(…) la poesía tiene delicadezas y dulzuras bien encantadoras.                     (Descartes, Discurso del método)

La poesía, se ha convenido en decir, es la expresión excelsa y deslumbrante de la razón, la imaginación y el pensar. Su riqueza de contenido la hace merecedora de una fuerza vital que atrapa, seduce, emociona y produce (de manera tensa e intensa) goce profundo a los sentidos.

Su significación multívoca implica la unidad armoniosa de imágenes impecables, abstraídas de la realidad material y espiritual.

Paul Valéry, gran poeta y pensador, valora la poesía con claridad impecable:

“Poesía –como estado de sí mismo– Es un estado en que todas las cosas parecen cosas de un mundo cuya ley o sustancia es armónica –es decir, en el que la llegada de los fenómenos, su presencia, su diversidad, están unidas entre sí, y ellos entre sí– como las notas de la escala musical– son como partes de una unidad y de una necesidad formal y significativa a la vez (de ahí su relación con el sueño), de ahí el carácter a la vez necesario e improbable. La unión forma y fondo es resultado de ello. “

El poeta, consciente de su vocación, la revela en sus creaciones y, por mandato de su genialidad, la cualifica, diríase, con afán perfeccionista. Eso lo llevaría a formular importantes preguntas:

¿Mi poema tiene ritmo o carece de él?

¿Es perfecto o defectuoso?

¿Es bueno o malo?

¿Resistiría el paso de tiempo o se perdería en el abismo del olvido?

Esas preguntas, como se puede apreciar, constituyen ejemplos claros de dudaciones, cuyos desafíos creativos parecerían signados por lo indeterminado, o, más bien, cifrados en el suspenso impuesto por la espesura del silencio y la incertidumbre de lo desconocido.

El poeta, sin más, evita lo evanescente y los poemas insulsos, sin ritmo, melodía, ni calidad.

Por sus dudaciones, tiene claridad conceptual y crea obras poéticas imperecederas y de gran calidad estética, que, seguramente, trascienden los esquemas tradicionales de la pura temporalidad. Pensar lo contrario, sería irracional y de mal gusto.

Heidegger, al parecer, lo hizo convencido de que la poesía da lugar al lenguaje.

“(…) la esencia de la poesía debe ser concebida por la esencia del lenguaje. Pero en segundo lugar se puso en claro que la poesía, el nombrar que instaura el ser y la esencia de las cosas, no es un decir caprichoso, sino aquel por el que se hace público todo cuanto después hablamos y tratamos en el lenguaje cotidiano. Por lo tanto, la poesía no toma el lenguaje como un material ya existente, sino que la poesía misma hace posible el lenguaje”.

Según lo dicho, habría que comprender el lenguaje a luz del significado de la poesía. Y no es para menos, porque la poesía expresa la belleza, el sentido profundo y recóndito de la vida, el mundo y el universo. Diríase que en eso, justamente, reside su verdadera razón de ser.

“La poesía muestra el sentido de las cosas (reales y subjetivas) con impresionante belleza, nostalgia y ternura, al tiempo que refleja distintos matices, formas de sentimientos y emociones. De ahí que sea genuina y de buena calidad. A lo mejor por eso, Kant diría que “Una buena poesía es el medio más eficaz de avivar el alma”. Semejante afirmación no deja de ser interesante por su evidente significación”.

María Zambrano, a partir de su vasta experiencia de excelente poeta, nos legó una valoración significativa de la poesía y su esencia constitutiva:

“La poesía, en cambio, asentada desde sus orígenes en lo inefable, lanzada a decir lo indecible, no ve amenazada su existencia. Desde el primer instante, se sintió arrastrada a expresar lo inefable en dos sentidos: inefable por cercano, por carnal; inefable, también, por inaccesible, por ser el sentido más allá de todo sentido, la razón última por encima de toda razón “.

La poesía, elevada expresión de lo sublime, encarna símbolos, imágenes y metáforas de múltiples significados que trascienden lo indecible, lo sensible y el sinsentido de todo cuanto existe y presenta incertidumbre, duda y complejidad. Tal vez por eso, se diría que trasunta lo misterioso, el temblor de la imaginación y las representaciones alegóricas, así como el élan vital de la duda.

Si fuese de otro modo, no habría ensueños, ni existiría la gracia de buen decir. Se pudiera decir, sin faltar a la verdad, que la poesía es indispensable a nuestro vivir. No sólo para sentir extrañas y agradables emociones, sino para poetizar la realidad y la existencia. De ahí la necesidad desafiante de entender la realidad y respirar la excelsa belleza de la poesía. Posiblemente por esas y otras razones, permanece enraizada en la cultura universal la voz y el espíritu poético de todos los que tienen la dicha y vocación virtuosa de hacer poesía y vivir desviviendo entre dolores, dudas, certezas e incertidumbres. En eso radica, a lo mejor, toda la alegría y sin sabores del poeta, siempre presto a cantarle o dibujar (con sabias palabras) el golpeado rostro de la vida.

Nunca debería olvidarse que la poesía encierra significaciones enigmáticas de lo visible e invisible, en tanto su ser revela la melancolía sombría de lo conocido y desconocido, de tanto en tanto, fluyendo, de tanto en tanto, en la autoconciencia y burlando espejismos de la realidad. Si no fuese así, el susurro melodioso de la vida carecería de sentido y los sueños fraguados en los sinsabores de la desdicha serían evanescentes y no tendrían, en todo caso, la frescura de la imaginación, ni despertaría sueños dormidos en las tinieblas de la conciencia. Así pues, el goce de los sentidos quedaría suspendido en las borboritaciones del horror y lo intrascendente, que (con insólita brusquedad) podría detener el hilo conductor de la mundanidad.

Sin embargo, afortunadamente, por obra y gracia de la poesía, entretejemos significados y vislumbramos en la lejanía del devenir incierto los secretos soterrados de la naturaleza. De esa manera extraña e inusual, la poesía deleita el espíritu y aumenta la curiosidad de la razón, atenta, por demás, de lo enrarecido y las representaciones que trascienden lo estrictamente racional.

Por ello, los fantasmas delirantes y sórdidos de la nada presupondrían, si se quiere, los desvaríos trágicos de las ensoñaciones pérfidas y desfiguradas  que sangran la memoria.

No obstante, la poesía se salva y nos libera de vanos presentimientos; nos llena de alegría con mensajes (simbólicos, reales y descarnados) indelebles y agradables musicalidades seductoras. Es así como se sobrepone a la duda y posibilita (con su savia inspiradora) el perfeccionamiento del intelecto creativo. De ese modo, dignifica la vida; mientras sus hacedores –los poetas– la sufren y gozan con libertad y esencia creativa, reveladora de sentido e insólita visiones de realidades conocidas y desconocidas.

Para la filósofa Arthur Marie Zarhn, la poesía es, ante todo, lenguaje y revelación presente en las cosas y la vida, que, por demás, descubre verdades en todo lo creado:

“La poesía es el lenguaje dotado de poderes reveladores, por lo tanto usado como un instrumento metafísico con la capacidad de descubrir las verdades esenciales que existen en todas las cosas creadas: una piedra, un corazón o una calle de la ciudad. La poesía, por lo tanto, no puede ser una cosa de sujeto — lindo o feo, “poético” o realístico, general o particular — porque la poesía se puede encontrar en todas las cosas, si el poeta tiene visión de lo que contempla; es una cosa que procede del manantial, de la vida esencial o interior, y no de la apariencia, o no de velos brillantes flotando por el aire. La poesía verdadera es lo expresado, la revelación de una parte del misterio de la naturaleza, de la vida; es la voz de los ecos, de la cual vivirá para la posteridad; es la visión de todas las cosas que son, como serán, eternamente. La poesía es la erupción del hombre, en una parte de la naturaleza, de las fuerzas que son la vida”.

Lo expresado muestra claramente que la poesía (toda vez que no deja de ser para sí), es lenguaje revelador de vitalidad y fuerza metafísica enraizada en los misterios de las cosas y la naturaleza en general.

De su parte, Hannah Arendt meditó con profundidad óntica la poesía, sus formas y distintas expresiones. La poesía, habría que decir, es signo y símbolo codificado de belleza expresiva que se deja sentir, leer y comprender en palabras de esa gran filósofa:

“La poesía, por lo tanto, incluso si se lee en voz alta, afectará al oyente de manera óptica; éste no se aferrará a la palabra que escucha sino al signo que recuerda, y a las visiones a las que el símbolo se refiere.”.

Como se pude observar, Arendt supo interpretar el efecto visual de la poesía en el oyente. Dicha exégesis, se pudiera menos que decir, la estructuró, como se ha de suponer, a la luz de su amplia y sólida formación filosófica, impregnada de diferentes saberes.

La poesía, en sentido general, no es sino la manifestación de la sensibilidad y el vuelo, sin término, del pensamiento y la imaginación creadora. Por eso, curiosamente, el poeta la goza hasta lo indecible. Con meditaciones descarnadas y silenciosas, duda y percibe, no sin asombro, los atisbos de la realidad trascendente e inmanente.

Mediante abstracciones y metáforas bien urdidas y soplos de inspiración, no deja de ser un rebelde visionario, negador de esquemas rígidos y prejuiciados de la cultura.

Aunque sufre la existencia, el poeta ha de saber trascender los alaridos de la irracionalidad y el sinsentido. Su inquietud sosegada danza con sutil ironía las paradojas del ser y no ser. De ese modo, deleitaría la vista, el oído y el sentido del gusto con la armonía y sus arrebatos poéticos creativos.

Como todo humano, el poeta está llamado a vivir entre lo conocido y desconocido, dudando y vigilando, para no perderse en la opacidad de lo incierto. Probablemente, por eso, filósofa y medita (con asombrosa certitud) la realidad presente antes sus ojos. De ahí que sea visionario de lo futurible y pueda descifrar, con mirada serena, el lenguaje de lo esotérico. Es decir: de lo que no es posible avizorar, a simple golpe vista, en el lejano horizonte. Esa vivencialidad, más que cualquier otra, lo conmueve y le hace sentir la ardiente necesidad de mantener la identidad, el equilibrio mental y emocional, más allá de la ajenidad, la desmesura y la cerrazón.

El quehacer poético, nadie diría lo contrario, se justifica así mismo, y es necesario a nuestra forma de hacer, sentir, pensar y vivir.

Con razón incuestionable, Michel de Montaigne  habría dicho, sin faltar a la verdad:

“(…) La poesía no sólo seduce nuestro juicio, lo arrebata y lo trastorna. El furor que aguijonea a quien la sabe penetrar, comunícese también a quien la oye recitar; como el imán, que no solo atrae la aguja, sino que también infunde a ésta la propiedad de atraer”.

El poeta, sin quererlo, tiene ante sí el gran desafío de lo desconocido. Esa sería la causa por la cual tendría que dudar no de manera transitoria, sino permanente. Si no lo hiciese, agonizaría en el bosque de las desilusiones, los desaciertos y transfiguraciones de lo sombrío.

Aunque no lo quisiese, el poeta dudaría sus creaciones poéticas  con el fin de perfeccionarlas y lograr, quizás, el difícil mérito de la eternidad.

En una obra titulada ‘Fidelidad a Grecia’, Emilio Lledó, gran filósofo, maestro y hermeneuta de profunda visión creativa, revelaría la importancia significativa de la poesía en nuestra existencia y todas sus implicaciones. Según su parecer, la misión de la poesía es ser reflejo de lo que sentimos, queremos y pensamos. A la luz de su bien ganada sabiduría, Lledó valora la poesía en su justa dimensión funcional y significativa:

“(…) Las palabras son para entenderlas y entendernos. Y la poesía tiene esa misión: un reflejo de lo que sentimos, de lo que queremos, de lo que pensamos, pero un reflejo en el que se ilumina, al otro lado, la conciencia de alguien que aún puede ver, que aún acierta a mirar. Porque podría ocurrir que nuestro sentir, nuestro pensar estuviese distorsionado, abotargado, que no fuéramos capaces de ejercitar la libertad de nuestra mente. La poesía que nace del lenguaje interior que lucha, entre la claridad y la ofuscación, por hacernos más posibles, más amplia la existencia, libera e ilumina. Por eso nos acompaña siempre. Poderla recordar con la emoción de las primeras lecturas, releerla con el gozo radiante de cada instante en que la dejamos posar, de nuevo, en nuestros ojos, y en el latido concreto de los pulsos de nuestro corazón –«el tiempo que aún tenemos»–, es la única posibilidad de eternidad de los seres humanos”.

Eso, ciertamente, es así, ya que  la poesía, en tanto género de elevada expresión estética (no sólo permite comprender y entender) se justifica así misma en sus valiosas creaciones, al tiempo que revela los más variados significados de las emociones, gustos, hábitos, costumbres y el sentido de los objetos no sólo del pasado, sino también del presente y el futuro. Eso no es casual, sino fruto de grandiosos esfuerzos, tenacidad, perseverancia, disciplina y enorme capacidad creativa de los poetas, que obsesionados y embriagados con sueños, consiguen despejar dudas; vencer temores, desplegando el vuela de su ingeniosa imaginación más allá, de los límites de la pura y estricta racionalidad.