Vivimos en la época del selfie, de las redes sociales, de la muerte de la privacidad, en una era digital o virtual, en que todo se publica y publicita: se ha hecho de la vida privada e íntima, un espectáculo público, un espejo transparente y traslúcido. O donde el espejo en que nos miramos se convirtió en cristal, cuyo azogue se volvió líquido o desapareció, y ya no nos vemos, sino que nos ven los otros. El cuerpo se volvió transparente. La desnudez triunfó sobre la vestimenta, la sexualidad se hizo pública: trascendió la intimidad. El cuerpo desnudo ya no es de nadie sino de todo el mundo: pertenece a la red. Está en el ciberespacio de la oferta y la demanda: se volvió mercancía de la lujuria y el deseo.
Buscamos o perseguimos ser gustado o gustar: ser visto y oído por todo el mundo. Vivimos en una época en que la desnudez se ha hecho pública, en la que el sexo, el cuerpo y la sexualidad se han vuelto un espectáculo cotidiano, virtual y escandaloso; es decir, una sociedad del espectáculo. Es una era en la que la desnudez ya no es íntima y personal sino para todos los ojos del mundo: sin miedo a ser vistos, sin temor a ser descubierto, filmado o grabado, aun por los padres, los hijos, la pareja o los familiares. Al contrario: genera likes, produce dinero y fama. Es la “era del vacío”, de la que habló Gilles Lipovetsky, en los años noventa. Es decir, una civilización en la que la vestimenta femenina ha ido, lentamente, esfumándose, descubriéndose, y dejando de ser el objeto del pudor y el rubor: el ombligo se volvió un ojo y los senos cada vez desplazan el espacio de la imaginación. Así, la moda femenina ha experimentado una revolución de despojamiento, violenta y sensual, que ha disipado la imaginación, y encendido el morbo y la lujuria. Representa hoy una desacralización, que ha hecho del cuerpo femenino, una mercancía de la ley de la oferta y la demanda en la economía de la pornografía, en el mercado de la seducción erótica.
Todo el que se enamora lo hace por carencia, porque necesita algo, porque tiene la urgencia de llenar un vacío no solo carnal, material o corporal, sino espiritual y mental. Amar, como sabemos, duele en la conciencia, y sin embargo, sabiéndolo, persistimos en el amor, nos obstinamos, triunfamos, nos caemos, nos reponemos, volvemos a caer, reincidimos, pues no se pierde la fe ni el optimismo de alcanzar la utopía del amor. Acaso porque es una condición intrínsecamente humana, una promesa de perfección, una fe ciega, un ideal de eternidad y de felicidad. De ahí que persistamos, obsesivamente, pese a los obstáculos, los escollos, los tropiezos y los fracasos. Algo se oculta, algo de masoquismo contiene, algo de sentimiento de obstinación posee, alguna atracción oculta, y que acaso, gracias a su desconocimiento, insistimos en su verdad o mentira, certeza o incerteza. Quizás ese vacío, ese abismo que representa, esa fuerza invisible e invencible, sea la razón, mediante la cual perseguimos el amor, y mantenemos la llama de su vela incandescente, que quema el alma, conquista la mente, aprisiona el corazón y nubla la visión. Es como el mito de Sísifo del amor. Siempre buscamos la verdad del amor, la piedra de sueño del amor, la otra media naranja, el otro lado de la luna. Pero acaso la persistencia en esa fe constituya la energía o chispa que hace posible el amor y el erotismo, bases espirituales del sexo, que garantiza la reproducción de la especie. La pérdida del amor duele en el alma y la memoria, y de ahí que no se olvide. Solo la muerte de una de la pareja suspende el hilo invisible, que sirvió de agente conductor de la energía ígnea, que sostuvo la relación, y que dinamizó la relación amorosa. Es la bujía deseante, libidinal y chispeante de la conquista amorosa.
Amar es un arte. Quien cultiva el coqueteo, el flirteo y la seducción, conquista y atrapa, pero lo acechan, su oposición binaria, su simetría dialéctica: el abandono, el rechazo y el desprecio. Amar puede costar la vida, y conducir a la muerte, al suicidio y al crimen. En eso consiste el arte de amar –desde Ovidio hasta Eric Fromm. Oigamos a Quevedo definir poéticamente, el amor:
Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.
Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.
Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.
