La deuda externa
FHC (Francisco Henríquez y Carvajal) desplegó una exhaustiva y extenuante labor para solucionar el problema de la deuda externa y probablemente se sintió frustrado e impotente pues el contrato se formuló correctamente y se consensuó con diferentes sectores y prestantes personalidades del país. Dominado por el desencanto, FHC expuso su convicción de que:
“Ninguna de las gestiones, ninguna de las concepciones, ninguna de las estipulaciones de transacción de las que ha precedido al actual Proyecto de Contrato, entrañaron las reivindicaciones, de todo linaje, que, para honra y provecho del país, resultan obtenidas en aquel instrumento oficial. El proyecto del 25 de marzo es incomparablemente superior, en ventajas para el país que todos los proyectos que le precedieron; primero porque no tiene una sola concesión que no se hubiese prometido con anterioridad a la Improvement; y segundo, además, no deja de anular una sola de las ventajas de que antes fueron pretendidas, y reúne, también, muchas otras nuevas ventajas que jamás se solicitaron ni obtuvieron”. (El Combate, “Clausura de razonamientos”, 30 de septiembre de 1901.)
Desde las páginas del periódico El Combate, FHC defendió con vehemencia el acuerdo con los acreedores extranjeros, principalmente para refutar las opiniones del principal opositor de ese momento, Hipólito Billini (1850-1903), quien entre el 6 y el 23 de septiembre de 1901 escribió catorce artículos en el Listín Diario en contra del convenio. Para Billini dicho contrato, lejos de despejar el horizonte económico de la República, colocaba la hacienda pública en una “situación embarazosa y asaz tirante”.
A su juicio FHC debió aferrarse a la rendición de cuentas antes de arribar a un convenio con la empresa estadounidense. Enumeró seis factores por las cuales entendía el contrato con la Improvement no era bueno: obligaba al país a entregar dinero a la empresa a cuenta de crédito no reconocido por el Congreso; tenía efecto retroactivo respecto a los pagos que debían hacerse a la empresa extranjera; obligaba al gobierno a comprar 850 libras esterlinas en bonos de la deuda unificada; señalaba determinadas aduanas para el cobro de las sumas a pagar; establecía una suma mínima del diez por ciento de las rentas en cesión a la empresa, con lo cual exponía el gobierno a la iliquidez,
Por último, Billini entendía que conforme la cuarta cláusula la Improvement recuperaría los derechos que tenía sobre los convenios en caso de incumplimiento del nuevo contrato por el gobierno dominicano. En fin, para Billini el convenio no favorecía en nada al país y en cambio aceptaba todas las pretensiones de dicha empresa, además de inhabilitar a la República para obtener ventajas en el futuro; en contrato, concluía, todo era “dudoso e inseguro”. (Andrés Blanco (ed.), Hipólito Billini. Escritos. Ensayos, Santo Domingo, 2008, pp. 195-238.)
El veto al Contrato contravino los designios de Jimenes de restablecer la perdida autonomía fiscal, además de ser el más ventajoso de cuantos se habían propuesto para solucionar el problema con la Improvement. Pero el mismo no fue suficientemente debatido en el Congreso y reputadas voces, como las de Emiliano Tejera, lo boicotearon cuando lo ponderó como “peligroso” y “amenazador” a los intereses de la patria.
Para Eugenio Deschamps en el rechazo del Convenio incidió “el radicalismo de las honradas convicciones” asumidas por FHC, a quien los horacistas querían eclipsarlo pues se proyectaba como el más importante candidato a la presidencia. (R. Cassá y B. Almonte, Eugenio Deschamps. Antología, Santo Domingo, p. 130.)
La opinión de Deschamps es coincidente con la del historiador Herrera quien entendía que la crispada polémica suscitada por el contrato con la Improvement sentó las bases para la caída de Jimenes pues en el fondo de la discusión subyacía un sentimiento político partidista que daría lugar a una candente avalancha sobre todo el país. (C. Herrera, De Hartmont a Trujillo, p. 128.)
Finalmente, el Gobierno envió una Comisión al exterior a concertar un arreglo con las Compañías estadounidenses y un modus vivendi con los acreedores europeos, con la propuesta de que estos recibieran con regularidad los intereses correspondientes a sus títulos y difiriendo la amortización de la deuda. Asimismo, se logró separar a la República de la coyunda de las compañías extranjeras.
Las insurrecciones contra el Gobierno de Jimenes
Las continuas rebeliones fraguadas por antiguos lilisistas provocaron la exasperación de algunos funcionarios del gobierno de Jimenes. Tal es el caso del Dr. Henríquez y Carvajal quien al reflexionar sobre el tópico desde las páginas de El Liberal expuso criterios radicales contra las mismas, reveladores de su desencanto y frustración. Percibía la “conflagración revolucionaria” como un incendio que ameritaba resoluciones rápidas e inmediatas para detenerla, pues cuando se producía la alteración de la paz pública, cuando toda la sociedad se siente amedrentada y se conocen los hilos de las conspiraciones “sería verdaderamente ridículo entrar a una sinagoga a discutir con los doctores de la ley”.
Aclara que la ley rige todos los actos del Gobierno, sin embargo, cuando la ley escrita ha sido deficiente o permanece muda, este procede conforme a una ley que es base de todas leyes escritas y codificadas; la ley no escrita, que supera a todas las leyes escritas y articuladas, que es ley por excelencia, precepto imperativo y origen de todo derecho. “El primer deber del Gobierno es asegurar la paz, el orden público, la tranquilidad del pública, reprimir el desorden, reprimir la revuelta o hacerla frustrar, evitar la conmoción pública y el malestar que ella conlleva”. (Fco. Henríquez y Carvajal, Cayacoa y Cotubanamá. Artículos publicados en La Lucha y en El Liberal, Santo Domingo, 1900, p. 243.)
