Introducción

En una noche tempestuosa, “al restallar y bullir de relámpagos y truenos sobre un cielo plomizo”, como expresara uno de sus queridos y aventajados discípulos dominicanos, vio la luz  un 11 de enero de 1839, en la hacienda de río Cañas, en las proximidades de Mayaguez, Puerto Rico, el admirado maestro de América Eugenio María de Hostos y Bonilla.

Un 30 de enero de 1875, cuando soplaban vientos de libertad, al término de  la cruenta guerra de los seis años y la caída de Buenaventura Báez, momento cumbre en que, como afirmara Pedro Henríquez Ureña,terminó de consumarse la intelección nacional,  tras frustrarse el nefando propósito de enajenar la Bahía de Samaná a los Estados Unidos, arribó a nuestro suelo el maestro por las costas de Puerto Plata.

Eugenio María de Hostos

Como afirmaba tiempo después: “Ignoraba que allí había yo de conquistar algunos de los mejores amigos de mi vida: doctor Ramón Emeterio Betances, General Gregorio Luperón, Segundo Imbert y Federico Henríquez y Carvajal para la defensa y propaganda de los intereses políticos  de Cuba y Puerto Rico”.

Bajo el cobijo de Luperón y sus buenos amigos, encontró el maestro campo propicio para iniciar entre nosotros su inmarcesible siembra de amor y de conciencia; de saber y rectitud. Y fundó tres periódicos  “Las Dos Antillas”, “Las Tres Antillas” y “Las Antillas” y comenzó a concebir su Plan de Escuelas Normales para la República y un feliz 5 de marzo de 1876 fundó la Sociedad “La Educadora” con el alto propósito, como él mismo consignara, “de popularizar las ideas del derecho individual y público, el conocimiento de las constituciones, dominicana, norteamericanas, latinoamericanas y los principios económico-sociales; en resumen: educar al pueblo”.

Y como si nada le arredrara en su noble empeño de iluminar mentes y corazones a través de la enseñanza, un 14 de febrero de 1880, casi de manera imperceptible, se aperturó el libro de inscripción de la Escuela Normal de Santo Domingo- entre muchas  su obra más querida y de más largo aliento entre nosotros- con su sede en una modesta casa de dos plantas, frente a la Plaza del Convento, después parque Duarte, en la calle entonces llamada “ Los Mártires” y luego renombrada en honor del patricio.

De aquellos inicios de la normal expresó el maestro: “se hizo como se hacen las cosas de conciencia; sin ruidos ni discursos. Se abrieron las puertas y se empezó a trabajar. Eso fue todo. Estaban presentes dos padres de familia…y esa fue toda la concurrencia”.

La  misma Escuela se instalaría en Santiago un año después,  el 19 de febrero de 1881 en acto presidido por el entonces Presidente de la República Pbro. Fernando Arturo de Meriño y aquel memorable 28 de septiembre de 1884 se efectuó la Investidura de los primeros Maestros Normales, pronunciando el maestro su memorable discurso, que a decir del filósofo mexicano Antonio Caso, constituye “ la más alta página filosófica” de América”.

Y el 17 de abril de 1887, con el concurso de la gran Salomé Ureña de Henríquez, se recibían las primeras Maestras Normales, fanal de luz en momentos sombríos en que se ya se había entronizado entre nosotros la férrea dictadura de Ulises Heureaux, rotas las amarras con su protector político general Gregorio Luperón.

Difíciles y finalmente inconciliables se tornaron las relaciones entre el dictador y el maestro, opositor irreductible a todo autoritarismo. En realidad, no hubo mutua simpatía entre ambos desde el principio, como lo pone de manifiesto la famosa anécdota conforme la cual, al acudir un día el maestro ante Lilis, el astuto tirano le recibe con fementido halago:

-“Le recibo, como Napoleón a Talleyrand”, a lo que sin reponerse, contestó el maestro con su característica firmeza de carácter: “Con todo respeto, permítame decirle, Señor Presidente, que ni usted es Napoleón ni yo soy Talleyrand”.

Ya por aquellos días salía el maestro a Chile, llamado a prestar su concurso en el rectorado del Liceo de Chillán y en el liceo Miguel Luis Amunátegui, de Santiago.

Era el 1888 le pidieron sus discípulos dominicanos autorización para publicar “La Moral”, resumen de sus cátedras en la  Normal y en el Instituto Profesional donde impartía, además, derecho internacional y penal y economía política.

Tras insistentes y filiales ruegos de sus discípulos, le autorizó  a publicar el maestro sólo la parte  correspondiente a la “Moral Social”, pues en su criterio, antes que ser escrita y predicada, la moral tenía que ser vivida. Y así lo refería en diálogo con sus alumnos:

Un día se levantaron alarmados mis discípulos. Vinieron a mí y me dijeron:

-Maestro, urge publicar La Moral.

