Sentado ante su pequeña mesa de trabajo atestada de papeles, Andrés Vargas Gómez hace una pequeña pausa para mirar a través de la ventana cerrada de su sencilla oficina del séptimo piso del Olympia Building, en 174 de la Flager Street, donde, abajo, las relucientes vitrinas de las tiendas son un reflejo de la prosperidad capitalista.

El brillante sol matinal de aquel 26 de octubre de 1985 que se filtra por las rendijas de las cortinas corredizas ilumina su rostro de incomparable ternura y severidad bíblica. La breve interrupción sirve para avivar sus recuerdos y su mirada expresiva parece como si lo hubiese trasladado a las prisiones cubanas donde pasó casi 21 de sus últimos años.

No hay nada de rencor en su mirada triste y reflexiva. Y habla de Fidel Castro sin ningún asomo  de revanchismo o queja personal. Mientras le escucho, en su hablar suave y ponderado con el fuerte y pegajoso acento habanero, rememoro el poema aquel que Mármol dedicó al tirano, y que solía cantar en grupo en mis años de universitario: “sí, Rosas, te maldigo | Jamás dentro de mis venas la hiel de la venganza mis horas agitó | como hombre te perdono mis cárceles y cadenas | pero como argentino las de mi Patria no”.

Su respuesta es firme ante la pregunta: “En Cuba siempre ha habido lucha contra Castro. Lo que pasa es que el gobierno tiene un rígido control de la información y de la gente de la calle no se entera”.

Sin embargo, Vargas Gómez asegura que todavía, 26 años después del triunfo de la Revolución y de la instauración de un régimen comunista en la isla, allí se sigue fusilando y persiguiendo a la gente por oponerse a las medidas del gobierno.

“Las cárceles están llenas de nuevas generaciones de presos políticos”, expresa con un dejo de tristeza en sus ojos claros mientras una arruga surca su amplia frente, espontánea señal de preocupación por la suerte de tantos compatriotas. “No me refiero al presidio histórico, al que yo pertenecía, y del que deben quedar unos 800 presos todavía. Hablo de jóvenes que son fusilados o encarcelados en represalia por su lucha por la libertad y la dignidad del pueblo cubano”.

Vargas Gómez, nieto del generalísimo Máximo Gómez, fue liberado en junio de 1984 junto con otros 24 prisioneros políticos, después de haber pasado 20 años y siete meses, la mayor parte del tiempo incomunicado y sometido a brutales tormentos, en diferentes cárceles de Cuba.

Fue detenido, tal vez producto de una delación, cuando, fracasada la invasión de Playa Girón en 1960, abandonó la embajada de Ecuador donde se había asilado en La Habana en un intento inútil de retornar por medios clandestinos a los Estados Unidos para reanudar la lucha contra la tiranía.

Como muchos otros cubanos contrarios a Castro, Vargas Gómez había sido un ferviente creyente de la Revolución. Se había unido a ella en la creencia de que, sobre la base de pasadas experiencias históricas, el nuevo régimen establecería la democracia y respetaría los derechos individuales del pueblo.

Escritor, poeta y diplomático de carrera, Castro quiso aprovechar sus conocimientos en materia de política internacional para mejorar la imagen del “nuevo orden” naciente en Cuba. Con una misión especial, le designó al frente de la delegación cubana ante organizamos europeos de las Naciones Unidas, con sede en Ginebra.

Tan pronto como llegó allí, Vargas Gómez comenzó a percibir el verdadero rumbo que había tomado la Revolución. “Se me acercaron numerosos embajadores y representantes de países del bloque comunista, para aconsejarme de cómo debíamos conducirnos”, dijo. “Ellos deducían que, habiéndome nombrado Fidel en el puesto, debía de ser un personaje de toda su confianza, al que podían hacer confidencias”.

“Estos contactos inesperados me hicieron ver la realidad y al cabo de unas cuantas semanas, 21 días creo, renuncié y me fui a Estados Unidos”, agregó.

Con un grupo de antiguos compañeros e intelectuales, Vargas Gómez inició uno de los primeros brotes de resistencia organizada contra Castro. A los pocos meses estaba de lleno comprometido en los preparativos de Playa Girón.

