En los últimos meses, Raúl Picotero no era el mismo. Lucía disgustado, irritable, dormía poco y apenas sonreía. No salía a jugar póker, ni a conversar en la peña del “Boga Boga” con los amigos. Prefería que el chofer o la esposa fueran al banco. Dejó de llevar el Mercedes al “car wash” de su compadre, el coronel Balbuena. La preocupada esposa preguntaba si algo le sucedía, pero recibía la misma respuesta: Nada.

Quien terminó sabiendo la razón de aquel amargue fue su hijo. Una tarde, sin anunciarse, el padre fue a visitarlo. El hijo era el mayor de tres hermanos y llevaba el mismo nombre. Era funcionario del actual gobierno. Todos le decían Picoterito. Cuando abrió la puerta supo que algo andaba mal. Don Raúl apenas saludo y comenzó a hablarle malhumorado.

– Mi hijo, estoy furioso y avergonzado. He sido un pendejo, quizás por mi educación cristiana o por influencia de algunos amigos moralistas. La cuestión es que no quiero que termines igual que yo. Estás a tiempo de hacerlo diferente. Me dicen que has hecho “alguna cosita” en tu cargo, pero cosas de niño, insignificancias. Tienes que ponerte las pilas. ¡Arrasa!

Sorprendido, el hijo no entendía el sermón.

Picoterito pertenecía a una nueva generación de políticos, cercano al presidente y dirigente del partido oficial. No podía quejarse de su exitosa carrera. Inteligencia no le faltaba, sin embargo, no sabía a dónde quería llevarlo el padre con esa perorata. Además, esa amargura era nueva; meses atrás disfrutaba de su holgada posición económica, de la familia y de los amigos. ¿Qué pudo haber cambiado?

El veterano político continuó:

– Es verdad, tenemos nuestra casa aquí en la capital, otra en la Romana, el apartamento de Miami, la finca, y cerca de tres millones de dólares colocados en un banco de Canadá. Pude regalarle a cada uno de mis tres hijos una vivienda. Antes me sentía orgulloso de todo lo que fui acumulando. Decían que era un “gallo de hombre” porque supe aprovecharme de mis cargos. Sacaba el pecho satisfecho, comencé como taquígrafo en el Partido Dominicano y terminé siendo un hombre rico.

El joven viceministro seguía intrigado, llegó a pensar que el papá comenzaba a desvariar por la edad. Pero estaba equivocado, mantenía sus cabales. Solo intentaba explicar las razones del amargue.

– Me siento humillado, insignificante, incompetente, un pendejo. Dejé pasar la oportunidad de mi vida. Cuando comencé a leer lo que se robaron la gente del PLD y a compararlo con lo que yo conseguí en la administración pública, supe que fui un “carajo a la vela”, un funcionarito de piripipao.

El hijo comenzaba a entender: sufría por lo que pudo hacer y no hizo. Entonces, el patriarca de los Picoteros paso a darle unos consejos:

– No sigas mi ejemplo. Aprende de los del PLD, fueron tremendos guaraguaos, no tuvieron vergüenza, ganaron más dinero que príncipes árabes. ¡Funcionarios con tres cojones! Haz lo mismo, ve a lo grande. No hagas el ridículo, llévate lo que puedas. No pierdas el tiempo.

Picoterito se sirvió un güisqui con soda, mientras el padre apuraba un vaso de agua. Llegaron los nietos de la escuela y permaneció en la casa otra media hora. Luego se marchó cariacontecido.

A las pocas semanas de la visita, publicaron el informe sobre la estafa del Ministerio de Hacienda durante los gobiernos de Danilo Medina. Para don Raúl Picotero era demasiada humillación, la noticia fue otro insulto, el golpe final a su estima propia. A partir de ese día apenas salía de su habitación, cuando lo hacía se veía desaliñado y repitiendo entre dientes, una y otra vez, las cifras billonarias de los desfalcos de los últimos veinte años. Lloraba. Siguió empeorando.

La vergüenza y el sentimiento de inferioridad fueron sumiéndolo en una profunda depresión. Atentó dos veces contra su vida. Al tercer intento se mató.

Durante el velatorio, mirando entre lágrimas el cadáver de don Raúl, el hijo pensó que quizás su padre tenía razón; meditaría sus consejos…