Quien habla solo, se habla. Quien conversa consigo lo está haciendo a la vez con el paisaje, el espacio circundante y sus fantasmas.
Uno es otro en el mar, en el río, en la floresta, y asume con sólo estar sus atributos, haciendo olas, puliendo cantos rodados y crujiendo con las ramas: aquello a lo que Ortega y Gasset llamó vivirse, ser lo que se hace, encontrarse en el mundo (en el “hay”, diría Heidegger, en jerga).
Según las antedichas referencias, parecería que Paolo de Lima procura establecer desde el inicio sus coordenadas en estos Soliloquios (Editorial Qwerty, Lima, 2022) su realidad precisa –física–: la posición que ocupa un cuerpo en un instante y su localización en el espacio. Después notamos que no hay tal cosa, según nos internamos en la selva selvaggia de su lenguaje transbarroco (¡è cosa dura!, pero satisfactoria): El poeta y filósofo Rubén Quiroz Ávila incluye textos suyos en la antología Divina metalengua que pronuncio: 16 poetas transbarrocos (El lamparero alucinado, Lima, 2017) donde teoriza que la tendencia del neobarroco –invocado por Haroldo de Campos a mediados del siglo pasado, prolongado en Cuba y Francia con las obras de José Lezama Lima y Severo Sarduy, y retomado por el argentino Néstor Perlongher y varias otras voces de casi toda Iberoamérica– apunta a ser un fenómeno reciente, mientras que en la literatura peruana el barroco ha estado presente desde el siglo XVII, por lo que el prefijo “neo” no aplicaría a su tradición, sino el prefijo “trans”.
En conclusión: que, desde fines del siglo XX hasta nuestros días, en el Perú moderno se alcanza a registrar una tendencia transbarroca. “A diferencia del neobarroco caribeño –amplía José Antonio Mazzotti–, el neobarroso rioplatense o el neoberraco dominicano [neoyorquino en realidad, N. del A.], el transbarroco peruano, según lo denomina el filósofo Rubén Quiroz, es una reaparición de la tendencia barroquizante de las letras andinas desde el siglo XVII. De este modo, la vanguardia histórica se hace más compleja no solo en su derivación conversacional (como heredera del Imagism anglonorteamericano), sino también en sus vertientes contemporáneas de raíces hispánicas prevanguardistas, como el barroco americano o de Indias, diferente en varios sentidos del barroco peninsular” (José Antonio Mazzotti, De “la otra vanguardia” al transbarroco peruano en La vanguardia y su huella, Selena Millares editora, Vervuert Verlagsgesellschaft, 2020).
Como se ve, su estro es tributario de un gran caudal. Hay una voz coral diseminada en individuos (del latín individŭus, indivisible, solo). Porque, por otro lado, quien escribe no sólo escribe, sino que escribe solo –aunque con su escritura acaba construyendo un habitáculo generador de una otredad, una dinamo para la dialogía. Y, si el producto es poesía, dicha escritura provee también al lector-autor de una posibilidad en que habitar, cimentará “una casa más bella que la prosa, con ventanas numerosas y superior en puertas” (A fairer House than Prose – / More numerous of Windows – / Superior – for Doors –, Emily Dickinson, 466). Pero ¿qué puede contarse en una circunstancia así, sino “una historia de sequías”? “Saber que no se escribe para el otro –que responda Roland Barthes–, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde estás: tal es el comienzo de la escritura”. (En Fragmentos de un discurso amoroso, “Inexpresable amor”, 5, Siglo XXI, México, 1982, traducción de Eduardo Molina.).
Y, si hablar ya es “estar ahí”, hacerlo solo replica la revocación del centro. Ser el único actor de la pieza del monólogo (su sinónimo exacto) deja de tener sentido. El loco que habla solo en su locus solus (el único lugar es uno) desaparece. Porque Paolo de Lima no está parlando a piacere ni por el placer del texto, sino trazando, borroneando y transcribiendo realidad.
Paolo trata de escribir aquí en voz alta, reflexionar a su placer, por lo que no necesita seguir un tempo estricto para tomar la palabra:
¿Quién de veras habla?, ¿dónde de veras existe
un desierto?
dice, sin embargo, no es sentencioso en su decir, no proclama un mesianismo literario, como tampoco busca “predicar en el desierto” de ningún lenguaje vano: Paolo de Lima llega a Lima de la mano de Paolo, dirigiéndose a sí mismo en el desierto de cemento donde nunca (o casi nunca) lloverá:
Y si hablo del desierto es de mí de quien hablo
y no tomo al desierto porque sí, es del lenguaje
de su cumplimiento en el tránsito de las arenas
de lo que hablo.
Se trata de eso mismo: el soliloquio –por fin lo descubrimos– no consiste en un discurso-para-sí, en un discurso parasitario. El propósito de ser del libro siempre fue que fuera “para” –como para la muerte Heidegger, para la resurrección Lezama Lima, para sí mismo a través del otro Bajtin, en sí para otro Sartre, para mí Merleau-Ponty–.
Todo es ser-para-el-poema.