En 1986 hubo dos elecciones decisivas para mi porvenir y derroteros ulteriores: aquellos comicios nacionales en los que el Dr. Joaquín Balaguer derrotaría por margen mínimo al Lic. Jacobo Majluta, y los sufragios para seleccionar la nueva directiva 86-87 del Taller Literario César Vallejo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, los que yo también perdí –para el cargo de Coordinador– pero de modo peor que “el turco” Majluta: por un voto.
La rutilante ganadora fue la admirable Ylonka Nacidit-Perdomo. Declarada al instante –y con sonrisas para fotos instantáneas– por el poeta Mateo Morrison, en su papel de juez de la Junta Central Electoral de la Literatura Estudiantil, sita en un aula deteriorada de la ruinosa Facultad de Humanidades, atribuciones derivadas de su condición de director de Difusión Artística y Cultural de la academia y padre fundador de aquel Taller. Dicha elección, veríamos, vendría a ser histórica, dado que Ylonka fue la primera mujer –y hasta el momento única– en dirigir la más célebre agrupación de jóvenes escritores de nuestra historia letrada reciente.
Y, sin embargo, aquella fue mi derrota más dulce. Yo estaba a punto de emigrar definitivamente, a segundos de aplicar un cambio brusco en mi desplazamiento existencial, pero tuve que ocultarlo a los poetas entusiastas que habían propuesto mi candidatura: hubiera sido traicionar su fe en el “candidato de las masas”. Arengaban igual, ofrézcome, que en los mítines políticos: “Sin ti, León Félix, se hunde este Taller”. Así que hice, a ocultas, todo lo posible para perder las elecciones, y fui mermando mis propios votos: a Jorge Jiménez le di a propósito una fecha equivocada del día de las votaciones; a Amable Mejía le dije que votara por quien le diera la gana (sabiendo que, obstinado como nadie, lo iba a hacer por mí), a Yrene Santos, Zaida Corniel y Dulce Ureña las convencí (en mi contra) de que era el tiempo del Eterno Femenino en el Poder, del reinado de las faldas. Que a mí también, como al maestro Morrison, me encantaría ser nombrado alguna vez Mujer Honorífica del Año.
Corrían ríos de días muy complejos. Ya con mi Visa de Residencia en los Estados Unidos bajo el brazo, me concentré en entregar todo en orden a quien me sustituyera como Auxiliar de Contabilidad en el periódico Listín Diario, a culminar con honor mis anteriores funciones de secretario de Organización del Taller, a anotar sin error en mi cuaderno los números de teléfono de Carlos Rodríguez y Franklin Gutiérrez, y a dejar que Balaguer regresara a destruir las esperanzas del país. Y si Jacobo Majluta se iba del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), yo por mi lado me iría de la Prostituida República Dominicana (PRD). Un loser es un loser, tanto en Villa Consuelo como en Palacio Presidencial.
Como segundo funcionario que fungía de primero a causa de un conflicto interno (el Taller César Vallejo era un campo de batalla interminable, y los ejércitos letrados en 1986 estaban comandados por Miguel Jiménez y un tal Josemón Tejada), me correspondió editar el boletín de ese semestre, el número 12, el cual fue dedicado a Domingo Moreno Jimenes, vivo aún, aunque convaleciendo. Localicé una foto suya (de opacidad palmaria); recopilé poemas “tipeados” (hoy se dice “digitados”) de varios talleristas; “compuse” (como se llamaba entonces a la diagramación, posteriormente maquetación) un “muñeco” de cómo se vería el boletín ya impreso, y lo enviamos, maña fuera, a imprimir. Fue mi primera experiencia como editor.
En un segundo plano, sigiloso, concentré todas mis fuerzas (físicas y financieras) en poder adquirir mi pasaje (Dominicana de Aviación, ¡La Línea Aérea Nacional!) hacia el exilio, antes de la toma de posesión del déspota ilustrado que volvía a gobernar. Calladamente, de puntillas literarias y sin levantar sospechas, le devolví a Plinio Chahín sus libros de Rilke y Constantino Cavafis, retiré todo el semestre de la universidad, me fui al chinchorro de Daniel en la calle El Conde y le vendí decenas de libros usados. Los poetas siempre tienen doble agenda, como todo el mundo sabe. “El poeta es un fingidor”.
