Contextualizando

Era el mes de abril de 1935. Balaguer aún permanecía en España sirviendo funciones diplomáticas, tras lograr sortear la ira del tirano, que como júpiter tronante, meses antes ordenó su cancelación, dando pábulo a la intriga palaciega orquestada por Logroño y compartes, tomando para ello como argumentos los elogios de joven intelectual a Estrella Ureña en su texto “Trujillo y su obra. Apuntes sobre la vida y la obra política de un jefe de Estado”,  publicada en 1934.

Leídos hoy, por cierto, con la debida objetividad,  aquellos párrafos  aparentemente elogiosos del  celebrado orador, comportaban, ante todo, exaltar al mismo Trujillo, pues  si bien es cierto que en uno de ellos hizo referencia al eco de las “arengas inflamadas” de Estrella Ureña, ante cuya elocuencia atronadora parecía que “iba a rodar hecho pedazos el poder anarquizado”, señalaba, al propio tiempo, que  este le debía le debía la vida al tirano, quien en su condición de jefe del ejército habia desarticulado una trama horacista encaminada a desarmarlo y con ello desatar en el agraviado  una reacción conductual impredecible conocedores como eran de su temperamento impetuoso.

Meses después de develarse el complot contra Trujillo, en el Centro de Recreo de Santiago, a finales de marzo de 1934, otra nueva conjura se devela en Santo Domingo para intentar eliminar al tirano, a principios de abril de 1935.

En la ocasión, en mayo de 1935, Balaguer escribe dos artículos publicados en el Listín Diario los días 10 y 11 de junio de 1935, reprobando el referido complot. El primero titulado “Los enemigos del presidente Trujillo” y el segundo “La vida del presidente Trujillo”.

Precisamente, a finales de junio de dicho año, retorna Balaguer de España en el vapor Saint- Domingue, para ocupar el cargo de Subsecretario de Estado de Educación Pública y Bellas Artes.

En los referidos artículos vertió ya entonces el controvertido político ideas que andando el tiempo podrían ser debidamente estudiadas para comprender su particular ejercicio de gobernar y su concepción del poder.

Repárase, por ejemplo, en que fiel a los postulados del realismo político, hace un paralelismo entre Trujillo, Ulises Francisco Espaillat y Francisco Gregorio Billini, las dos cumbres más altas del gobierno civil en el siglo XIX, definiendo al segundo como un “simple arquetipo de nuestra democracia verbalista y teórica” y al tercero reprochándole sus pretensiones de gobernar “por medio de palabras y abstracciones”.

¿Creía realmente Balaguer de Trujillo, y posteriormente de sí mismo,  o era en su caso nada más que  un calculado recurso retórico, que “cuando la ingratitud, que tarde o temprano, asoma  a la vida de todo hombre público, desgarre el espléndido manto de elogios y alabanzas que hoy la cubre, de ella quedará lo que es eterno, lo que ni se amengua ni se muda, ni se transforma ni muere: el fruto de las realizaciones, la flor de la gloria cuyo perfume se renueva, a cada primavera, en el recuerdo de los hombres, como el mito celeste de Eufhorión, alado y ligero, en el inmortal poema germano”?

Por ser pocos conocidos, se reproducen los mismos a continuación, quedando para un momento más propicio su necesaria y aguda exégesis.

Los enemigos del Presidente Trujillo

(Listín Diario, 10 de junio de 1935)

La conciencia pública, en todos los países, en las horas de agitación que vive hoy el mundo, se inclina más que nunca a la severidad en la sanción de aquellos crímenes que ponen en peligro el orden o la seguridad de las naciones.

Todos los pueblos pasan hoy horas de suprema incertidumbre. El problema económico, en el cual ven algunos, como Simiand, un fenómeno de larga duración cuyas repercusiones no podrán circunscribirse al orden puramente material de la riqueza, ahonda en todas partes las hostilidades de clase y destierra el espíritu de convivencia de las relaciones sociales.

La conciencia del mundo, que vaciló hasta ayer entre Roma y Moscú, reclama hoy, en todos los países, una política que ponga en actividad cuantos resortes de defensa social posee el Estado. Esa repulsión del desorden, esa hostilidad contra todo amago de destrucción de las normas ya creadas, son universales, puesto que se encuentran en pueblos tan distintos por el espíritu de su civilización como el carácter y la formación de su cultura.

Ese movimiento de defensa existe no sólo en Alemania, donde el derecho de conservación se interpreta tradicionalmente de modo tan absoluto, y donde, desde Bernhardi y Treitschke, se ha proclamado tantas veces el valor condicional de las fórmulas jurídicas  y aún de los tratados, sino también en España, madre de la libertad, que en los tempestuosos días de la Gironda dio tantos libelistas y voceros a la demagogia francesa.

Durante la revolución de Octubre último, que sacudió de pavor una de las más bellas regiones de Europa, muchos millones de voces españolas, procedentes de todos los sectores,  coincidieron para pedir la muerte de los que desencadenaron sobre Asturias aquel vendaval de demencia.

Nuestro país, tan pequeño y desfavorecido para una lucha que cada día requiere el empleo de armas más poderosas, no puede adherirse a la doctrina del perdón, hoy en descrédito en el mundo entero, mientras el odio se empeña en imponer, por el hierro y el fuego, la soberanía de la calle.

El Presidente Trujillo es, en Santo Domingo, el símbolo de esas fuerzas tradicionales que en todas partes se oponen, con serena energía, a los ataques de  la demagogia invasora. Gracias a él, la República sigue en pie, intacta en la continuidad de su tradición y en el contenido de su historia, y el Estado resiste, combatido pero indemne, el azote del viento que levantan, al agitarse, las banderas de la anarquía.

