La envidia, es un sentimiento enfermizo y extremadamente pernicioso, que produce desasosiego y sufrimientos intensos. O dicho de otro modo: es una emoción absurda que devora y desorienta la razón.
Marifé Santiago Bolaños, filósofa, poeta y profesora de estética y teoría de las Artes, después de investigar y reflexionar el significado y razón de ser de la envidia, expresaría con admirable propiedad una verdad irrefutable:
“(…) para quien envidia, lo envidiado no se experimenta como una ausencia en su vida o en sus posesiones, sino como malestar porque otros poseen algo que nos hace daño que posean y, por tanto, queremos destruir. Hay un mal mirar en quien envidia, sus ojos se posan en lo envidiado con maldad, no soportan la felicidad ajena. Mal de ojo. Quien envidia “se come su propia mano”, no puede entonces, siguiendo la expresión, tenderle la mano a nadie, ni “echar una mano”. La envidia, cuando lo es, no logra aceptar lo envidiado, sino que aspira aniquilarlo; hay un desequilibrio en su narcisismo que lo convierte en peligroso en lugar de en protector”
Como se puede apreciar, Bolaños, con notable precisión, la significación esencial de la envidia.
Sobre la envidia, María Zambrano habría dicho, con palabras justas y desprejuiciadas:
“Algunas de las llamadas comúnmente pasiones, como la envidia, destruyen al ser que la padece y que, al mismo tiempo, cobra bríos por ella misma. El consumido por la envidia encuentra en ella su alimento. Una destrucción que se alimenta a sí misma; tal parece ser la primera, original, definición de la envidia (…)”
La envidia, entre otras molestias, genera intranquilidad y sufrimiento. El envidioso no desearía, siquiera, la superación de tan malsano sentimiento. Al contrario: lo alimenta hasta la saciedad, aunque lo destruyese por dentro. Y le molestase el triunfo y los bienes ajenos. Pareciese (por su mortificante egoísmo) destinado a vivir lleno de odio y rencor. No bien conforme con su envidia, llegaría al extremo absurdo de envidiar con ferocidad radical la propia envidia. Así, no pasaría de ser un envidiador que dudaría de lo que no debería y envidiaría, con dolor y sufrimiento, la misma envidia. Por eso, agonizaría entre la desazón y el desencanto. Aun así: no buscaría la manera de deshacer su envidia. No: mejor la amaría con toda la fuerza de su ser, aunque le ocasione mucho mal y ningún bien.
Según su convicción, la envidia le parecería exigua. Con frecuencia, dudaría de ella y, a la vez, desearía la supra envidia, la cual no sería otra que la envidia de la envidia. Si no fuese por ella, el envidioso no sabría vivir, ni pensar. Sus dudaciones y envidiaciones serían infundadas y no tendrían, por consiguiente, razón de ser.
El envidiador, sin razón alguna, siempre estaría presto a defender ciegamente la envidia. Sin miramiento alguno, la sentiría con mala fe y saña y mala fe: Si envidiaría la envidia y se gastaría la vida deseando para sí el éxito y posesiones de los otros. Su envidia, probablemente, no tendría cura. Con el paso de los años, en vez de disminuir, crece más y más, hasta lograr, posiblemente, la ruina o destrucción de su “yo” interior.
Lleno de impotencia, los envidiosos no luchan contra tan venenoso sentimiento. Más bien, lo desearían en detrimento del amor propio. Esa y no otra, en cualquier caso, sería la razón de su desasosiego profundo y duradero.
La envidia, no haría falta decirlo, es un sentimiento nocivo, inquietante y destructivo, que siembra el odio, el rencor en el espíritu y el corazón.
Helmut Schoeck, visualiza la envidia con certitud racional, más allá, digamos, de toda ajenidad especulativa:
“La envidia constituye uno de los problemas nucleares de la existencia social, un problema que surge apenas dos organismos superiores pueden compararse entre sí. Al menos una buena parte de este dispositivo impulsivo, que empuja casi como a la fuerza a compararse a los demás, se halla ya biológicamente inserta en los niveles inferiores del hombre. Pero es en el hombre donde ha alcanzado una importancia singular. El hombre es un ser envidioso, que sin los obstáculos sociales con que tienen que enfrentarse los que son envidiados, nunca hubiera sido capaz de desarrollar los sistemas sociales de que tenemos que servirnos incluso en las sociedades moderna (…)”
Como bien se sabe, existen hombres justos que ponen la razón al servicio de la racionalidad y en vez de envidiar, admiran las bondades del otro; reconocen sus méritos y buenas acciones en estrecha correspondencia con la moralidad y la ética. Y lo más importante: en su corazón no subyace la envidia de la envidia. Sin pensarlo, siquiera una vez, rechazan y buscan, con admirable sencillez, la pureza y autenticidad de los sentimientos, sin el menor asomo de ese dañino sentimiento llamado envidia, el cual, por su alto grado de venenosidad, seca el alma, hiere el corazón y ocasiona intensas sensaciones de inquietud tormentosas en la carne y el espíritu. Acaso, esa habría de ser la razón por la cual el envidiador viviría la terrible experiencia de la desazón, la melancolía y el martirio permanente.
La envidia, nadie con su sano juicio la negaría, intranquiliza el alma; la llena de ira, odio y rencor. Pudiese aparecer cuando algún sujeto alcanza el éxito en un ámbito determinado. Eso molesta al envidiador en demasía, sobre todo, si se sabe fracasado e incapaz de lograr alguna hazaña meritoria en el descurso de su existencia trágica y vaciada de sentido. El envidioso, con malicia soterrada, finge falso aprecio. Nunca admiraría, ni mucho menos, valoraría al otro. Al contrario: lo odiaría y desearía lo peor. De ese modo agudizaría su envidia y la convertiría en corrosiva y enfermiza.
El envidioso no es capaz de tener éxito en nada. La razón: es un ser extraviado en el oscuro sendero del fracaso y las lamentaciones. Esa y no otra, es la razón fundamental por la cual no aceptaría, ni siquiera a regaña diente, el éxito del otro.
Diríase que Francesco Petrarca no peca de injusto cuando razona sin soberbia y gran madurez de juicio:
“Ningún vicio es más miserable que la envidia. Nunca reside en espíritu elevado. Todos los vicios tienen en apariencia algún bien, aunque falso, pero la envidia sólo se alimenta de males; los bienes la atormentan, y padece el mismo mal que desea para otros. Por eso me gusta aquel dicho de Alejandro de Macedonio: “Los envidiosos no son más que tormentos o atormentadores de sí mismos”. ¡Grave y verdadera sentencia para ser de un joven!”
Aunque malos y perniciosos, los envidiadores, por supuesto, adoran la envidia y la quieren con toda la fuerza de su ser. Jamás la dudarían y ni la evitarían. Aunque la sufriesen hasta lo indecible, la prefieren ciegamente, sin importarle sus estragos. No conforme con eso, envidian con ferocidad el triunfo ajeno. De cuando en cuando, se envidian a sí mismo y hasta llegan al extremo de envidiarse con rabia inusual. Esa y no otra es la razón de su infinito dolor y sufrimiento sin término.