Edgar Paiewonsky-Conde (Samaná, 1943), aun para un selecto puñado de sus amigos dominicanos, que lo conocemos desde hace no tanto tiempo, no es un desconocido. Como ha desarrollado una dilatada vida académica de profesor en los Estados Unidos es más conocido en el ámbito académico, en los circuitos de los congresos universitarios y entre los versados y conocedores de sus líneas de investigación. Por sus ensayos y estudios sobre la narrativa de Juan Bosch y El Quijote (sobre los que he oído sus conferencias), sabemos de su rigor, consagración y honestidad. En paralelo a su oficio académico, ha llevado a cabo otra pasión más secreta: el cultivo de la poesía visual e iconográfica. Aunque suene extraño y hermético, esta vertiente poética, con sus técnicas y procedimientos propios, tiene una historia y una tradición, que se remontan al poeta cubista francés Guillaume Apollinaire, quien con sus Caligramas –una colección de poemas publicados en 1918— fundió tipografía y espacio entre las palabras y las páginas. A esta forma poética se le suele llamar poesía concreta o visual, que en 1952, los denominados concretistas brasileños, del grupo Noigandres en Sao Paulo, cuyos integrantes, Decio Pignatari y los hermanos del Campos (Haroldo y Augusto), habrían de convertir en una aventura poética de vanguardia, ruptura y experimentación, en Sudamérica y gran parte de América Latina. Esta corriente poética aspiró a negar otras vanguardias históricas como el surrealismo y el dadaísmo, y a la vez, alejarse de las nociones románticas de inspiración y sentimiento. Asumieron, por el contrario, la escritura de una poesía más concreta, reflexiva, donde las palabras dialogaran más con el espacio y lo visual que con el tiempo. Se trata de una poesía objetual y esencialista, de predominio de la forma sobre el contenido. Escribieron poemas-objetos, es decir, palabras-cosas, en movimiento espacial y rítmico. Cultivaron así una poesía conceptual de las formas verbales, donde el espacio de los signos adopta un significado esencial y estructural, desde el punto de vista compositivo. Por consiguiente, el poema deviene entonces estructura espacial.
Lo que ha diseñado, escrito y construido, desde hace muchos años, Edgar Paiewonsky- Conde, ha sido, antes que un libro, un proyecto verbal y visual, gráfico y cromático, es decir, un mural iconográfico, en el que las palabras y el espacio juegan, se yuxtaponen, se relacionan y se superponen, como en una sinfonía entre el color y el verbo, para darnos una composición de signos y símbolos que apuntan al misterio, el enigma y la paradoja. Es una suerte de poesía minimalista, bilingüe (en inglés y español), cuyos iconos se mueven y giran en una órbita mágica, entre el color y el espacio, la luz y la sombra. Es, más bien, una “poesía visual conceptual”– como afirma en su prólogo–, donde los poemas son ojos que conforman –o forman—secciones con perspectivas múltiples de interpretaciones. Sus iconos, en efecto, simbolizan y representan cosas y objetos, y son intraducibles. No son concebidos y visualizados para ser traducidos, sino para ser vistos como emblemas de la representación misma, no de la significación poética, en su propuesta de sugerencias. En cierto modo, estamos ante una poesía matemática, en la que su autor crea un mundo iconográfico, donde dialogan la ciencia y el arte, por la carga sígnica de lo numérico y geométrico que encarnan. Es decir, vemos una geometrización de la palabra y una temporalización del espacio, por su disposición en las páginas. O, más bien, hay una numerología cifrada, en la que lo sensorial queda disipado por lo conceptual, la figuración por la abstracción. También se percibe, en su mundo espacio-verbal, una “poética del instante”, en la que la instantaneidad temporal expresa una voluntad creativa, y donde predomina acaso menos el azar que el cálculo, contrario a la poética de los dadaístas. O, mejor aún, lo que los surrealistas llamaron: el “azar objetivo”.
En esta poética espacio- verbal confluyen y convergen, pues, las formas y las figuras, los colores y los números, el espacio y el tiempo, sin obviar la presencia y el rol del pensamiento, ya que subyacen, en las palabras, ideas que provienen de la filosofía empirista y pragmatista. Asimismo, ideas que dimanan o aluden a la tradición esotérica, cabalística y rosacruz, por la numerología y simbología que conllevan y entrañan buena parte de sus códigos verbales y visuales. De igual modo, la presencia de los colores primarios y sus significados, y el juego obsesivo con las figuras geométricas. Así pues, hay un entramado de números y letras, formas y figuras, líneas y composiciones, siempre en oposición binaria y en simetría significativa. De ahí que lo vertical y lo horizontal, la luz y la oscuridad, la derecha y la izquierda, el adentro y el afuera, el círculo y el cuadrado, el mediodía y la medianoche, lo cóncavo y lo convexo, el aire y la tierra, el día y la noche actúen y participen como códigos e imágenes, que representan la dualidad y la simetría de las cosas del mundo y del orden de lo real. Edgar Paiewonsky-Conde ha articulado así este texto electrónico, como un proyecto artístico y científico, entre la utopía y la realidad, el sueño y la razón. De ahí su empeño y consagración tesonera, al destinar años de su vida, con sus anhelos, pasiones y angustias, que conlleva una empresa de creación artística de esta estirpe y calado.
