El Génesis es uno de los textos bíblicos que más me apasionan, especialmente los capítulos que nos conectan con el relato del origen del universo. Uno de los primeros actos antropológicos y lingüísticos del Génesis es otorgar un nombre a cada cosa, haciendo que la palabra dote de contenido y significado al mundo real. La palabra no existe sola; ella expresa una realidad concreta, un espacio habitable. No hay lugar para la ambigüedad cuando cada objeto de la naturaleza adquiere, en su nombre, una identidad intrínseca.
En su origen, la palabra no era equívoca, ya que era indispensable para la unidad y el sentido comunitario de la humanidad. Sin embargo, en su fuerza dinámica, la palabra puede perder su poder de significación cuando los individuos la manipulan e instrumentalizan. La Torre de Babel es el símbolo de la confusión y el vaciamiento del lenguaje como resultado de la búsqueda ansiosa y obsesiva del poder por parte del ser humano.
Desde la política se experimentan todas las formas inimaginables para alcanzar el poder. Una de ellas es precisamente vaciar las palabras de contenido y trillar el camino de las mentiras y la hipocresía. Hoy padecemos un cinismo frío que nos aturde. La ausencia de imaginación y pensamiento creativo en el discurso político ha dejado la palabra sin valor. En lugar de comunicar, la palabra oculta; en lugar de iluminar, oscurece.
La vacuidad del discurso político es la exaltación de la nada y del personalismo mitificado. La política es pura factualidad, oportunismo y pragmatismo de la conveniencia. La figura del intelectual orgánico parece desvanecida. Predomina la figura del vocero político que no propone ni analiza nada, solo pelea, discute, insulta, engaña, miente o confunde.
Ella, la palabra, se ha vuelto circularidad. El discurso político gira alrededor de los mismos temas desde la fundación de la República, lo que nos alerta de un déficit social y una historia inconclusa.
La legitimidad del poder político la otorga la fuerza de persuasión presente en el contenido del discurso y la palabra propositiva, concretada en hechos transformadores. Por los frutos seréis conocidos. Sin embargo, en nuestro país, la legitimidad se cimienta en la fuerza del clientelismo que lo arropa todo, incluso el pensamiento con el precio de artículo de supermercado.
En las elecciones, como espectáculo, se oculta más de lo que sabemos que lo realmente visible. Las propuestas son un juego de palabras para hacer lo contrario. En su esencia, el discurso electoral se alimenta de la ignorancia de las masas, siendo el desconocimiento o retorcimiento de la historia la ignorancia más destructiva.
Las mil y una formas en que se teje el poder en la oscuridad de una campaña electoral dejan la palabra sin significado, huérfana y vacía de su riqueza originaria. Hoy, escuchar un discurso de campaña se torna tan aburrido como un tedeum en latín. La retórica política, unida a una imagen de esplendidez, solo comunica lo falso con apariencia de certeza.
¿Por qué existen los tránsfugas? Porque sus palabras no valen nada. Están vacías. Son variables y fluyen como la veleta. Lo que sí tiene un precio para el tránsfuga es la venta de lealtades.
Pero la palabra también encuentra significado en la emergencia de una nueva generación política que busca dar sentido al único bien que no muere en la gente: la esperanza. El desafío de esta generación es conectar la palabra con lo cotidiano, con los espacios de encuentros y desencuentros que vive la gente, darle organicidad a lo que dice. Su reto es romper con toda aproximación racionalista que hace de la palabra un fin en sí mismo y una especie de ídolo de la modernidad. La nueva política generacional es desprenderse de todo asomo de occidentalización de su discurso político y conectarse con la identidad y el mundo real y concreto del dominicano.