El 4 de noviembre de 2022 las calles del Distrito Nacional y el Gran Santo Domingo se convirtieron en ríos que ahogaron a 9 personas. Las pérdidas económicas, según informes, se estimaron en unos mil quinientos millones de pesos dominicanos, aproximadamente. El evento provocó que cientos de familias quedaran sin medios de sustentos, vehículos, comercios y viviendas.
Un año después, el 18 de noviembre de 2023, la capital y territorio nacional se inundan por lluvias que arrastran lo que encuentran a su paso. Se reportan las muertes de 24 personas y pérdidas económicas por encima de los tres mil millones de pesos, según reporte de daños (el Dinero, 2023).
El 14 de agosto del presente año, una explosión en un área de mercado del centro de la ciudad de San Cristóbal deja 34 fallecidos, 154 heridos y destrucción de varios centros comerciales ascendente a una cantidad no concluyente de millones de pesos. Y en la misma provincia, el 29 de noviembre de este año, un minibús es impactado por un camión cargado de cemento de construcción, ocasionando el fallecimiento de 14 personas y decenas de heridos.
Cuatro desgracias lamentables: dos por factores de la naturaleza y dos humanas. Nadie quiso que esos hechos ocurrieran ocasionando sufrimiento a las familias de las víctimas que hoy se encuentran en duelo. Las muertes inesperadas de seres queridos tardan en superarse emocionalmente.
Esos sucesos deben ser reflexionados por la sociedad para evaluar la realidad que tenemos sobre el nivel de vulnerabilidad que por distintas amenazas naturales y humanas vienen amplificándose en el tiempo con pérdidas de vidas y económicas importantes.
El comportamiento de los seres humanos y la manera de actuar frente a los riesgos de inundación y sequías necesitan apoyo de los fondos de pérdidas y daños que se discute en las Conferencias de las Partes (COP28) en Dubái.
Debemos invertir una parte de esos recursos en la educación para el conocimiento del cambio climático, así como también en la readecuación de las estructuras críticas de servicios básicos: educación, medioambiente, transporte, salud, entre otras.
Cientos de estudios y teorías de la gestión del riesgo plantean la ruta a transitar para mitigar los efectos de los fenómenos naturales y humanos, y solo se logra con educación, comunicación y acciones focalizadas.
Hagamos frente a la realidad del aumento de los desastres, sin importar su tipo, desarrollando planes de educación y comunicación dirigidos a la población. Gestionar los riesgos existentes es conocerlos y la formación es necesaria para avanzar.
La falta de visión, en ese sentido, lleva a que en momentos de eventos hidrometeorológicos (lluvias) la población salga a las calles a curiosear y a divertirse en vez de protegerse. La ausencia de conocimiento limita el análisis de los riesgos que por amenazas de lluvias ponen en peligro las vidas.