Para preparar la resistencia interna, fue introducido clandestinamente en Cuba unos días antes de la fecha de la expedición. Pero la suerte no estuvo de su parte. “Cuando la invasión fracasó, se desmoronaron todos los planes de evasión que habíamos realizado. Me vi obligado a esconderme en la embajada de Ecuador en La Habana, pero el régimen, desconociendo, como lo desconoce todo, el derecho internacional de asilo, se negó a darme el salvoconducto para viajar al exterior”.

Relata que pasó en esa espera un año “y fue entonces cuando, desesperado, cometí un grave error que fue el abandonar la misión diplomática e intentar, con nuestros propios medios, salir de Cuba y llegar a los Estados Unidos. Supongo que alguien involucrado en el plan lo delató y fui poco después apresado y condenado a prisión”.

Su historia se perdió después, durante casi 21 años, entre mugrientas y tenebrosas cárceles, bajo el tormento constante de duros carceleros que no tomaron nunca en cuenta ni su avanzada edad ni sus quebrantos cardíacos.

Incomunicado, sacado repetidamente de la soledad de la celda por una requisa repentina para ser sometido a brutales torturas corporales y psicológicas, bajo condiciones físicas deplorables, en completo hacinamiento muchas veces, su cautiverio es símbolo del padecimiento de un pueblo sometido por más de un cuarto de siglo a la dominación absoluta y mesiánica de un tirano egocentrista y brutal que, en nombre de una causa social, ha entregado a una potencia extranjera, la Unión Soviética, la independencia, dignidad y soberanía de la patria que Martí y Máximo Gómez, su abuelo, ayudaron a construir.

Hay dos etapas del presidio, dice a instancias mías, entre una mirada furtiva al cielo y a su rostro, como tratando de evitar el tiempo, fatídicamente breve para la entrevista, no me permitiera afectar la taciturna expresión que como una luz extraña se posa en sus ojos, al tocar el tema.

“La primera etapa del presidio es verdaderamente espantosa, difícil, con maltratos físicos brutales a todas horas. Fue la época en que vi por primera vez cómo se apaleaban y mataban a los presos”. Ahora soy yo quien me hace una pausa para dar espacio en mi mente al poema suyo de prisión que relata el asesinato de Miguelito Cachimba ¨entre las espantosas órbitas / con tu cabriola de muñeco errático/ en una noche lúcita/ en un lugar sin alma¨; y que estremece el corazón más insensible.

No hubo una sola cárcel para él en ese tiempo. De la prisión de La Cabaña, en La Habana, fue llevado a la no menos tenebrosa de San Severino y de allí a Isla de Pinos, para pasar a muchos otros lugares de terror casi ficticio.

¨Nunca le dicen a uno donde le van a llevar cuando se produce un traslado. Eso es lo más terrible. La imaginación le hace pensar a uno muchas cosas. Se aparecen a las 4 A.M. en tu celda y te llevan así de improviso a un lugar donde nadie sabe. Entonces uno se pregunta: ¿me llegó la hora?. Ha visto ya tantas cosas, tantos fusilamientos…”

Vargas Gómez recuerde la brutalidad de las requisas, una rutina en el rigor del presidio político castrista. ¨Cuando ellas ocurrían sabíamos, ya de antemano, iban a haber heridos y hasta muertos¨.

Está también el problema de los hacinamientos. "En una celda con solo un baño meten hasta 300 presos; la falta de higiene es tremenda. Imagínese usted un pequeño lugar para unas cuantas docenas de personas con 300 o más prisioneros, sin agua, con un lugar apenas para satisfacer todas las necesidades humanas. Trate de imaginarse en las mañanas, cuando todo el mundo quería hacer allí sus requerimientos, orinar…"

"Eso es imposible de explicar. Vivíamos, se vive, como animales", explica remontando los recuerdos. "La otra etapa vino para mí cuando me llevaron a la cárcel del Combinado del Este, en La Habana. Esta prisión trató de ser modelo. Era, en efecto, para esa época, una vitrina del régimen. Por fuera parecía mejor que el resto, pero por dentro era igual. No había tanto hacinamiento, aunque el rigor penal era el mismo".

Además de las increíbles golpizas y los tormentos psicológicos, el nieto del prócer dominico cubano dice que con el tiempo, en lugar de mejorar, las condiciones generales del presidio cubanos han empeorado. En la actualidad, dice, prevalece la incomunicación, que en algunos casos específicos dura seis años; la prohibición de visitas de familiares y de recibimiento de correspondencia, y la incomunicación dentro de la misma cárcel "pues no te permiten salir a tomar el sol, ni hablar con otros prisioneros comunes…".