Poco después de los sufragios, la flamante nueva Coordinadora del Glorioso Taller Literario César Vallejo de la UASD, poeta Ylonka Nacidit-Perdomo, se fue junto conmigo a pie –su contrincante, poeta amigo y “compañero de la oposición”– a llevar un ejemplar del Boletín #12 nada más y nada menos que al propio Domingo Moreno Jimenes, en su lecho de enfermo en la Clínica UCE. Ylonka y yo, únicamente. Ningún otro poeta se animó, y por eso no aparecen en mi historia, y casi desaparecen de la Historia.
Allí nos recibió una de sus hijas, advirtiéndonos que el pontífice mayor del Postumismo ya no podía articular palabras, pero que escuchaba todo, desde la colina sacra de su cerebro activo. Lo flanqueamos, Ylonka y yo, no recuerdo quién a izquierda, quién a derecha, y ya no importa: las elecciones habían terminado. Le hablamos de nuestra gran admiración por su poesía, por su impronta en nuestras letras; le fuimos hojeando el boletín en su homenaje; le contamos de nuestros sueños de grandeza, nuestras ideas y autores predilectos, propósitos estéticos, del Feflas, de las lágrimas ficticias por las bombas policiales durante las protestas… El poeta asentía, dilataba las pupilas, nos tocaba con sus manos pinchadas por el suero en su piel de pergamino, nos brindaba mil sonrisas desde la majestad de su almohada blanca. Y, bueno, nos despedimos pronto, no queríamos cansarlo demasiado. Esa fue la primera y última vez que lo vería.
Un año antes, en 1985, Basilio Losada había traducido y publicado en la Biblioteca Breve de Seix Barral la novela El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago, pero yo no la leería sino un año después, al llegar a Nueva York en 1986, el año de la muerte de Moreno Jimenes. Ignoraba quién era Saramago: sólo me sentí atraído por ver al heterónimo de Fernando Pessoa funcionando como personaje en una narración. Fue una lectura alucinante y luego supe por qué: ese estilo de contar lo haría merecedor de un Premio Nobel de Literatura en 1998, dos años después de que leí, con idéntico interés, Los últimos tres días de Fernando Pessoa, del italiano Antonio Tabucchi, narrador y especialista académico en la obra del poeta lusitano. En esta breve historia, Pessoa está muriendo en el hospital de São Luis dos Franceses en Lisboa, donde recibe, una tras otra, la visita final de sus heterónimos Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Coelho Pacheco, Alberto Caeiro y Antonio Mora. Inevitablemente, me acordé de la visita con Ylonka al poeta postumista que iría a morir pronto.
Lo cierto es que Tabucchi pone a Pessoa a conversar con todos sus otros yo, en ringlera: Coelho Pacheco, policía, le facilita el tránsito hacia el hospital; absuelve a Álvaro de Campos porque confirma que sí ha podido amar y, antes de que llegue Alberto Caeiro se pregunta qué hora es, si era de noche, y “vino la enfermera y le puso otra inyección”, y “ahora se encontraba en una paz extraña, como si una niebla hubiera descendido sobre él”. Y luego viene Ricardo Reis, el que muere en la novela de Saramago. Y después Bernardo Soares, aquel de El libro del desasosiego, y Antonio Mora, autor de El regreso de los dioses. Y exactamente a las ocho y media de la tarde se mueren todos con Pessoa, al mismo tiempo.
Nosotros no: continuamos nuestras vidas. Ylonka tomó las riendas del Taller César Vallejo, el cual dirigiría maravillosamente. Yo lo que tomé fue un vuelo, el 3 de agosto, con un ejemplar del boletín aquel firmado por cada uno de los poetas colaboradores. Jorge Blanco tomó el camino de la ignominia el 16 de agosto y nunca regresó. Mi primera hija, Amiris, tomó el camino de la vida naciendo el 11 de septiembre. El mundo tomaría el camino de la mortandad brutal exactamente el día en que mi hija cumpliría 15 años, estrellando dos idénticos aviones contra dos torres gemelas. Domingo Moreno Jimenes tomó el camino de la inmortalidad poética, y murió el día 23 de septiembre, hace 37 años: los mismos que tengo yo de haberme ido, aunque haya vuelto como un “hijo reintegrado”.
Un año que vivimos en peligro, un año pasado por agua, un año de diversos caminos emprendidos, ese de 1986.