Introducción

Apenas un mes y siete días habían transcurrido desde el ascenso al poder del profesor Bosch, cuando el “hachazo duro” de la muerte, como expresara el poeta Miguel Hernández, privó de la existencia terrenal a su madre, doña Ángela Gaviño de Bosch, un triste 6 de marzo de 1963.

Pero no se detuvo ahí la rueda del infortunio en aquellos días difíciles para el recién electo gobernante. Un mes y trece días después del sentido deceso de doña Ángela, partía también al viaje sin retorno su padre, don José Bosch Subirats.

En aquellas horas pesarosas, un joven José Francisco Peña Gómez, con apenas 27 años de edad,  preñado de profundos sentimientos de amor y de respeto hacia su mentor y líder, le escribe sendas cartas de condolencias en las que se hicieron manifiestas las fibras más hondas de su espíritu delicado y noble, su sentido de la solidaridad y su altura de miras, esas que ya presagiaban en ciernes al astro político que dotado de condiciones singulares, brillaría con luz prístina en el firmamento político dominicano.

El joven José Francisco Peña Gomez acompaña a Juan Bosch en la zona constitucionalista.

Años después vendrían las diferencias ideológicas y hasta personales que sellarían la separación dolorosa entre maestro y discípulo, capítulo complejo de nuestro devenir contemporáneo que bien merece un análisis mesurado y sereno.

Pero entre tanto, en aquellos años iniciales, prevaleció el cariño, la fidelidad y admiración sin fisuras de Peña Gómez a Bosch y, desde luego, el cariño filial y el estímulo político e intelectual de Bosch hacia Peña Gómez.

A continuación la primera carta de Peña Gómez a Bosch, del 6 de marzo de 1963, tras el fallecimiento de su madre.

El profesor Bosch y José Francisco Peña Gómez se estrechan en cálido abrazo.

Compañero Juan:

Hoy, cuando la felicidad debiera sonreírte y la satisfacción colmar tu corazón, el infortunio,  como huracán implacable, ha descargado sus furias sobre la nave de tu vida y el dolor se ha aposentado en la morada de tu alma.

Tú, Compañero y amigo, no naciste para la felicidad sino para el sufrimiento. Sólo un gran espíritu como el tuyo ha podido soportar tantas vicisitudes, sin doblegarse ante la desgracia ni rendirse ante la adversidad. Sufriste desde que eras joven y viste a tus compatriotas con las espaldas laceradas por los latigazos del verdugo. Tu alma de artista se conmovió profundamente con las quejas de tus hermanos doloridos y el llanto de las viudas, de las niñas o las madres de familia que vieron sus hogares arrasados por los vándalos que depredaron la nación.

Sufriste, Compañero, cuando alzaste tu voz de protesta ante la  ignominia y el crimen y te enviaron a la cárcel de Nigua como un vulgar delincuente; a ti, que con tu arpa harías danzar al ritmo de tus cantos al mundo entero. Sufriste bajo el azote de la enfermedad que te provocó la inmunda mazmorra donde te confinó la Tiranía, por tu delito de amar la libertad y tu rechazo al despotismo. Sufriste, hermano mío, cuando cansado de oprobios abandonaste tu tierra y te fuiste a lejanas playas, a tocar con tu recia mano la puerta cerrada de la solidaridad internacional, en aquellos momentos en que el régimen de fuerza estaba vinculado por estrecha ligazón con las dictaduras latinoamericanas y gozaba del respaldo de nuestros Hermanos del Norte.

Veinticinco años trajinando por todos los caminos del mundo viste discurrir sin que se abatiera un solo instante tu robusta fe en la libertad y en la capacidad de tu pueblo para ser dueño de sus propios  destinos. Sufriste, Compañero, cuanto te viste perseguido en tierras extrañas por los dictadores de América, o cuando tus mismos hermanos cerraron contra ti obcecados por la angustia del exilio y la desesperación que experimenta el que ve cautivos a los suyos y quiere redimirlos.

Como escritor debiste haber sentido el placer estético de la creación en aquellos momentos en que tu alma le  legaba a la humanidad páginas inmortales, más yo creo que esas horas significaron para ti la exaltación del sufrimiento, porque tu corazón, hecho comprensión de la miseria y el dolor en esos supremos instantes de tu existencia, floreció en sentimientos que tu pluma transmutó en palabras.

Tu espíritu magnánimo, ensombrecido por el padecimiento se iluminó por breves instantes de alegría cuando viste subir a la cumbre del poder a compatriotas americanos amigos tras desmoronarse bastiones de tiranía. Tu capacidad te proporcionó la oportunidad de ser confidente de los estadistas democráticos de Latinoamérica y nuevamente la envidia se apoderó de tus enemigos y las voces estentóreas de los agentes del crimen profirieron tempestades de insultos.

Como en cóndor, siempre volaste alto y cuando los torbellinos de la política te precipitaron al lodazal no te hundiste en el fango y remontaste el vuelo con las alas limpias.

Tu presencia en todos los episodios del drama antitrujillista prestigió la causa de la libertad dominicana. La fatiga no te ha abatido en ningún momento y cuando caído a tiros  el Tirano creíste llegada la hora de la liberación enviaste a los tuyos como nuevos apóstoles, tras los cuales viniste a tu querida patria a predicar la verdad democrática que galvanizó el corazón de los humildes.