-¿Y por qué urge?

Porque los enemigos de nuestras doctrinas van por todas partes predicando que son doctrinas inmorales.

Mal predica quien mal vive, y vive mal quien mal piensa y quien mal dice”, fue la sabia respuesta del maestro.

Dos memorables cartas se publican en la entrega hoy de esta columna como sentido y respetuoso homenaje al gran maestro. La primera, la dirigió desde Chile a su entrañable amigo y protector general Gregorio Luperón, ya exiliado en Saint Thomás, perseguido por su discípulo, devenido en tirano, Ulises Heureaux.

Por entonces alentaba el maestro su propósito de contar con el concurso de su viejo amigo y protector en los empeños redentores de labrar la Confederación Antillana pero ya  el veterano gladiador, minado su cuerpo por el cáncer y su alma por los sinsabores y desengaños no pudo corresponderle, como siempre lo hizo, con admiración y generosidad. Y poco después, en 1897, hasta Saint Thomas fue a buscarle el mismo tirano, días antes de morir en suelo dominicano.

La segunda carta, dada a la luz  en el periódico “ El Nuevo Régimen”, dirigido por uno de los más aventajados discípulos de Hostos, Rafael Justino Castillo, la dirige Hostos en contestación a la que, a su vez, le dirigiera el general Horacio Vásquéz invitándole a regresar al país, tras consumarse el magnicidio contra Lilís el 26 de julio de 1899, iniciándose entonces lo que se llamó la revolución “ regeneradora”, ahogada en ciernes por las rivalidades caudillescas que no tardaron en aflorar entre Vásquez y Jiménez y los remanentes del lilisismo.

Aunque retornó a nosotros, ya al despuntar el siglo XX, también tuvo el maestro que asistir con el alma transida de dolor a la loca orgía de sangre y de pólvora en que se arruinaba la República al fragor de las rivalidades intestinas, no obstante lo cual, se entregó sin reservas tanto a su quehacer docente como a la redacción de su combatida ley de instrucción pública y a la publicación de su Tratado de Sociología y de Derecho Constitucional. Y entre nosotros, vio llegar la hora postrera aquel triste 11 de agosto de 1903.

A continuación, se incluyen íntegros ambos textos:

Carta al General Gregorio Luperón

Santiago de Chile, 11-6-1895

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Gregorio Luperón

 

Señor general Gregorio Luperón

Saint Thomas

Querido general y amigo: ¿ Por qué no toma usted en la dirección del movimiento de Las Antillas que Cuba ha vuelto a iniciar , la parte que legítimamente le corresponde como uno de los libertadores americanos?

De usted, probablemente, dependería la constitución de un centro directivo que, de acuerdo con el Comité Revolucionario de Cuba y Puerto Rico en Nueva York o Cayo Hueso, reuniera, organizara y de ahí encaminara las fuerzas y recursos revolucionarios de Santo Domingo y Puerto Rico, y de la emigración cubana en Puerto Plata y en las islas y tierras circunvecinas.

Si no me engaño, ha sonado la hora de un movimiento general, y es necesario, o secundarlo, o producirlo, a fin: primero, de libertar a Santo Domingo e independizar a Cuba y Puerto Rico; segundo, de combatir la influencia anexionista; tercero, de propagar la idea de la Confederación de Las Antillas.               

Es indudable que el paso previo es la liberación de la República Dominicana, que, una vez libertada de su actual ignominia, y sujeta al régimen político, económico y administrativo que ya hubiera podido asegurar su desarrollo, prosperidad e influencia, si hubiera oído a quienes sabían lo que pensaban, sentían y decían, sería el centro natural y fecundo de reunión, concepción, acción y ejecución de los planes que los antillanos ganosos de asegurar el porvenir y las Antillas pudieran tomar.

Para mí, que amo tanto a Santo Domingo como a mi propia Borinquen, y que probablemente la elegiré, como patria nativa de la mayor parte de mis hijos, para residencia final y sepultura, empezar por la libertad de Quisqueya es tan natural, que no hago con pensarlo y desearlo, más que un acto de egoísmo paternal; pero, en el fondo de las cosas, es tan esencial la libertad de Quisqueya para la independencia en Cuba y Puerto Rico, que si acaso la de Cuba sobreviene sin ella, lo que es la de Puerto Rico y la Confederación, no.

Pues bien: si se organiza sobre éstas sólidas ideas un centro de acción que pueda decir a estos pueblos, por medio de delegados ad hoc, lo que ha de ser el resultado de la revolución de las Antillas, tal vez conseguiríamos de ellos, no sólo para Cuba, sino para ustedes y nosotros, los Quisqueyanos y borincanos, la ayuda material y moral que, de otro modo, no prestarán.