Este es el niño Amor, este es su abismo.
¿Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!
El amor al otro nace del amor propio. Es el principio de toda acción amatoria. Amar es una experiencia de los sentidos, es decir, una fiesta de los sentidos, una danza del cuerpo. O, más bien, una experiencia estética y ética del gusto y del placer sensual. Pero la experiencia de amarse es el punto de partida del amor al otro, y aun, del amor eterno. Todo amor depara en amor conquistado o perdido. En tanto, toda experiencia amatoria entraña un placer, pero, a todo placer, lo vigila el dolor. De ahí que siempre amamos con miedo a perder al ser amado. Mientras más poderoso y candente es el amor, más temor existe a perderlo, a que se apague su llama, y más miedo existe a la muerte, pues el gran enemigo del placer amatorio es, finalmente, la muerte. El amor muere con la muerte. La gran espada de Damocles del amor es la muerte, que lo envidia. Por eso la envidia mata el amor. En efecto, los envidiosos representan los demonios del amor de los otros. Amamos para vencer la muerte o para olvidarnos de ella, de su dolor y de su terror. También, amamos o nos enamoramos para olvidarnos del dolor, del miedo a la muerte y de las enfermedades. Amamos hasta el polvo y la ceniza, más allá de los huesos, del ser amado ausente. El amor trasciende el cuerpo de la sexualidad. Cuando muere el ser amado o querido, queda la memoria del amor, el recuerdo, que es inmortal e inmarcesible, de la relación amorosa, de la historia del amor; y de ahí que, las relaciones de pareja, tiene una historia de amor. También, las relaciones amistosas y familiares.
Pese al placer cósmico, telúrico y psicológico que sentimos, con la experiencia de la sexualidad, el acto amoroso es una fuerza instantánea, fugaz, que se repite; tras cada repetición, sigue la culpa, el vaciamiento, en que el cuerpo erótico queda vacío, sin energía libidinal momentánea: se produce una reconciliación con el cuerpo propio, y la entrega regresa al yo, a su inmanencia intrínseca. El yo corporal, en la relación amorosa, después del coito, de la trascendencia erótica, siempre retorna a su ser primordial e inmanente: del yo al otro y viceversa, de la mismidad o individualidad a la otredad de pareja.
Todo el mundo ama o busca amar y ser amado para conjurar el narcisismo o el amor propio, que tiende a enfermar la conciencia y trastornar la personalidad. El amor es una energía poderosa y potente, pero no evita la muerte ni hace resucitar a los amantes muertos. El amor, muchas veces, se cansa con el tiempo; o, más bien, con la decadencia del cuerpo y la salud, si no se alimenta con caricias, cariño, afectos o erotismo: muere la sexualidad, no así el erotismo. Cuando muere la memoria del amor se vuelve ceniza, polvo del deseo. Amar es, en cierto modo, soñar. Es el insomnio de la pasión, desvelada por lograr la consumación del deseo erótico. Todo ser anhela amar y ser amado. Quien no quiere vivir este dilema existencial, no debió nacer. Pero todo ser humano ha de ser objeto de seducción y todo sujeto seduce para completarse, formar pareja, emparejarse, seducir o ser seducido: para buscar la felicidad terrenal, procrear para ser amado, tener quien lo ame, ser mimado o cuidado (Yin y yang, lo convexo y lo cóncavo, el macho y la hembra, lo femenino y lo masculino, la mujer y el hombre). El amor es así lo que le inyecta sentido a la vida: mata la soledad, y sirve de impulso material, humano y social. Estimula lo positivo, el optimismo de la voluntad, la fe en el deseo, el trabajo y el estudio.
Se ama para conocer al otro, para saber cómo es el otro, es decir, para saber cómo es no solo su cuerpo, sino su mente, su espíritu y su alma. En fin, se ama para conocernos a nosotros mismos, para saber lo que somos y para saber lo que llegaremos a ser. El amor nace de una admiración, de un rapto de mirada, de un hechizo de los cuerpos. Esa admiración primigenia del primer amor, del flechazo, no muere, pese a la separación o a la distancia, al tiempo, a la duración. La relación de pareja necesita, como dijo Jorge Luis Borges, la frecuencia, contrario a la relación de amistad, que no necesita la frecuencia. Podemos durar decenas de años sin ver a un amigo y amiga, y la amistad se conserva intacta. No así sucede con el amor de pareja, pues la distancia –el tacto y el contacto–, y el tiempo actúan como sus peores enemigos, y, a menudo, son las causas de la ruptura y de la muerte de la relación amorosa. Las relaciones de pareja demandan el roce de los cuerpos, el contacto de la piel, el intercambio de flujos, el cruce de miradas: sexo y acto. Es decir, la acción de sus órganos genitales o no: los besos, las caricias, la copla, la meseta, la posesión, el acto sexual.