Nuevamente la incomprensión y el odio se cebaron sobre ti. Hermanos tuyos profirieron dicterios en tu contra, que humillaban a los agresores verbales más que a su víctima. Jesucristo dijo que “de la abundancia del corazón habla la boca” y los que tienen el corazón colmado de virtudes solamente profieren palabras de amor y de bondad; por eso proseguiste imperturbable sembrando la fraternidad, mientras los dardos envenenados de tus enemigos se estrellaban en la muralla de tu silencio.

Quisimos defenderte varias veces de los ataques injustos y no lo permitiste. “A mí sólo me juzga el pueblo” decías, y ese pueblo humilde al que perteneces por tu nacimiento y al que te has sentido vinculado tanto en horas de triunfo como en horas de infortunio, te absolvió de las acusaciones infames en la jornada inolvidable del 20 de diciembre.

Tu corazón humilde no se hinchó de soberbia con la victoria ni la venganza mancilló tu inmaculada línea de conducta. De tu boca no salió ni un solo reproche para los vencidos. Eres humilde y sencillo por idiosincracia y no por poses acomodaticias y politiqueras.

Cuando actuabas públicamente en la campaña electoral y visitabas los hogares de los pobres y te sentabas en algún viejo sillón a esperar la taza de café que te ofrecía alguna familia pobre o cuando penetrabas en la cocina de la rica residencia o del hotel suntuoso para saludar a los sirvientes y cocineros, malintencionadamente tus adversarios te acusaban de demagogo y te llamaban falso; pero yo, que he te sorprendido solo en la paz de tu hogar abrazando efusivamente a una pobre niña campesina de la raza de color que prestaba servicios en la casa de tu hermana y que te oí decir en esos momentos que había que infundirle confianza con manifestaciones de cariño a los abandonados de la suerte, sé que eres sincero y puro como el agua clara de los manantiales.

A raíz de la publicación del proyecto de constitución de tu partido, solución de los males seculares de nuestro pueblo, lenguas acusadoras te han tildado de antirreligioso y ateo y lo más lamentable es que voces destinadas a irradiar luz estén lanzando sombras desorientadoras sobre tu nombre. Antirreligioso tú, compañero Juan, que has escrito páginas inolvidables en loor a Jesucristo y al Rey David.

¡Qué injusticia! Yo que conozco las reconditeces de tu vida íntima y que te veo leer la Biblia, tu compañera inseparable, todos los días y que he visto que tanto en la cabecera de tu cama como en tu escritorio tienes siempre contigo el libro de los Evangelios, sé la gran calidad humana de tu espíritu.

El 27 de febrero fue para ti, aunque así tú no lo creyeras, un día de glorificación y aunque sabías la grave misión que te confiaba el pueblo de seguro que sentiste un rayo de felicidad alumbrar el camino de tu vida al ver que fuiste el elegido por el pueblo para llevar a cabo la magna empresa de su reconstrucción material y su progreso democrático.

Cortas fueron tus horas de fortuna, la adversidad se ha cernido ominosamente sobre el horizonte de su existencia en el momento en que traspones el umbral de las puertas de la historia. Tu madre, Doña Ángela, ángel más que por su nombre por sus virtudes, se ha hundido definitivamente en el abismo insondable de la muerte dejando como una estrella luminosa una estela de gratos recuerdos y luto y dolor en los que tuvieron la dicha de conocerle.

Ahora, más que nunca, necesitas revestirte de fortaleza espiritual para resistir esta nueva prueba que te ha impuesto el destino. Durante estos días sólo ha pensado en el pueblo. En los padecimientos de los que no tienen techo, ni educación, ni pan, ni trabajo; pero la fuerza incontrastable del destino te ha hecho volver la mirada hacia ti mismo y te has encontrado con  el alma desgarrada por el sufrimiento.

Tu tarea es ardua y necesitas del concurso de hombres desinteresados y patriotas; la corrupción implantada por la tiranía deterioró considerablemente las reservas morales de tu pueblo y muchos de los colaboradores que tienes en tu gobierno no responderán a las exigencias que reclama la hora con la observancia de un proceder honesto. No se pueden cambiar en horas inmorales prácticas implantadas durante años; pero tienes una esperanza y es la Juventud Dominicana.

Esa Juventud inmaculada que sufrió hambre, desnudez y torturas sin dejarse sobornar por el oro corruptor del Tirano. Esa juventud que llenó las plazas públicas para escuchar las palabras de los líderes de tu partido y que cerró filas a tu lado para darte la victoria en la gloriosa jornada de Diciembre.

Esa juventud no luchó por posiciones sino por libertad; esa juventud, no importa el credo político que sustente, ama la patria más que cualquier otra cosa. Tú eres, Maestro, Compañero Juan, y te corresponde la tarea de disciplinarla y orientarla para que no se pierda.

Compañero Juan, en este momento de infelicidad en que has perdido a la autora de tus días, no te sientas huérfano, que tiene otra madre a la que tienes que querer con más cariño y devoción que a la que te llevó en sus entrañas; es la patria, es la República Dominicana a la que tienes ahora que consagrar todas tus energías de hijo y de gobernante.

Has sufrido mucho compañero Juan  y no esperes recompensa por ahora. El premio que te mereces lo recibirás cuando en años futuros las generaciones venideras reverencien tu nombre por tus eminentes contribuciones al progreso de la humanidad.

Tu amigo,

José Fco. Peña Gómez.