En su relato, despojado de fanatismo, el sistema carcelario cubano refleja en toda su magnitud el carácter implacable de la política castrista. "Hay gente allí -expresa como queriendo señalar a Cuba como una expresión apenas perceptible en su frente- que permanece desde hace 20 años o más encerrado en una celda, como en una jaula".

"Las cárceles son malas en todas partes, pero las comunistas son las peores", agrega con el convencimiento que proporciona el sufrimiento personal.

En prisión, el tormento trasciende los bordes del sufrimiento físico. Lo comprendió asi Vargas Gómez cuando en 1975 le llegó tardíamente el anuncio de la muerte de su madre, Margarita Gómez Toro, la hija más pequeña del generalísimo Máximo Gómez, nacida en 1883.

"Castro la enterró con honores militares. Yo estaba en el Combinado del Este y mi nombre no apareció, naturalmente, en la esquela que el gobierno público en los periódicos. Pusieron en cambio el de mi hermano, Pedro Máximo Vargas Gómez, partidario del régimen y quien se ha quedado allí. Él es un año mayor que yo", dice evitando con dificultad una lágrima. Lo delata el nudo en la garganta que cambia por un instante el tono vibrante de su voz, firme a los 70 años.

¿De dónde saca un hombre de fuerza para soportar, por tanto tiempo, esa situación?, me apresuro a inquirirle, casi quitándole la pregunta a Daniel Efraín Raimundo, el amigo que había hecho la gestión para la entrevista.

"Son muchos los factores", responde Vargas Gómez, tras una breve reflexión. "Se necesita primero de un fuerte espíritu, fortaleza interior; tradición familiar de honor, como fue en mi caso. Cada vez que me sentía flaquear pensaba que otros en mi familia habían incurrido en sacrificio por la patria y yo no podía traicionar esa tradición. Eso me da fuerzas. También un deseo grande de lucha".

Pero fue básicamente en la fe que él y otros prisioneros se encontraban fuerzas para resistir el tormento y mantenerse firmes, en la soledad y el dolor. "Prediqué la Biblia", agrega rescatando más recuerdos. "Como católico creyente creí siempre que era necesario mantener la fe y los valores cristianos para nutrir nuestras almas y fortalecer la lucha".

"Nos reuníamos los domingos, cuando era posible, a leer la Biblia que manteníamos oculta. Muchas veces la descubrieron y tantas veces nos despojaron de ella. Pero en la cárcel uno aprende a valerse de recursos increíbles, que usted no puede imaginar. De esa forma sacábamos manuscritos, poemas y documentos que llegaron a la opinión pública del exterior", dice con una ligera sonrisa.

Antes de concluir, Vargas Gómez nos habla de la resistencia del pueblo cubano a las aventuras castristas en África. "Ninguna madre quiere ver a un hijo suyo, como ocurre todos los días, morir en Angola, tan lejos de la patria, luchando por una causa que no tiene ninguna espiritualidad para el cubano. El gobierno, Castro, no ha explicado nunca convincentemente qué hacen los soldados cubanos en Angola".

Al despedirse insiste: ¨soy dominicano de pleno derecho, no solo por mi abuelo, sino por mi madre, que era dominicana, de Montecristi. Hay allí una casa muy ligada a mi hogar, al recuerdo y a la tradición familiar; es la Casa del Manifiesto, espero verla algún día no muy lejano".

Vargas Gómez nunca ha estado en el país. Apenas ha pasado por el aeropuerto, hace ya tiempo, en uno de sus frecuentes viajes como diplomático. Pero él anhela ver cumplida su aspiración de venir algún día a testimoniar al pueblo dominicano, al presidente, al Congreso, a todos quienes se preocuparon por su libertad y gestionaron que se le permitiera salir de Cuba una vez excarcelado, el sentimiento de su profunda gratitud.

Y a mí, que estaba dispuesto a escucharle por horas, a riesgo de perder el 949 de Eastern a punto de salir para Santo Domingo, me despide con un apretón, fuerte a pesar de sus años, y una frase que no podré olvidar: "quiero abrazar a todos ellos, al pueblo, en este abrazo".