Punta de Lanza

Rita Segato, que ha investigado con mucha profundidad a hombres violadores y sus conductas, explica que la violación sexual es un crimen de poder, tal y como lo expresan las Convenciones Internacionales. Un crimen que se concreta en la lógica de la dominación y por lo que el violador se considera el sujeto más “moral”, ya que su conducta “alecciona” a la víctima que se lo “merece”.  Esta autora explica que el violador no es un ser anómalo, porque a pesar de que cuando suceden estos hechos nos espantamos, en realidad toda la sociedad se convierte en protagonista de la acción en la medida que construye justificantes para ese tipo comportamiento.

Si la violación sucede como manifestación de poder, se vincula a las aspiraciones de omnipotencia del violador, y este actúa obedeciendo a un mandato de la masculinidad que arraiga y naturaliza la violencia y propicia gestos extremos, que se traducen en aniquiladores de otro ser humano. La sociedad crea la necesidad permanente de que los hombres se ratifiquen como hombres, y que evidencien su potencia, lo que hace necesario ser quien gana y somete[1].

De alguna manera, en la lógica del violador, opera el convencimiento de que está castigando a la mujer violada, por algún comportamiento o actitud[2]  y que el siente como un desvío, un desacato a lo que debe ser el comportamiento de las mujeres. En consecuencia, el violador no siente que actuó de forma deleznable, sino que considera está castigando a quien se lo merece. Lo más terrible, es que el violador no está solo, aunque actúe solo, vale la pena insistir en la idea de que su comportamiento obedece al diálogo con sus modelos de masculinidad, está demostrándole a otros hombres, y al mundo, que él es un hombre. “Un macho, masculino, varón”.

Por esto, afirma Segato, que en la violación se conjuga un eje moralizador, castigador, punitivo con relación a la víctima y otro eje de exhibicionismo, indispensable del violador frente a otros hombres que lo ratifican y le significan y a una sociedad, que casi siempre pone en duda el rol de la víctima en el hecho mismo de la violación.

Salvando las distancias que existen entre un crimen y un delito, es pertinente colegir que la lógica de operación frente a las otras violencias contra la mujer, como, por ejemplo, el acoso sexual, opera de forma similar. La definición del Acoso establece: “Constituye acoso sexual toda orden, amenaza, constreñimiento u ofrecimiento destinado a obtener favores de naturaleza sexual, realizado por una persona (hombre o mujer) que abusa de la autoridad que le confieren sus funciones[3]”, o sea, es un acto de poder.

¿Cómo actúa la mayoría de la sociedad cuando se denuncia un caso de acoso? Lamentablemente, por lo regular responsabilizando a las víctimas. Expresiones de lo que debió haber hecho frente al caso, cuestionamientos si denuncia y si no lo hace, y la duda permanente de si quiere “dañar” al denunciado. En el caso del presidente de la Cámara de Cuentas, hay unas conversaciones de whatsapp y la grabación de una conversación que ponen en evidencia una situación irregular, con indicios serios de acoso (permitamos que sean los tribunales que lo determinen).

Las jóvenes han explicado que trataron de resolverlo de forma discreta porque no querían formar parte de un circo mediático, pero alguien filtró una carta que ellas habían dirigido a otra autoridad de la misma institución. Y aquí calza a la perfección las explicaciones de la investigadora Segato, la mayoría de los comentarios han ido en el sentido de dudar de la pertinencia del caso. Puedo comprender el deseo de que los casos de corrupción se diluciden en justicia de la mejor manera posible, y que los tribunales tengan los suficientes elementos probatorios para que no haya impunidad. Lo que no entiendo es la falta de empatía con dos jóvenes que han actuado con respeto y que han manifestado su miedo. Ellas recibieron un trato sospechoso de la autoridad máxima de la institución y se quejaron, lo comunicaron a sus familias, escribieron una comunicación a una autoridad, todo en la vía de buscar protección y expresar su malestar, a pesar de esto, se duda de sus “intenciones”.

Un Presidente de un órgano del Estado no puede escribirle en la noche a una empleada e invitarla a cenar, convocarlas a su despacho, que lleguen acompañadas y solicitar que quien las acompaña se retire y cerrar la puerta con seguro; cuando ellas se quejan de la situación, organizar una reunión y en la misma comentarles que a los hombres le gusta la prostitución; que si alguien se siente mal en un lugar de trabajo lo que tiene que hacer es irse, entre otras “perlas”. ¡Es un absoluto despropósito!

Si alguien se está aprovechando de esa impertinencia, que en un juicio podría llegar a ser definida como delito de acoso, el problema lo tiene quien cometió el hecho, no quien lo denuncia. Dejemos de culpar a las víctimas de la actuación de victimario. Si ese hecho tiene consecuencias institucionales, reclamémosle a quien cometió el hecho.

En definitiva, sigue operando esa construcción imaginaria que señala a las víctimas y justifica o protege al perpetrador, con una excusa o con otra. ¿Qué tenemos que hacer para corregir este sentido común, que se ha convertido en el menos común de los sentidos?

Y haréis justicia.

 

 

 

[1] Si lo sacamos del contexto de la violación este razonamiento también explica porque tantas personas justifican al general que asesinó a una persona bajo el alegato que el muerto fue violento y le dio una galleta y a los hombres no se les hace eso, menos a un general.

[2] Que puede incluso ser reflejo, o sea, siente enojo con una mujer que no actúa como él considera adecuado y lo traslada a otras, no necesariamente a quien le produce el enojo.

[3] Ley 24-97, que modifica el Código Penal dominicano: Art. 333-2.