Ser maestro o maestra, es una ocupación pública independientemente de que se trate de una institución escolar de gestión privada o administrada por el Estado, pues se trata de un ejercicio que tiene como propósito la formación y desarrollo de las generaciones presentes con miras a su desenvolvimiento ciudadano en la sociedad que les toque vivir.
Aunque por razones de interés político-gremial hay quienes hablan de trabajadores de la educación, la verdad es que se trata de hombres y mujeres que se forman profesionalmente en una institución de educación superior para desarrollar el ejercicio de enseñar. Desde esa perspectiva el o la maestra es un profesional de la enseñanza que debe contar con las competencias necesarias para ejercer con efectividad y eficiencia su trabajo, avalado por una certificación otorgada por una universidad debidamente autorizada para hacerlo.
La profesión docente, en ese sentido, supone una serie de cuestiones que conllevan hacia la responsabilidad social como la autonomía de su ejercicio; así mismo el de la imagen y respeto social que le otorga la sociedad o la comunidad, por lo que significa la misma. Se dice que en algunos países es la profesión mejor valorada, pues se trata de quienes tienen la obligación de desarrollar las competencias básicas para el ejercicio ciudadano. De esa manera, la sociedad deposita su confianza en quienes tienen que desempeñar una función tan importante para su propio futuro.
El tema se hace complejo y desafiante al mismo tiempo, pues quienes asumen tal responsabilidad en la realidad concreta se encontrarán ante el dilema que supone la interrelación de su propia formación personal y sus valores, como la formación profesional y los principios filosóficos que la guían, juntamente con los lineamientos institucionales de quienes lo contratan y, en el caso de aquellos que realizan su ejercicio profesional en el sector público, del gremio al cual se afilian. Hablamos pues de las interrelaciones entre su formación personal, los lineamientos de la formación profesional, los marcos curriculares y normativos de quienes los contratan y aquellos que emanan del gremio al cual se afilian.
Es un dilema complejo que debería generar una reflexión profunda en la persona que la vive, pero que generalmente se ha resuelto anteponiendo los valores gremiales que asume como representativos de sus valores personales y profesionales, y que les permite entonces, enfrentar los lineamientos y obligaciones incluso contractuales de la institución a la cual debe servir, en este caso, el Ministerio de Educación y por consecuencia, la escuela.
En una circunstancia como la descrita, el dilema ético que debería enfrentar un docente ante la imposición de su interés personal y gremial a los intereses de los niños, niñas y jóvenes que él está obligado a contribuir con su formación, se diluye. La conversación interna consigo mismo y los valores contrapuestos terminan perdiendo relevancia. Así, la contraposición o el dilema ético entre lo justo o lo injusto, lo recto o lo incorrecto, lo bueno y lo malo, pierden su razón de ser.
El contexto en que esta situación se desarrolla tiene otras cuestiones que la mediatizan: por un lado, la cultura que prevalece en toda la estructura del Ministerio que se corresponde más con los intereses partidarios que con los propios de su función principal, es decir, los aprendizajes de los niños, niñas, jóvenes y personas adultas. Las políticas se ignoran por el solo hecho de corresponder a las autoridades anteriores, así fueran incluso, del propio partido de gobierno; el uso de los fondos del presupuesto los cuales se ven seriamente comprometidos con el abultamiento de la nómina de empleados para responder a los compromisos políticos partidarios, entre otras cosas; y, por supuesto, la inversión en lo propiamente pedagógico se ve seriamente afectada. Por el otro lado, gran parte de la dirigencia gremial tiene ya muchos años fuera de las escuelas y las aulas, por tanto, sus intereses se corresponden más bien con el “rol dirigencial del gremio” y su permanencia, más que el de maestro de aula o director de escuela. Esta permanencia histórica debería ser incluso una preocupación de estos mismos actores de cara a una sociedad plural y democrática.
Estas dos cuestiones, entre otras, envían un mensaje nebuloso hacia los maestros que no les permite conservar la esencia de lo que son y con ello, caer en lo que algunos llaman el “vacío o la ceguera moral” frente al dilema ético en que deberían verse expuestos cuando no son los intereses de los estudiantes lo que priman en la cotidianidad de la escuela y de su ejercicio profesional. El peligro de esta situación es el que se pueda caer en una especie de anomia social ante el no reconocimiento de reglas y normas que, al asumir una función pública como lo es la función docente, se tiene la obligación de cumplir.
El Ministerio de Educación está compelido, obligado, a desarrollar una política de carrera docente que incentive de manera permanente el cumplimiento y la rendición de cuentas efectivas, de tal manera, que el maestro visualice en su ejercicio profesional la condición de alcanzar mayores estatus, reconocimientos e incentivos, al mismo tiempo que mejoras en sus condiciones laborales, por la vía del desarrollo ejemplar de su función docente. Le corresponde al gremio velar, entre otras cosas, porque el desarrollo de dicha carrera se haga realidad y se ajuste a los principios que la sustenten.
Las ideas expuestas nacen solo del interés por contribuir al desarrollo de un proceso dialógico en que todos los actores que inciden en la educación asumamos de cara al futuro de la misma.
Asumir la educación como un bien público esencial y no solo el decirlo en un discurso político partidario o de intereses económicos particulares nacionales o internacionales, supone el verdadero pacto por la educación y su calidad. Ese y no otro es el compromiso ético de Estado que la sociedad espera.