Pintura y poesía, pensamiento y palabra, ciencia y arte, psicología de la Gestalt y gnoseología coexisten en simbiosis creadora e imaginaria, en su universo poético-visual. El autor dominicano me recuerda en poesía a la pintura de Piet Mondrian, cuando este artista holandés postuló su teoría de la abstracción geométrica, al crear la escuela del neoplasticismo, con sus composiciones pictóricas, en las que jugaba con los colores primarios, en el espacio de la representación visual. Buscaba un arte puro solo fundamentado en líneas, colores y figuras en el espacio. Intentaba fundir el cubismo o la abstracción cubista con la teosofía, en un proceso que debía concluir en una síntesis abstracta, en la que las líneas debían reducirse a lo rectilíneo, horizontal y vertical; y los colores primarios, al blanco y al negro. Se cree que Mondrian perseguía demostrar o revelar, con la reducción de las líneas, las formas y las figuras geométricas de sus composiciones cromáticas, la manera como la libertad se estaba estrechando, desde la entronización del nazismo en Europa, que desencadenó el holocausto y el intento del exterminio de su raza judía.
Con la presentación de esta obra electrónica de 860 páginas, de Edgar Paiewonsky- Conde, nacido en Samaná en 1943, de padre judío lituano y madre dominicana de origen gallego, obtuvo su doctorado en Literatura Hispánica en la Universidad de Nueva York, con una tesis sobre el concepto de dialéctica en el Quijote de 1605. Ha escrito artículos académicos sobre el Arcipreste de Hita, Cervantes, Góngora, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Juan Bosch, entre otros. Su poesía ha aparecido en revistas de Estados Unidos, Europa y América Latina, y ha sido traducida al inglés e incluida en varias antologías. Cultiva una poesía a un tiempo verbal y visual, que aspira a dialogar con el diseño gráfico, la pintura, la filosofía, la metáfora plástica y poética, concretamente, con la teoría del conocimiento y el empirismo, desde una perspectiva estética, hermética y conceptual. La mirada y la mente, lo espacial y lo verbal se interrelacionan en una especie de discurso poético del acto creador. Nuestro poeta quizás lo haya hecho buscando una razón suficiente –o, como quería John Keats, al decir que “La poesía es verdad y la verdad es poesía”–, o sea, una verdad poética secreta, profunda y mágica, que acaso vive en los intersticios entre las palabras y los colores, las formas y sus representaciones iconográficas. Sus iconos o poemas breves, brevísimos o minimalistas: se leen como signos visuales que ilustran su poética y su concepción del poema y del arte poético.
Paiewonsky-Conde ha transfigurado lo visual y creado un lenguaje, a mi juicio, cifrado, personal, arquetípico, y que plasma y traza sobre la página. Sus poemas o eye poems (o poemas-ojos o poemas videntes) son figuraciones, que se encabalgan y disponen en el espacio de la representación poética, y que brotan de su experiencia verbal. Hay en esta obra, en otro orden de ideas, un sistema numérico, una visión pitagórica de los números como origen, comienzo o principio primordial de todo lo existente o arjé, en la acepción griega del término originario. O el nous, que equivalía al intelecto, espíritu o inteligencia, como lo divino del alma humana, según la filosofía clásica griega, y que constituía el centro de gravedad del universo para los helenísticos. Es decir, como una expresión numérica del espacio, donde la espacialidad se convierte en protagonista del mundo sobre la temporalidad cósmica. De modo pues, que esta propuesta poética y visual, artística y científica, de Paiewonsky-Conde, busca –o aspira– a constituirse en paradigma de su visión estética del fenómeno literario y del poema como objeto o icono verbal, que brota de su mirada escrutadora y aguda, y que es acaso más científica que artística. Quizás por aquella idea que alude a que la poesía es matemática, pues las metáforas son abstracciones conceptuales: representan un desplazamiento del significado, una arbitrariedad imaginativa de las ideas, “un desentenderse del suceder real”, como la definió Alfonso Reyes. Y porque lo que nos sugieren las metáforas –no lo que definen–, no tiene correspondencia con la realidad real, es decir, no representa la sinonimia de las cosas sino la metonimia. Con esta obra de creación, nuestro poeta y amigo, deja un legado, una huella en la tradición literaria dominicana, producto de su constancia y fe persistente en la poesía, más allá de su forma, técnica, lenguaje o medio de expresión, desde una visión reivindicadora de una corriente poética en boga durante los años sesenta y setenta del siglo XX (como lo es la poesía visual y concreta), y que nuestro poeta, cultiva y defiende con una ética poética consciente y militante.