Visión negativa del pueblo dominicano
Para el ilustrado ministro de Relaciones Exteriores, el país marchaba a la ruina, al abismo. Asumió la calificación dada por un senador norteamericano a la sociedad dominicana cuando la definió como una “masa caótica de crímenes y de sangre”, cuya purificación solo podía lograrse mediante la conjunción del “buen sentido” y del “continuo esfuerzo vigoroso de los buenos dominicanos”, los cuales no son muy numerosos. La escasez de buenos dominicanos tenía su matriz en el hecho de que “la mayor parte de los dominicanos son seres enfermos, inficionados de vicios morales, o de ilusiones que falsean completamente su esfuerzo intelectual”. (Ibidem, p. 244)
FHC atribuye el envilecimiento del pueblo dominicano a sus vivencias en la más absoluta abyección durante trece años consecutivos, bajo la férrea dictadura de Ulises Heureaux, “en medio del desorden administrativo más escandaloso, disimulado con la suntuosidad del bajo imperio, y al lado de ese desorden administrativo, se establecieron con descaro las prácticas más deshonrosas de la inmoralidad pública, y el crimen público fue erigido en regla gubernativa”. Empero, cuando emergen nuevos sujetos en el escenario social, portadores de un proyecto de racionalización de la administración pública, las revueltas se presentan como los “síntomas inequívocos de las enfermedades de que padece el cuerpo social”.
Desde cosmovisión positivista, o más bien, determinista, FHC enuncia los factores que obstruían el desarrollo de la libertad en la sociedad dominicana, a la cual consideraba como una “planta exótica”: “todas las condiciones biológicas parecen serle adversas, clima, medio social, tradiciones, leyenda, raza, confusión de elementos étnicos, educación incipiente o viciada, desarrollo industrial exiguo, desenvolvimiento mental reducido, cuánto esmero no reclama su cultivo para que no perezca en la aclimatación”. (Ibidem, pp. 246-247.)
Al repeler las agresiones de los opositores del gobierno, atrincherados en los periódicos de la época, y expresar su desencanto por la ocurrencia de tantas insurrecciones, FHC formuló una visión completamente negativa del pueblo dominicano, que a lo largo de su devenir histórico “ha vivido en la atmósfera de la inmoralidad pública y la injusticia”, “inficionado de vicios, de errores fundamentales, que no conoce más prácticas gubernativas que las que en esta tierra han podido perdurar, las de la tiranía”, un pueblo “revuelto siempre por ideas subversivas contra el orden gubernamental instituido, sea este bueno o malo”, carente “en absoluto de tradición aprovechable y de educación”, un pueblo “harapiento, hambriento, con el rostro pálido y demacrado”.
Al concepto de revolución, para la cual no había causa, y que tantos problemas causó al Gobierno de Jimenes, FHC opone el de evolución para la que faltaban razones. La evolución era el principio cardinal de la escuela hostosiana “en cuyo frontispicio está en grandes letras, de acero inoxidable, escrito como lema el principio de la evolución”. Todos los males de los pueblos hispanoamericanos, entre ellos el dominicano en primer lugar, tienen su origen en el “desconocimiento absoluto” de esa gran ley. De haberla conocido, hubieran avanzado hacia un bienestar, grande o pequeño, pero positivo. (FHC, “Mi tributo”, Clío, No. XXXIV, (marzo-abril de 1939, p. 69.)
Desde una perspectiva enteramente racista, FHC expresa que para el pueblo dominicano alcanzar el nivel de civilización de Suiza, Inglaterra o los Estados Unidos, y obtenga la categoría de “adulto, robusto y sano, lleno de vigor moral, con ideas justas, con nobles propósitos, con hábitos sociales y políticos”, no solo se requerirían siglos, sino también disponer de “elementos étnicos” superiores, así como una adaptación de estos al medio geográfico e internacional. (Ibidem, pp. 244,246 y 248.)
¿Tiene fundamento esta ponderación negativa del pueblo dominicano que hace del Dr. hace Henríquez y Carvajal, muy típica de la ideología del progreso? Es evidente que la raíz del envilecimiento de una parte de la población de la época residía en la prolongada dictadura que le vedó el acceso a la educación, a la libertad, a servicios básicos, a una vida digna y la mantuvo en la más absoluta ignominia. La barbarie o degradación moral percibida por los intelectuales de la época en el pueblo dominicano se expresaba por medio de la violencia, la criminalidad y los juegos de azar principalmente. En su Memoria de marzo de 1902 el secretario de Justicia e Instrucción Pública planteó la necesidad de emprender una minuciosa y paciente indagación sociológica y antropológica para determinar la calidad, rasgos y fisonomía de la criminalidad, así como el modo de corregirla y contenerla.
El incremento de los crímenes mantenía atemorizada a la población y se esbozaron múltiples explicaciones sobre las causas de estos, tales como el régimen liberal imperante, las deficiencias de la legislación, la lenidad de los tribunales, la imposibilidad de condenar por falta de pruebas porque nadie quería deponer en contra de nadie y el inmoderado uso de armas de fuego.
Aunque Henríquez y Carvajal reconocía la poli causalidad del fenómeno, atribuía el elevado índice de crímenes a la generalización del revólver, introducidos a granel al país por medio del contrabando y otras veces con permisos otorgados por el ministerio de Guerra. Los hostosianos o normalistas sopesaban el irrespeto a la vida como una rémora de la barbarie medieval y reclamaron “poner coto al uso de revólveres, machetes, cuchillos y otras armas ofensivas que mantienen en continua inseguridad los campos de la República, y en frecuente alarma las calles mismas de las poblaciones”. (El Normalismo, 2 de agosto de 1901).