Hace unos días, se publicó en este periódico una noticia sobre la prohibición de bebidas alcohólicas en las zonas más afectadas de la República Dominicana por el trayecto del huracán Fiona. En la misma mañana, se pudo ver la foto pública de un diputado exhibiendo dinero, dentro de su vehículo, acompañado de un arma de fuego con un mensaje donde informaba del lugar de destino.

Desde hace años, se ha normativizado “la ley seca” por motivo de festividades religiosas, o en días normales con horarios restringidos, para regular acciones delincuenciales en la sociedad dominicana.

La medida se justifica desde una mojigatería moral que aspira a regular de modo estricto los comportamientos sociales, transgrediendo los límites de la esfera privada del individuo y coqueteando seriamente con restricciones inadmisibles para una sociedad democrática moderna, mientras se mantiene indiferente ante las verdaderas variables que determinan la delincuencia en nuestro país y, en muchos casos, es compromisaria de prácticas antitéticas de la Administración pública.

Por un lado, se intenta judicializar de modo estricto un conjunto de reglas para controlar la vida de las poblaciones marginadas; por el otro lado, las autoridades que sustentan esas normativas exhiben con arrogancia su poder viviendo distantes de los valores que predican.

La actitud mojigata sanciona la ingesta de alcohol, la del Otro. Se ofende por las letras de un reguetón, no por la marginación social que lo explica. Es rigorista con la delincuencia de los demás, pero flexible con la que practican los míos; puede defender de modo acérrimo principios de una doctrina moral o religiosa, mientras violenta otros principios más importantes que forman parte fundamental de la misma doctrina; exige el castigo de la delincuencia barrial, mientras pacta con la delincuencia de las élites.

En síntesis, forja una comunidad de hipócritas donde lo importante es simular la bondad, no practicarla; una sociedad donde lo importante es convertir en problemas éticos frivolidades morales leídas desde el lente de unos prejuicios morales ancestrales incuestionados.

Al observar determinadas imágenes de nuestras autoridades morales, uno piensa en aquella afirmación irónica del cómico Groucho Marx: “Esos son mis principios, pero si no le agradan, tengo otros”.