Piense en esto, mi querido amigo, y cuente con los esfuerzos de su siempre amigo,

E.M. Hostos

Carta al Presidente Horacio Vásquez

Mayagüez, Puerto Rico, 19 de septiembre de 1899

 

Señor don Horacio Vásquez

Santo Domingo, R.D

 

Señor presidente Vásquez:

La satisfacción de ser lógico no se adquiere sin sacrificio; y los que impone, a veces pueden llegar a ser tan efectivos como el que ahora tengo yo que hacer, resignándome a desoír por el instante el bondadosísimo llamamiento que usted, en nombre del país y de mis discípulos, me hacen en el cablegrama que mis hijos conservarán como prueba de que no todo ha sido en vano en la vida bienintencionada de su padre.

Para ser digno del cariño que se me manifiesta, no ha de ser hablada, ni siquiera sentida. Ha de ser vivida, como me propongo vivirla, al regresar a Quisqueya.

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Horacio Vásquez.

El único obstáculo que a ello se me hubiera podido presentar, y que expresamente vine yo desde muy lejos a ponerme a mí mismo, para obligarme a vivir circunscrito a mis deberes de puertorriqueño, lo levanta Puerto Rico.

La patria se me escapa de las manos. Siendo vanos mis esfuerzos de un año entero por detenerla, el mejor modo de seguir amándola y sirviéndola es seguir trabajando por el ideal, que, independiente Cuba y restaurada Quisqueya en su libertad y en su dignidad republicana, ni siquiera es ya un ideal; tan en la realidad de la historia está la Confederación de Las Antillas. Hacia ella, por distinto camino, ya que así lo quieren la mayor parte de sus hijos, caminará Borinquen, aunque su generación no comprenda que ese es el porvenir positivo de Las Antillas, y que a él asentiría desde ahora el nobilísimo pueblo americano, si se le probara, como yo quería le probáramos, que el lógico propósito de nuestra vida es, como debe ser, constituir una confederación de pueblos insulares que ayuden a los pueblos continentales de nuestro hemisferio occidental a completar, extender y sanear la civilización; a completarla, dando a la rama latina de América la fuerza jurídica que tiene la rama anglosajona; a extenderla, llevándola a Oriente, a sanearla, infundiéndole el aliento infantil de pueblos nuevos. 

A ese propósito sagrado contribuirá en las Antillas cualquier antillano que empiece por amarlas a todas como su patria; por amar su patria en todas ellas juntas, y cumplir en todas y en cada una, con la misma devoción filial y el mismo desinterés de toda gloria y todo bien, el deber de tener tan clara razón y tan sólida conciencia como de todos lo exigen el presente sombrío y el porvenir nublado de la familia latina en todo el continente.

Así como hace veinte años empezamos ahí la obra que ahora ha comenzado a dar sus frutos, así podríamos comenzar ahora la que dentro de otros veinte podría comenzar a ser obra consumada. Ya es mucho adelantar en ella el hacer lo que ustedes han hecho al dar al continente el ejemplo de un movimiento social, que, gracias a la eficiencia de los principios a que ha obedecido, ha convertido a nuestra Quisqueya, de la más postrada y más caduca, en la más alta y la más juvenil de nuestras sociedades antillanas.

Trabajar por ella será en lo sucesivo como trabajar por dar una de sus bases necesarias a la Confederación de Las Antillas, que parece hoy inaccesible, pero que es un ideal muy más realizable de lo que creen los renegados de él.

Involuntariamente, al alejarme del propósito concreto de esta carta, me he acercado a él, pues que mostrándome, sin querer como fui siempre, muestro lo dispuesto que estoy a coadyuvar al renacimiento de esa querida tierra de mis hijos y al florecimiento de aquella civilización que juntos habíamos empezado a fabricar la juventud dominicana y yo, manifiesto cuán con ustedes estoy, cuán a su lado, cuán a la disposición de nuestra buena tierra.

Vea usted, pues, señor presidente del gobierno restablecedor de dignidad, libertades y derechos, si me sería placentero ir ahora mismo a continuar ayudando a ustedes a consumar la grande obra que tan sana gloria dará a la juventud dominicana. Pero no debe ser ahora. En primer lugar, esta es hora de los que fueron perseguidos; y cuando entre ellos hay un general González que ha hecho sacrificios positivos a la humanidad del territorio patrio, yo no debo consentir en que en que por mí se distraiga una sola de las aclamaciones que deben acogerle.

En segundo lugar, aun puedo yo hacer aquí algún esfuerzo en favor de mi país preparando lo que haya de impedir que se derrumbe la obra comenzada. En tercer lugar, ustedes no me necesitan por ahora.

Con la esperanza de poder pronto ser útil a la República y a ustedes, profundamente agradecido lo saluda, y en usted saluda a la triunfante juventud dominicana, el amigo de todos y de usted.

E.M. Hostos