El acto amoroso no conoce el humor. Amor y humor, en ocasiones, se repelen. En el sexo, la risa está ausente. El sexo es algo muy serio: no permite la carcajada ni la risa, sino apenas el quejido o el grito de placer. Hacemos el amor mudo, pues el placer es enemigo de lo cómico. Por consiguiente, nada es más serio que el acto sexual, tras la desnudez de los cuerpos. El amor pues no es un chiste. Tampoco es una tragedia ni una comedia. Es, más bien, un acto sagrado, sublime, íntimo, y acaso su intimidad colide con lo público, lo común. Es un gesto demasiado personal, y por tanto, de éxtasis erótico, de absoluto silencio y encierro, pues es el retorno al mundo adánico, al edén prohibido, al pecado original. La oscuridad y la penumbra lo estimulan, aseguran y liberan. Es una caída en el paraíso y un ascenso. García Márquez dijo una vez, que la menor manera de morir ha de ser haciendo el amor. O que quería morir haciendo el amor. Cuando el ser humano vea aproximarse el fin del mundo, lo primero que se le ocurrirá es hacer el amor, acaso por última vez, como una forma de despedirse de la vida y del mundo, con placer, goce y felicidad. Y para consumar lo que le produce más placer al cuerpo, más goce libidinal, como una forma de cumplir su última fantasía terrenal: eros (instinto de vida) sobre thanatos (instinto de muerte). Es decir, el triunfo de la vida sobre la muerte, o, lo que es lo mismo, del amor sobre la muerte. Durante la pandemia, se multiplicaron los actos sexuales: las parejas hacían más el amor, acaso porque tenían más tiempo, por el encierro, o para disipar el miedo, olvidarse de la muerte, disfrutar hasta el paroxismo la vida o para conjurar el espanto. En algunas relaciones, paradójicamente, la pandemia (la cuarentena y el encierro), degeneró en crisis, conflictos y separaciones.
Toda experiencia amatoria es, en sentido estricto, egoísta, pues todo amor anhela o busca la unicidad, ser único y de nadie más. De ahí el germen de los celos, del gen egoísta, que tiene sed de posesión, ansia de pertenencia, de una necesidad que niega compartirse. Se marca un territorio. Hay una posesión. Algo privado. Y esa posesión deriva en prisión, en individualismo egoísta, en privación de libertad y negación de derecho, en relación sin intercambio, ni real ni simbólico. Todo el que ama ha tenido o tiene un amor prohibido, o un amor perdido, cuya causa podría ser la indiferencia o el egoísmo. Nada es más fuerte y poderoso que un amor prohibido. La privacidad, la transgresión y el riesgo lo alimentan, y porque a todo el mundo le seduce lo prohibido. Acaso por su límite con la muerte, o por la realidad de vivir al borde entre la vida y la muerte, como un acto de heroísmo del amor. Amar representa la pérdida de miedo a la muerte: prefigura una búsqueda de consumación del deseo de la conquista. Quizás porque, en el amor, no vemos con los ojos de la cara sino con los ojos del corazón y del alma. La mirada del enamorado se produce con los ojos locos del deseo liberado, vigilado por la prohibición, de ese “amor loco”, del que habló André Breton (“Que sea locamente amada”, pidió Breton a su hija).
