A los cinco años ya sabemos hablar correctamente, aunque no nos hayan enseñado nada de gramática. Pero la lectoescritura supone un proceso diferente de aprendizaje, requiriendo una adaptación cerebral.
Independientemente de las representaciones pictóricas del arte rupestre, se considera que la escritura surge en China y Mesopotamia hace más de 40 siglos. En China vemos los ideogramas, una especie de escritura abstracta que en Mesopotamia precedió a la escritura cuneiforme (forma de cuña). En Egipto, tanto en papiros como en las edificaciones, vemos informaciones escritas mediante imágenes con una vinculación a lo divino (jeroglíficos), dicho sea de paso, Champollion logra traducirlos al encontrarse la famosa Piedra de Rosetta (actualmente en el Museo Británico) que los correlacionaba con la escritura griega y demótica.
Con la creación de la imprenta del orfebre alemán Johannes Gutenberg (1450) se incrementará vertiginosamente la difusión del libro y el copiado de textos a mano (manuscritos) se torna obsoleto.
En esencia, pensamos y escribimos como hablamos, por lo que los grafemas requieren ser convertidos a fonemas al leer y al escribir requerimos lo inverso. Los circuitos cerebrales implicados en la lectura pueden variar significativamente de un idioma a otro.
El desarrollo cerebral, al igual que el del lenguaje, en los primeros años de vida es intensivo y luego se hace más lento. Después de aprender a hablar podemos desarrollar las adaptaciones neurológicas para poder leer y escribir. Especialmente al aprender la escritura alfabética se produce una especie de formateo cerebral, que eficientiza nuestros procesos mentales.
La neurociencia nos ha permitido descubrir que el cerebro de los analfabetos funciona de forma diferente al de los lectores asiduos; con equipos de electroencefalografía, magnetoencefalografía, resonancia magnética funcional y tomografía con emisión de positrones, se ha podido detectar una mayor complejidad de los circuitos neuronales que participan durante el lenguaje en los lectores, quienes han mostrado un mayor desarrollo en algunas áreas cerebrales. Normalmente quien tiene hábito de lectura posee un elevado coeficiente intelectual, siendo capaz de activar a voluntad la neuroplasticidad cerebral.
Toda estructura orgánica es propensa a degradarse a lo largo del tiempo, el cerebro no es la excepción, pero su buen uso, contribuye a mantenerlo sano. La lectura es una valiosa actividad cerebral que aumenta significativamente nuestra reserva cognitiva, siendo de vital importancia ya que nos permite disponer de mayores recursos para el aprendizaje (aprender facilita aprender). Ayuda a evitar la demencia, pero incluso en caso de ésta presentarse, una buena reserva cognitiva puede permitirnos coeficientes de inteligencia aceptables por mayores periodos de tiempo, retrasando la incapacidad mental.
Para leer debemos tener a nuestro alcance unas letras conocidas sobre un fondo de un color diferente, necesariamente la luz que refleje deberá llegar hasta las células fotosensibles de las retinas de nuestros ojos (encargadas de registrar las diferentes escalas vibratorias de las ondas luminosas). El nervio óptico transporta inicialmente esta información al área occipital del cerebro, luego pasa por el giro angular que suele denominarse como la “caja de letras”, sigue un poco más adelante al área de Wernicke (lugar de interpretación del mensaje), de ahí al área de Broca, donde podemos crear un mensaje de respuesta oral o escrita. Nuestro Sistema Límbico (cerebro emocional) evaluará la importancia del mensaje, si se almacena o si motiva a un área motora para tomar alguna conducta…o si sencillamente lo olvidamos por no interesarnos. Vemos por qué las emociones son necesarias para el aprendizaje.
En nuestras sociedades uno de los factores que está deteriorando más al cerebro es el estrés. El hábito de la lectura es un recurso que podría mantener bajos los niveles de cortisol, considerado el neurotransmisor por excelencia del estrés.
Leer exige estar relajado, despierto y concentrado. Los humanos hemos evolucionado tras siglos de educación escolar, para reaccionar mentalmente con los libros. El libro nos dispone a enfocar nuestra consciencia e iniciar procesos de codificación de nuevos conocimientos mediante sinaptogénesis. Los escritos simples suelen ser muy útiles para comunicarnos y transmitir informaciones con fines prácticos, pero las lecturas de cierta complejidad que nos fuerzan a correlacionar el mensaje con conocimientos previos, activan la neuroplasticidad y contribuyen a construir nuestra reserva cognitiva. Una revista con informaciones de la vida privada de artistas contribuye poco a nuestro desarrollo cerebral, sin embargo una novela aporta mucho por estimular significativamente nuestra creatividad, porque aunque sólo ves letras, te hacen crear una película en tu mente.
Desde que tomas un libro en tus manos tu inconsciente comprende que has decidido incrementar tu capacidad mental, por ende, se desencadenan una serie de mecanismos psiconeurofisiológicos que determinan que se produzca el aprendizaje. Cada aprendizaje nuevo necesita algunos conocimientos previos para poder ser integrado (un niño de cuarto de primaria le resultará difícil aprender las enseñanzas de varios grados superiores). Respecto a los libros digitales, estos tienen ventajas y desventajas frente al libro clásico y preferirlos es una decisión personal.
Actualmente disponemos de medios audiovisuales educativos (películas, documentales), realmente son muy útiles, aunque los programas de mayor índice de audiencia suelen ser los que aportan menos cognitivamente, siendo lamentable porque elevar el coeficiente intelectual de la humanidad es realmente necesario.
Aunque un audiovisual pueda suministrar una gran cantidad de información, los procesos cerebrales que desencadena la lectura son muy provechosos y permiten recibir el mensaje de forma más personalizada.