pero la Ciudad Primada no. Confiados en esa secular galantería de los elementos para con la abuela de América, aguardamos a que todo pase, sin sospechar que este es el principio de la mayor tragedia que registra la historia de la ciudad capital.

 Aprovecho el forzoso descanso para dormir la siesta. Al levantarme infórmame mi esposa de que el viento ha seguido en aumento y que las ventanas quieren ceder a ratos ante la violencia avasalladora de los elementos. Pero no hemos tomado todavía en cuenta a su Magestad el Ciclón.

 Su Majestad el Ciclón

 Abrimos de cuando en cuando uno de los balcones que ven al oeste, y nos damos cuenta de la velocidad del viento, y de que se levantan los techos de zinc de las casas vecinas. Todos sentimos instantáneamente que ha llegado el ciclón.

 Ordeno a Josefa que recoja las prendas. Yo busco en vano en armarios, gavetas y baúles el revólver, por lo que pueda acontecer. Simultáneamente y con el estrépito que es de suponerse se abren todas las ventanas que ven al norte. Las lámparas vuelan en un fracaso de cristales. Las puertas del sur son abiertas también con escándalo. Llueve horizontalmente dentro de la casa. El agua de la lluvia es salada y negruzca. Parece que un gigante volcara gigantescos cubos de esta agua.

 Un grito de angustia. Es mi cuñada que no pudo dominar más sus nervios. Creemos que grita porque se desploma el techo de la sala y salimos precipitadamente, abandonándolo todo, al descanso de la escalera, que nos parece el lugar más seguro. Las vecinas de la planta baja suben al mismo descanso. Son gentes serenas como lo es Josefina.

 Oímos en casa una zarabanda. Son los muebles que van y vienen; son planchas de zinc, son ramas de árboles que entran y salen. Parece que tiembla la tierra: son estremecimientos de los muros y de aquellas puertas que aún permanecen herméticas. Un terremoto dura medio minuto, un minuto. Esta locura de la naturaleza lleva ya hora y media.

 El viento se va debilitando. El cielo se va aclarando. Los  ánimos se van tranquilizando.

 Intermedio

 El cielo está completamente azul. El sol radioso. No se mueve ni una brizna de hierba. Creo que todo ha pasado. La familia sube a la casa; yo bajo a la calle y me doy cuenta de los estragos del ciclón. Muchas casas de los vecinos en el suelo.

Los postes caídos o a medio caer en las calles. Los hilos de la luz del teléfono, en el fango. Los desagües se han obstruido en algunas avenidas y el agua ha subido uno o dos pies. Caras pávidas de gentes que quedaron desamparadas sin casa y sin ropa. Labios que piden misericordia.

 Quiero llegar hasta las casas de algunos parientes; pero los escombros y el agua estancada me impiden ir más allá de cien metros de casa.

 Retorna la tragedia

 El cielo comienza a encapotarse. Del sur viene un viento que aumenta por momentos. Todos pensamos en un retorno del ciclón; pero nos parece una injusticia; una infamia indigna de los elementos.

 Regreso precipitadamente a casa. Ya han guardado en maletas algunas cosas que se salvaron del primer desastre y se preparan a llevarlas al piso de abajo, más defendido que el nuestro de las furias del temporal.

 Nos instalamos nuevamente en el descanso de la escalera. El ciclón llega ahora del sur. Repite su hazaña de una hora antes: derriba muros, arranca techos, descuaja árboles, muebles vuelan como plumas y destrozan como granadas.

 El edificio donde vivimos presenta mayores garantías de seguridad que los demás del vecindario, que ya han caído o que ya han comenzado a caer. Tocan desesperadamente a la puerta y apenas distinguimos entre el empuje de víctimas en busca de asilo y el empuje del ciclón en busca de víctimas.

 Se va llenando la planta baja de asilados. Hacinados en la parte que presta mayores garantías, habemos hasta sesenta personas, mojadas, angustiadas, las que no lesionadas levemente. Unas ancianas rezan en alta voz y aquellas voces trémulas de pavura, emocionan a los oyentes. Una joven mujer con los niños en los brazos habla, habla, habla,  desvaría. Dice las cosas más diversas y más absurdas: a veces parece que está rematadamente loca.

 Un recién nacido, rubio, llora de hambre y la madre, una norteamericana saca el seno henchido de leche con un noble impudor maternal y lo alimenta. Otra madre adormece sobre sus piernas a sus tres hijitos. La noche ha caído y el viento a ratos decrece y a ratos se ensaña contra las ventanas, contra las puertas, contra los muros. Unos dormitan, otros hablan, otros rezan, otros ríen nerviosos.

 La noche es interminable como la lluvia torrencial, a veces con viento, a veces sin viento. Caras ajadas, ojerozas; cabezas desgreñadas, aguardan, a la única luz de un quinqué de petróleo, a que llegue el día, ya próximo.

Llovizna, llovizna.

 4 de setiembre.- Los míos suben a la casa a echar el agua de las habitaciones. El viento con su llave mágica, abrió armarios, gavetas, baúles, extrajo cosas que se llevó quien sabe a donde y dejó otras empapadas. Todo hiede a moho.

 Las calles están intransitables, cubiertas de techos y muros derribados, de postes, de ventanas, de agua estancada. Son los restos de una ciudad. Llovizna, llovizna.

 Brigadas de la Cruz Roja conducen camillas con heridos a los hospitales y con muertos al cementerio. Ya no caben en el cementerio los muertos y son enterrados en la Plaza Colombina. Pero hay más muertos que enterradores y son incinerados los cadáveres. Acaban por incinerarlos, no en lugar determinado sino en los sitios mismos donde van apareciendo. Avisan los escombradores el hallazgo por medio de disparos de pistola y estos son tantos en el día y en la noche que simulan un tiroteo.

 Hombres y mujeres vendados, oliendo a desinfectantes cruzan las calles bajo la impertinente llovizna. Los árboles de los parques públicos y de los patios particulares fueron quebrados o arrancados de raíz. Desolación, desolación. Hombres y mujeres casi desnudos se felicitan al topar porque salvaron la vida.

 La escasez de alimentos es notoria. Nada se consigue, ni aún los más indispensables artículos sino tras dura brega. Los colmados salen hasta de sus latas de galletas descompuestas. Cierto pulpero continua feliz vendiendo tres cuartos por una libra. No altera el precio; pero altera el peso que da lo mismo. Todos comen cualquier cosa: galletas y leche condensada. La escasez, por fortuna, no llega a convertirse en hambre.

 No hay luz, no hay agua, no hay periódicos. No hay sino dolor, escombros, muerte…y esta llovizna infatigable que no deja aparecer ni siquiera cobardemente un rayito de sol, de este maravilloso sol dominicano, cuya sola presencia es capaz de mitigar el dolor de nuestros corazones.

 La vida recomienza

 5 de setiembre.- Vemos realizado el grito del poeta: adelante, por sobre las tumbas, adelante! La ciudad se ha convertido en una lavandería. Todos los frentes de las casas lucen ropas secándose al sol. El sol, bello, cándido, madrugó este día y parece ignorante de nuestra tragedia.

 Encima de los escombros, en plena calle, se orean las ropas que empapó el huracán. Continúan cruzando camillas con heridos las calles de la urbe; pero la vida se va imponiendo poco a poco y unos pasan con petaquitas de carbón, otros con la bolsa de pan, otros con las escasas compras.

 Brigadas de trabajadores comienzan a escombrar las calles. Se dan órdenes eficaces y se hacen cumplir con energía. Cada cual cuenta su historia, y hay algunas espeluznantes. Una mujer es sacada con vida de unos escombros. En la camilla, antes de llegar al hospital comienza a quejarse: en ese preciso momento ha dado a luz un niño.

 En otros escombros se encuentran los cadáveres del padre, de la madre y de tres niños. El único que conserva la vida es un reciennacido.

 En una camita de hospital agoniza un herido y en la inmediata otro lesionado, perdida la razón, ríe a carcajadas del que se está muriendo.

 El Ozama triplicó su anchura e invadió la aduana y los depósitos cercanos. El gran puente de hierro quedó cercenado. El mar se tragó los barquitos de las tripulaciones.

 La ciudad ya no es solo una lavandería, sino también una carpintería. Todos clavan la puerta, la ventana, el techo….

 La vida recomienza.