A veces buscamos gestos grandiosos y los encontramos y a veces, porque no nos damos cuenta, son los elementos comunes o banales los que traen las desgracias. En los años sesenta, cuando se empezó a enjuiciar a los implicados en el camino que llevó a la Segunda Guerra Mundial, Hannah Arendt, que luego se convirtió en filósofa reconocida, pero que en ese entonces cubría los juicios como periodista, se dio cuenta de cómo, si no miramos más allá de nuestro entorno inmediato, podemos convertirnos inadvertidamente y sin desearlo en cómplices destacados de hechos que consideramos lamentables. Su libro sobre el juicio a uno de esos actores, “Eichman en Jerusalén” es más conocido como el que dio pie a la expresión “La banalidad del mal”. Ella fue capaz de hacer lo que Eichman no había hecho antes, salir del entorno inmediato e invitar a un grupo a trascender las circunstancias. En lugar de ver a un hombre como el enemigo, fue capaz de visualizar los elementos que lo habían conducido al error.
Casi treinta años después, Enrico Deaglio, un médico que prefirió vivir del periodismo y que durante años militó en el comunismo, trastocó la frase de Arendt y publicó “La banalidad del bien”, la historia de Giorgio Perlasca, un italiano muy similar al Schindler de la película de Steven Spielberg, un Justo entre las Naciones que, habiendo servido al fascismo y al franquismo en el pasado, usó su desencanto de una manera positiva para los demás y, haciéndose pasar por cónsul español en Budapest, salvó a centenas de judíos del holocausto. Deaglio, como su biografiado, usó la frustración con su trayectoria pasada para hacer aportes creativos.
En estos días y de una manera mucho más humilde, acabo de presenciar un fenómeno que va en la misma línea que lo hecho por Arendt y Deaglio, salir del entorno inmediato y de las frustraciones locales para obtener una visión menos desagradable de la realidad. Me pasé diez días escuchando las glorias de las dinastías faraónicas y la denuncia de la avaricia y la expoliación a la que ha sido sometido el territorio de lo que hoy es Egipto. Los guías, todos muy profesionales, se la pasaban referenciando cómo los vándalos, con diferentes ropajes y nacionalidades, habían robado el patrimonio cultural de esa nación. Ese era un discurso que nos invitaba a los visitantes a identificarnos con la visión de la víctima. Por supuesto, no se me ocurría rebatirles, pero me preocupaba ya no ese país, sino todos los que, como la República Dominicana, se benefician del turismo. Si en manos de esos profesionales es que están la interacción principal de los turistas con los locales, habría que realizar una tarea bastante importante para lograr un desempeño donde la gente esté dispuesta a repetir la experiencia.
Estaba dispuesta a preguntarle a Jacqueline Mora, viceministra técnica de Turismo, cuáles eran los requisitos de capacitación de los guías turísticos nacionales cuando, inesperadamente escuché un testimonio que me ofreció la posibilidad de visualizar una intervención más amplia todavía. Al final, no fueron los monumentos, los objetos que se pueden comprar ni los guías que cuentan las historias, los que me ayudaron a tener una visión menos derrotista sobre ese país. Fue una empleada de rango medio satisfecha con el trabajo que realiza dentro de una institución bancaria lo que me ofreció una visión más positiva de ese país. Es la posibilidad de ver el bien en las experiencias banales lo que puede convertir lo normal en extraordinario.