Si él cayera, en la lucha, abatido por la incomprensión o por el odio, se desplomaría también, rota sobre sus hombros, la propia imagen de la patria ensangrentada. La paz,  en nuestro país, tiene hoy un nombre insustituible: se llama Rafael L. Trujillo Molina. Y caído él, la única paz posible en la República, no sería la paz de Augusto, sino la de Tito Livio: “Ubi solitudinem faciunt pacem apellant”. [1]

El complot, recientemente descubierto, ha puesto en pie, sorprendida e indignada, la conciencia nacional, sorprendida, porque no se concibe que haya quien sea capaz de esgrimir un puñal  contra el Presidente Trujillo, en un país en  donde ya no hay nadie en cuyo corazón él no haya prendido una flor, o en cuya mano no haya puesto una dádiva generosa; e indignada, porque tampoco es concebible que haya un solo dominicano que desee interrumpir, con un crimen menguado, una obra sin precedentes que está siendo esculpida en el mejor mármol y en el mejor bronce de la historia.

Hable, contra los culpables de hoy, la fría justicia de la ley escrita. Pero que de aquí en adelante, para cuantos se atrevan a aguzar en la sombra un puñal contra la vida del Presidente Trujillo, estrechamente vinculada hoy a la vida de la República y la continuidad del Estado dominicano como entidad organizada, no haya más justicia que la que se emplea y se reclama en el mundo entero contra los que ponen en peligro la seguridad pública, en horas fatales para el equilibrio económico y para la paz moral de todas las naciones.

El Presidente Trujillo ha llegado ya, en la madurez de su obra y de su genio político, a un momento en que puede hacer suyas las palabras dirigidas a Goethe por el corso inmortal en el encuentro de Erfurt: “El destino de mi  patria descansa hoy en mis manos”. (Madrid, Mayo de  1935).

LA VIDA DEL PRESIDENTE TRUJILLO

(Listín Diario, 11 de junio de 1935)

La vida del Presidente Trujillo  no puede ni debe estar a merced de una conjura. Su advenimiento al poder no fue uno de esos accidentes felices o desgraciados, pero más o menos fortuitos, de que está plagada nuestra historia.

Antes que a un designio de los hombres, reunidos en torno a una bandera facciosa o a una formula deleznable y transitoria, su exaltación a la Presidencia de la República fue obra de una voluntad superior a toda contingencia humana.

No hay duda de que existe, como afirma, Whitehead, cierta intervención providencial en la masa de hechos que determinan la formación de la conciencia política y aún de la conciencia moral de las naciones.

El Presidente Trujillo nació predestinado para completar la obra todavía inconclusa de nuestra independencia, que resultará siempre incompleta hasta el día en que todos los elementos económicos y todas las esencias espirituales del país adquieran adquieran un sentido concorde con la civilización.

Frustrar esa predestinación, pretender siquiera obstaculizar la labor de quien fue escogido, no por el mero consenso de una agrupación de hombres o de intereses, sino por el juego de fuerzas que rigen inexorablemente la vida de todos los Estados, es, más que un crimen, una insensatez y una locura.

El destino de una nación y la vida de un hombre que se ha hecho digno de la gloria, no pueden ser impunemente ahogados en una charca de sangre.

Los victimarios de Ulises Heureaux podrían pretender, podrían aún exigir el perdón, porque gracias a sus balas homicidas logró el país borrar la afrenta de haber asistido, durante más de 20 años, a la agonía de sus libertades.

Los matadores de Ramón Cáceres pueden vivir todavía porque al abatir, en una fría de noviembre, a aquel robusto caporal mocano, no derribaron con él más que un hombre, tal vez indigno de aquel crimen, pero que no representaba una época de la República ni tuvo alientos para constituirse en intérprete de su alma y de sus sentimientos unánimes.

Pero el caso del Presidente Trujillo es fundamentalmente distinto. Entre él y cuantos le han precedido en el poder, media un abismo. A su lado, Espaillat, con toda su inmaculada grandeza simbólica, es un pigmeo, porque su gloria se reduce a la de un simple arquetipo de nuestra democracia verbalista y teórica.

Entre él y Billini existe la diferencia que hay entre un realizador y un hombre que cifra toda su ciencia política en gobernar a un país, que no constituye todavía una forma superior de vida constitucional organizada, por medio de palabras y abstracciones.

Trujillo ha dado al país el sentimiento de su dignidad y ha hecho nacer, en la conciencia nacional, en sentido de responsabilidad y el ideal de civilización sin los cuales ningún impulso ni ninguna energía son capaces de adquirir eficacia transformándose en aptitud para toda jornada de progreso.

Su obra resistiría, intacta como una pátera etrusca, a todas las inconsecuencias y a todas las veleidades humanas. Nada podrán contra ella el hacha del tiempo ni el hacha, más bárbara aún de las pasiones.

El sofisma, que es a veces pica demoledora en manos de la historia, no empañará su brillo ni amenguará sus proporciones.

Cuando la ingratitud, que tarde o temprano, asoma  a la vida de todo hombre público desgarre el espléndido manto de elogios y alabanzas que hoy la cubre, de ella quedará lo que es eterno, lo que ni se amengua ni se muda, ni se transforma ni muere: el fruto de las realizaciones, la flor de la gloria cuyo perfume se renueva, a cada primavera, en el recuerdo de los hombres, como el mito celeste de Eufhorión, alado y ligero, en el inmortal poema germano.

Madrid, mayo de 1935.

[1] .- La expresión se atribuye al historiador clásico Tácito y podría traducirse como : “Llaman al gobierno con falsos nombres como robar, trocear y robar, más aún donde crean soledad; lo llaman paz». [Auferre, trucidare, rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant].