La lectura, nadie pensaría lo contrario, es alimento esencial del espíritu. Cuando leemos con visión crítica ampliamos nuestro horizonte cognoscitivo. La lectura, como tal, enriquece nuestro acervo cultural. Joan-Carles Mélich, valora la  con visible claridad significativa:

“Leer es detenerse un instante en el flujo del tiempo y enfrentarse a algo que nos interroga y desafía, es iniciar un viaje que nunca se sabe adónde conduce, es caminar y perderse en un texto, como quien se pierde en un bosque, y corre el riesgo de salir siendo otro distinto del que era al principio. Leer es releer, regresar una y otra vez sobre los libros que nos interpelan, esos que, aunque a veces estén lejos, nos siguen sacudiendo como la primera vez (…)”.

Dada su función ilustrativa, la lectura debería ser interpretada y sometida al fuego de la duda y a enjuiciamiento crítico. Así, toda vez, sería fructífera y fortalecería el intelecto. Para evitar la lectura dogmática y superficial, deberíamos interpretar y reinterpretar lo leído no sólo con voluntad firme, sino con espíritu dubitativo. De no ser así, la confusión reinaría en el entendimiento.

Sería lícito decir, sin exageración alguna, que solamente podríamos mantener la lucidez mediante lecturas críticas, dudadas y reflexionadas con inteligencia y prudencia.

Para René Descartes, creador de la duda metódica, leer es igual a conversar con buenos libros:

“(…) la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las personas más íntegras de los siglos pasados, quienes han sido sus autores, e incluso una conversación estudiada en la cual sólo no descubren lo mejor de su pensamiento “.

Semejante valoración, a fin de cuentas, es realista y certera, en tanto sugiere la importancia del diálogo fructífero y desprejuiciado.

María Amalia León Cabral, experta en educación, Literatura y filosofía del lenguaje, sostiene, con sobrada razón, que en la lectura de todo texto hay inevidencias o partes oscuras, que deberían ser bien interpretadas y comprendidas. Sin faltar a la verdad, escribiría:

“En la lectura, como en todo acontecimiento, no todo es explícito y diáfano. Del mismo modo, en los textos hay cosas dichas, explícitas, pero también silencios implícitos, asuntos y temas no formulados. En términos lingüísticos, en todo texto aparecen significados connotados y se sugieren otros denotados, esto es, presumibles a partir de las connotaciones inmediatas. Es éste aspecto con grandes consecuencias educativo-didácticas, porque abordar un texto, comentarlo e interpretarlo, supone sacar a la luz también aquello que en él no se dice, pero se preanuncia.”

Ningún texto, claro está, es absolutamente transparente. En su estructura profunda existen mensajes ocultos y conceptos pocos diáfanos, que revelan signos de incertidumbre.

Para desentrañar las significaciones más recónditas de un texto es indispensable, cuando menos, leerlo, dudarlo e interpretarlo con mirada inteligente y reposada.

La reconocida filósofa y hermeneuta María Antonia González, con palabras claras y convincentes nos remite al concepto de lectura de George Gadamer:

“La lectura es apropiación del texto, una apropiación propia y particular –aunque no por ello se niega su vinculatividad– que se lleva a cabo a partir de la construcción de un escenario interior, un escenario en el que la palabra puede “sonar”, puede ser “escuchada” en eso que Gadamer llama el “oído interior”, porque ahí la palabra dice, nombra, le dice algo a uno en cada caso. La lectura es diálogo, y porque es diálogo la palabra del texto no puede pensarse desde la autorreferencialidad. Por el contrario, por medio de la lectura nos percatamos de la “fuerza evocadora del lenguaje”, de su capacidad de ser siempre “más”, decir siempre “más”, de ser crecimiento o incremento de (y en) el ser (…).

La lectura, como bien apunta González, es diálogo, que además de relacionarnos con el lenguaje, posibilita “apropiarnos” de él, para desentrañar (mediante exégesis rigurosas) sus más diversos sentidos, esencia y metamensajes.

Todo texto, a no ser que tenga incoherencia, constituye una articulación de sentidos, de aspectos y propiedades que lo legitiman y le dan razón de ser. En la lectura, según Wolfgang Iser, no se efectúa de manera total la fuerza vital o potencial de sentido. Su decir sobre la lectura y el sentido del texto lo deja oír con suavidad y naturalidad espontánea:

“(…) resulta completamente adecuado afirmar que en el hecho de la lectura nunca se realiza del todo el potencial de sentido, sino que este solo puede ser parcialmente actualizado. Pero justo por esto se hace aún más necesario el análisis del sentido en cuanto acontecimiento; solo así se perciben los supuestos que condicionan la constitución del sentido. De la misma manera que, en cada caso, los matices del sentido constitutivo tienen carácter individual, igualmente el propio acto de constitución posee características comunicables que se hallan en la base de cada una de las realizaciones individuales del texto y, por consiguiente, son de naturaleza intersubjetiva”.

La lectura, según Iser, no puede agotar todo el sentido del texto. Ello justifica, más para bien en vez de mal, reiteradas dudaciones en el acto de leer.

Dudar una y otra vez, cuando leemos, no deja de ser fundamental para interpretar y comprender (probablemente en todas sus partes) los sentidos de un texto, sin importar su temática o ámbito referencial.