Los programas sociales tienen dos puntos teóricos que se enfrentan constantemente. Los que dicen que sí aportan y valen la pena y los que dicen que no. La derecha neoliberalista se ha plantado firme en contra de este tipo de gasto, sugiriendo que la burocracia, inherente a todos los procesos gubernamentales, influye negativamente en el alcance de estas políticas. En cambio, se debería de otorgar ese dinero en líquido a las personas que se buscan beneficiar. Es importante siempre tener claro que un aumento en el gasto, a través de un aumento en la recaudación de impuestos, significaría literalmente pagar más por servicios ineficientes, y que serían aún más ineficientes, ya que aumentaría la nómina, aumentando la burocracia y, por consiguiente, disminuyendo su eficiencia.
De por sí, actualmente (en nuestro país), pagamos altos impuestos por servicios ineficientes, lo cual es una contradicción con la lógica de un Estado; en teoría, el ciudadano paga impuestos para obtener servicios a cambio. No es un deber cívico el pagar impuestos. Es un contrato social. Ambas partes deben cumplir con sus deberes.
Todo depende de cómo se utiliza este gasto. Por ejemplo, una familia puede gastar mucho e incluso endeudarse si utiliza estos recursos para invertir en la educación de sus hijos, una buena casa que aumente en plusvalía o en inversiones a futuro que blinden el futuro financiero de sus hijos. En cambio, si esta familia gastara mucho en viajes a resorts cada semana, en el ocio desmedido, no sería el mismo caso. De igual manera sucede con los gobiernos.
Las diferencias entre los estados que gastan más y aquellos que gastan menos, a menudo, tienen diversos resultados. Un gran punto son las prioridades de gasto público. Los Estados que gastan más, tienden a priorizar la inversión en servicios públicos como la educación, la salud, la infraestructura y programas de bienestar social. Estas inversiones están orientadas a mejorar el capital humano, reducir la pobreza, o fomentar el crecimiento económico a largo plazo. En cuanto a estructura impositiva, estos Estados, con frecuencia, tienen políticas fiscales más progresivas, con impuestos más altos sobre ingresos y propiedades, especialmente para las personas de mayores ingresos. Gracias a la recaudación que logran, pueden relucir, en la mayoría de los casos, buenos resultados en términos de indicadores sociales, como tasas de alfabetización, acceso a atención médica y niveles de pobreza. En general, estos siguen modelos fiscales keynesianos, que promueven la intervención del gobierno en la economía para estimular el crecimiento económico y reducir las desigualdades. Su expectativa es que el gasto público impulse la demanda agregada, es decir, que la inversión pública afecte directamente la productividad de la población, aumentando su capacidad de consumo.
En constraste, los Estados que gastan menos, suelen poner énfasis en la austeridad fiscal, reduciendo el tamaño del sector público. Pueden dar prioridad a menores tasas impositivas, particularmente en impuestos corporativos y sobre ingresos, buscando atraer negocios y fomentando el crecimiento económico, mediante el incentivo del sector privado. Su gasto en servicios sociales y educación es menor, lo que se refleja en menor presión impositiva y en sus sistemas fiscales, que son menos onerosos, con tasas impositivas generales más bajas o exenciones fiscales significativas para ciertos sectores.
Los impuestos son fundamentales y necesarios, aunque algunos economistas hoy puedan diferir. Sin impuestos universales no se pudieran mantener esos servicios que sufren del free-rider problem (o polizón). Este término fue postulado por primera vez por el economista Paul Samuelson, que postuló que ciertos bienes, llamados bienes públicos, son "no excluibles" y "no rivales", lo que significa que no se puede evitar que las personas los usen (incluso si no pagan por ellos), y el uso de una persona no reduce su disponibilidad para otros. Se popularizó aún más a través de Mancur Olson, con su libro Logic of Collective Action (1965), y del cual después se discutiría tanto en las áreas de la microeconomía como de la economía del comportamiento. Estos bienes públicos, como por ejemplo, la milicia y la policía, y las calles y el alumbrado público, no pudiesen mantenerse a no ser que todos paguemos impuestos universales.
Sin embargo, no es una labor patriótica pagar impuestos cuando estos son utilizados para financiar los derroches de los gobernantes.
En América Latina, los niveles de gasto público varían significativamente. Y estas diferencias reflejan las políticas fiscales y las prioridades económicas de cada Gobierno. Entre los países que gastan más, tenemos dos casos que, en particular, tienen resultados muy divergentes. Este es el caso de las Repúblicas divididas por el Río de la Plata: Argentina y Uruguay.
