He leído con entusiasmo una de las primeras novelas de la enigmática Elena Ferrante. Se trata de «El amor molesto» (1992). Esta es una de sus obras previas al fenómeno literario de la saga «Dos amigas» que la llevaron a la fama mundial. Sépase que Elena Ferrante es un pseudónimo y que él o ella, la persona real detrás del nombre falso, prefiere mantenerse en el anonimato. A pesar de los muchos esfuerzos para desvelar de quién se trata, los lectores parecen no importarles en absoluto. La razón básica: el texto debe hablar por sí mismo y mostrar su calidad.

Tengo la traducción de Juana Bignozzi (1935-2015) quien fuera traductora profesional, poeta y periodista argentina. Considerada por muchos como una gran poeta y una traductora de renombre en el mundo editorial español y argentino. Así que estamos frente a una obra traducida en la que se ha hecho el esfuerzo consciente por mantenerla fiel a la atmósfera y al estilo de la obra original (en italiano). Ello a pesar de que, como afirmar Bignozzi en una entrevista, «El francés es un idioma tranquilizador para un traductor. En cambio el italiano es impreciso, lábil, tramposo. Tener el run-run de la abuela no es saber el idioma, como algunos creen».

Destaco esta obra, respecto a otras más famosa de Elena Ferrante, por su fondo más que su forma. La sencillez de la trama, pero la profundidad de los personajes y de la atmósfera creada para que estos se desarrollen me parecen notorios. Esta obra es simple y compleja a la vez. La simpleza está en la historia contada: tras la muerte de su madre (¿aparente suicidio?) la hija se sumerge en una reconstrucción de los últimos días de la anciana, pero en realidad es una reconfiguración de sí misma a través de la memoria dolorosa y de la vivencia del sinsentido.

Esta es la entrada a la novela: «Mi madre se ahogó la noche del 23 de mayo, día de mi cumpleaños…». Este es el final: «Me miré, me sonreí. Aquel peinado anticuado, que se usaba en los años cuarenta pero ya era raro a fines de los cincuenta, me quedaba bien. Amalia había sido. Yo era Amalia». Madre e hija se reconocen a sí mismas como víctimas.

La madre es víctima de la violencia y el desamor. Un esposo violento dominado por los celos al enterarse de un supuesto amorío entre la madre y quien fuera su compañero de negocios. A medida que la memoria es motivada por los objetos que la madre ha dejado a la hija, esta última se adentra en una reconstrucción del pasado a través del viaje a los orígenes. Allí la joven se encuentra consigo misma en su angustia existencial, su falta de sensación le lleva a entregar su cuerpo a prácticamente un desconocido. Nada ocurre en su vida a no ser las constantes preguntas por las causas de una pésima relación entre hija y padres.

Cada uno de los personajes de esta novela está condenado a una vida infeliz; aunque de formas distintas todos han fracasado en sus esfuerzos por ser felices. El padre en su pintura, la madre en el amor y la hija anhelante en la búsqueda de sí misma.

Esta novela, que pasa inadvertida frente al extraordinario éxito de otras obras, muestra con maestría cómo los hombres ejercen la violencia a manera de desahogo frente al fracaso de sus vidas; por su parte, las mujeres sufren y tratan de buscar libertad escapando de estos lo que, en definitiva, les resulta inútil porque caerán en brazos de otros hombres, tan malvados como los anteriores. Solo la muerte parece ser la salida definitiva para estas mujeres atormentadas por el amor, el desamor y la violencia. En el caso de la hija angustiada, que se busca a sí misma detrás de las razones de la muerte-suicidio de la madre, parece que solo le resta el silencio total frente a tantas voces del pasado que pueblan la memoria.

La novela muestra con maestría cómo aún los recuerdos felices de la infancia están llenos de dolor; detrás de la felicidad recordada alguien sufre por alguna razón o sin razón, trágicamente condenados.