La comunicadora Clotilde Parra ha externado su preocupación en relación a los resultados  de la Encuesta Nacional de Consumo Cultural, que afirma el 29% de los dominicanos lee 4.2 libros al año, inquietud que secundamos.  Ese dato no encaja con el ambiente cultural contemporáneo, ojalá de 10.7 millones de habitantes mal contados que somos los dominicanos  el 29 % lea 4.2 libros al año. Lo cierto es que entre nosotros la lectura hace mucho, pero mucho tiempo viene descendiendo en picada, incluyendo los lectores a nivel estudiantil en todos los niveles.

Con sobradas razones la comunicadora Clotilde Parra estima que:

“El dato me pone suspicaz. La empiria susurra al oído que en un país sin librerías ni bibliotecas y bajísimo poder adquisitivo, tal cantidad de páginas consumidas pertenece al reino del deseo”.

El comentario es sencillamente irrefutable.

La lectura no es un maná que cae del cielo, ni se incuba de manera fortuita. La estructura para la promoción y comercialización del libro a través de las librerías hace tiempo colapsó. Las bibliotecas son exiguas a nivel nacional, en una sociedad donde no se insiste en crear hábitos de estudios. La lectura de periódicos se mantiene con un gran esfuerzo de los equipos de redacción por ofrecer las principales informaciones como atractivo para los lectores. Aquí leer libros a través de computadoras todavía es puro teatro, no se lee ni en WhatsApp, que si lo auditamos la mayor parte de los intercambios son a pura voz.

Aunque es un problema global, tiene sus particularidades.  Existen países donde el Estado se ha empoderado del asunto y se han dispuestos los recursos necesarios para contraatacar los brotes epidémicos de incultura, promoviendo acciones que socorren de manera pragmática el desarrollo cultural.

Se coordina con desánimo una fusión entre los ministerios de educación básica y superior, no con fines cualitativos, sino cuantitativos. El dilema es que las autoridades pasadas y las actuales no han encontrado que hacer con el 4% de la educación.

A propósito todavía se discute las funciones prácticas de la llamada tanda escolar extendida, mientras muchos estudiantes arriban a las universidades sin saber leer correctamente, deletreando. Ya no se incentiva la lectura y discusión de nuestros clásicos como Over  de Ramón Marrero Aristy, Cosas Añejas  de Cesar Nicolas Penson, los poemas de Salomé Ureña, Engracia y Antoñita  de Francisco G. Billini y otros.

Antes la lectura se sembraba, persiguiendo buenas cosechas. Frente a estas notables ausencias es legítima la suspicacia.

En el país no existen librerías, ni tampoco editoras. Tenemos imprentas y escritores apasionados, estos últimos no queremos dejarnos vencer y como quijotes lanzas en ristre con necedad insistimos en la publicación de libros.  En el pasado con las ventas de los libros muchos cubríamos el costo de las impresiones, en la actualidad eso es imposible.

En realidad solo tenemos una gran librería que discurre viento en popa, además de la capacidad gerencial de sus administradores por la buena voluntad de sus propietarios, que han apostado a no sepultar la Librería Cuesta, que se ha convertido en el gran refugio del libro y los lectores.

El Ministerio de Cultura en el 2011 tratando de atenuar el cierre estrepitoso de las librerías por la falta de reales incentivos, inauguró una en La Atarazana. Se negociaban libros a bajos precios editados por esa institución, incluyendo una importante colección de obras agotadas sobre la tiranía de Trujillo que ameritaban nuevas ediciones.

Cuando esperábamos que el proyecto se extendiera en auxilio de los desamparados escritores criollos, la librería también desapareció. Entendemos su deplorable cierre, ese ministerio tiene asignado un pírrico presupuesto que le limita solventar proyectos de esa naturaleza.

Hablemos claro, es el Estado moderno dominicano (sin distinción de ningún Gobierno en particular) que no se ha interesado en crear el clima adecuado para la promoción de la lectura. Eso no ocurre en países cuyas autoridades se preocupan por elevar el nivel cultural entre sus gobernados.

La pasada Feria del Libro constituyó un notable esfuerzo organizativo, aun con las precariedades presupuestales. Sería mezquino no reconocerlo.  No obstante, en las ferias de la última década asistimos a exposiciones con puestos o kioscos “necrológicos”. Nos encontramos con stand de librerías que hace tiempo cerraron sus puertas, otras ficticias que no tienen locales. Se trata de stand mortuorios y metafóricos.

En esa Feria se podían contar con los dedos de la mano las editoriales extranjeras, mientras en la Feria de Guadalajara participaron más de 100 editoriales y desde ya se está promocionando a Barcelona, la gran ciudad española que tiene importantes editoriales, como el país invitado para la feria del 2025. Nosotros bien gracias.

¿Esto es un descuido del Ministerio de Cultura? Bajo ningún concepto, es del Gobierno central. La planificación de esas actividades con bastante tiempo de antelación requiere de recursos que ellos no tienen asignados y por lo tanto no lo pueden programar.

Ya en el pasado hemos logrado ferias con algún éxito por lo menos a nivel editorial, invitando países que han enviado sus mejores editoras como Uruguay, Chile, Guatemala, Cuba, Venezuela, México, Puerto Rico y otros.  En este renglón la inversión puede ser mínima, con la colaboración intergubernamental a través del Ministerio de Relaciones Exteriores y sus embajadas, que todas tienen agregados culturales.

El problema no es hacer un allante como diríamos en Villa Francisca y San Carlos, es un asunto más delicado que corresponde a las autoridades ejecutivas solucionar. Implica de manera primordial una buena dosis de voluntad política, empezando por enviar al muladar de la historia la borona presupuestal que se dedica para “incentivar” la cultura en general.

Las estadísticas son números fríos, que no pueden reemplazar el contexto social. Sin arredrarnos, podemos sentenciar que se ha irrigado con aridez el terreno destinado a la cultura. Ojala algún día llueva café…