En el amor no buscamos deseo en sí, sino sabiduría, perfección y eternidad. Es decir, en las relaciones amorosas y en la conquista de la pareja, siempre hay un anhelo de eternidad, una voluntad de perpetuación en el otro. En el amor pasional siempre existe –o subyace– una promesa de eternidad, de amor eterno. O una representación del sueño eterno como encarnación del amor, en que la carne del deseo erótico es estimulada por la concupiscencia, la libido y la pasión sexual. El amor pues se parece al sueño. Si la vida es un sueño (como dijo Calderón de la Barca), el amor es otro sueño, o un sueño. O el sueño es otra vida (como dijo Nerval): una ilusión de la sexualidad; es, más bien, una metáfora de la perfección del amor, y de ahí que amar y hacer el amor sean una forma de evasión de la muerte, de huida del dolor y de la desdicha; también, una búsqueda de felicidad y un apetito de eternidad. Un olvido de la culpa y una negación del pecado original. Una manera de consustanciarse con la vida, de permanecer en el ser, de no separarse del cuerpo, que siempre es encarnación material del erotismo. Amar es, en efecto, amar en carne viva, al rojo vivo, al filo siempre de la muerte; o, más bien, al filo de la navaja de Eros, en un abismo de atracción y seducción.
Amar hiere y duele. Quien ama sin dolor, sin conocer las cicatrices del amor, desconociendo las heridas del amor, no ama realmente. De ahí que amar y ser amado, dejarse amar y conocer el abandono, al mismo tiempo, constituye la experiencia más aleccionadora y luminosa, en las relaciones de pareja y en la filosofía del amor. Amar es, por ende, soñar despierto la experiencia de la felicidad, desvelarse con el mal del amor, experimentar en la conciencia y la memoria, a un tiempo, la experiencia del deseo y el no deseo, de la atracción y la repulsión, del desdén y la voluntad del deseo. En ese juego de poderes, de búsqueda y rechazo, transcurre –y ha transcurrido– la vida amorosa del mundo y de la sociedad humana.
Quien ama, lo hace con la misma fuerza e intensidad con la que es capaz de odiar. De ahí que el odio y el amor viven al filo de la navaja: se repelen y, a la vez, se atraen. Forman una dialéctica entre el rencor y el perdón, la visión y la ceguera. Son el envés y la trampa del amor. Representan el lado cóncavo y convexo de las relaciones humanas, incluso entre la amistad y el amor. Entre el odio y el amor interviene un hilo frágil e invisible, alimentado por el respeto y la lealtad. Una palabra basta para romper su vínculo entrañable, pues es como el cristal: capaz de destruirse sin retorno, de romperse como un huevo, sin perdón ni reconciliación. Un rumor, una intriga o una deslealtad pueden disipar o matar una larga relación amorosa o amistosa.
El amor anida en el bien y el desamor, en el mal. Ambas fuerzas de creación o destrucción lo vigilan. Nos enamoramos buscando trascendencia: trascender la cotidianidad, romper la vida ordinaria, completarnos como seres racionales, que pensamos, soñamos, vivimos, y que tenemos conciencia del tiempo y de la muerte. Amor, muerte y vida se relacionan: se atraen. El amor hay que buscarlo, ya que siempre está en otra parte, oculto en la desnudez del mundo, como una luz en el bosque, escondido en el otro desconocido, anónimo, pese a que, a menudo, está a nuestro lado. Siempre hay que alimentarlo día a día: con gestos, hechos y acciones. Amar es acción, acto, palabra, diálogo. Una fuerza persuasiva, una potencia que brota o nace del alma, un impulso de vida, placer y felicidad que llevamos dentro, pero que es invisible, enigmático, y, a veces, rencoroso, terco y tenaz. La esencia, la física, la química y la metafísica del amor residen en su capacidad de crear y destruir. También, en su naturaleza de desear lo que no se tiene, y aun lo que no tendremos nunca. Es esa esperanza de desear incluso lo imposible, es decir, de dar aquello que no tenemos, pero anhelamos tener para darlo. “Es dar aunque duela”, dijo la Madre Terea de Calcuta.
La prueba de fuego del amor es vencer el miedo a la muerte, purificarse en la sexualidad y trascender el odio y el olvido. El amor siempre es valiente, pues vive y se alimenta de sus batallas cotidianas, entre lo que une y desune, entre la palabra y el silencio, entre el grito y el susurro. Amar es así un acto de valentía. Es guerrear con el tiempo y el cuerpo: batallar entre la sexualidad y el erotismo. A los amores cobardes los mata el miedo. A los amores prohibidos los alimenta, en efecto, el coraje y la pérdida del miedo a la desaparición, con sus escapadas, duelos e intrepideces. Así pues, el sueño de todo amor y de toda experiencia amatoria, consiste en amar hasta las lágrimas, es decir, hasta el llanto y la pérdida del miedo a la derrota.