En la República Oriental del Uruguay, su elevado gasto social, especialmente en áreas como educación, salud y programas de seguridad social, logró posicionar al país con un estado de bienestar desarrollado puntero en comparación con la región. Uruguay tiene algunos de los mejores indicadores sociales en América Latina. Por ejemplo, cuenta con una de las tasas más altas de alfabetización, y su sistema de salud es reconocido por ser de alta calidad. Y si, aunque este alto nivel de gasto requiere una fuerte carga impositiva, es un estado fiscal eficiente, pues logra su objetivo de retribución.
Por el contrario, tenemos el caso de Argentina, que ha mantenido históricamente un elevado nivel de gasto público, pero no ha tenido el éxito y eficiencia logrados por su vecino oriental. Durante el período kirchnerista (2003-2015), el gasto social aumentó indiscriminadamente, igualmente la corrupción, la malversación de fondos y la miseria del pueblo. Este alto déficit e hiperinflación, que provocaron sus políticas, junto con el cinismo de parte de los líderes políticos, permitió la entrada en el poder a un personaje como Javier Milei. La alta inflación y los recurrentes déficits fiscales han limitado la efectividad del gasto público, teniendo que hacer default en sus deudas, en múltiples ocasiones. Este gran déficit fue la causa de los artificiales subsidios al sector energético y de transporte, la masiva multiplicación de la nómina pública, planes sociales para acatar agendas globalistas, y mucha, pero mucha corrupción. De igual manera, pudiéramos mencionar otros países de LATAM, como Brasil y Chile, donde el capital lo han aprovechado partidos de izquierda, cuya efectividad en programas sociales versus déficit, está en tela de juicio.
Costa Rica es otro ejemplo de un país que prioriza el gasto en salud y educación. El país invierte fuertemente en programas de bienestar social, y tiene un sistema de salud pública robusto, financiado a través de impuestos. Por esto posee uno de los mejores resultados en términos de indicadores de salud y educación en la región. Sin embargo, en los últimos años, ha enfrentado desafíos fiscales, lo que ha llevado a la implementación de medidas de ajuste fiscal para reducir el déficit. Porque para gozar de estas cosas, de nuevo, hay que pagar.
Paraguay se caracteriza por tener un nivel relativamente bajo de gasto público en comparación con otros países de la región. Su inversión en salud, educación e infraestructura es mínima, y el tamaño del gobierno es reducido. Aunque Paraguay ha tenido un crecimiento económico estable en las últimas décadas, su bajo gasto social ha resultado en deficiencias en áreas clave como la educación y la salud. Los niveles de pobreza y desigualdad son relativamente altos, y los servicios públicos no cubren de manera eficiente las necesidades de la población. La baja inversión en infraestructura también ha frenado su potencial de desarrollo a largo plazo y se ha quedado estancado entre el progreso y el tercer mundo, protagonizando un marcado paralelismo entre la capital y las demás provincias subdesarrolladas.
Nuestro país, tiene un nivel de gasto público moderado en comparación con la región. Aunque la economía dominicana ha crecido sosteniblemente, durante los últimos cincuenta años, no ha mostrado una mejoría sustancial en los índices de desarrollo social y humano, y seguimos enfrentando desafíos en términos de desigualdad y calidad de los servicios públicos.
El gasto en educación ha mejorado el acceso a la educación básica, pero la calidad sigue siendo deficiente. En salud, los avances han sido nulos, con desigualdades marcadas en el acceso a servicios de calidad entre zonas urbanas y rurales. El gasto público en la República Dominicana ha tenido resultados mixtos. Principalmente, porque no se le da continuidad a los proyectos que inicia un gobierno. Hay una perpetua competencia entre “mis logros” y “los tuyos”, y no hemos podido lograr encontrar ese punto medio que beneficie y resalte “los logros de todos”. La ideología centrista, o falta de ideologías radicales en nuestro país, ha permitido la estabilidad política y económica, lo que se ha traducido en un crecimiento sostenible a lo largo de los años. Pero el populismo y ansias desproporcionadas por el poder han causado esta feroz competencia por personalizar lo que hizo uno, y tachar como malo todo lo que hizo el otro. Antes de hablar de incrementar los impuestos, debemos de hablar de eficientizar del gasto.