Ordinariamente suelo visitar una importante librería situada en el centro de la ciudad capital, es como una especie de oasis que le da tregua al intelecto humano en medio del bullicio inevitable que aniquila el sosiego de la cotidianidad, ahí se convocan contertulios que en entusiastas conversatorios exponen libremente sus criterios, dejando entrever que el desarrollo social se nutre de la diversidad del pensamiento y que la globalización de la paz resulta del comportamiento racional del hombre.
Allí se conjugan la sapiencia de jóvenes ideológicamente muy avanzados y las encanecidas sabidurías de célebres ciudadanos que han hecho del cultivo de la ciencia, en sus variadas manifestaciones, su razón de ser existencial, abordando el discurrir de las ideas en el transcurso de la historia y en ánimo de legar a las incipientes generaciones un camino más amplio para comprender plenamente la democracia, que cada vez requiere de mayores entendimientos para fortalecer sus instituciones.
Tan enardecidas resultan a veces las discusiones en ese lugar de esparcimiento literario que por momento parece perderse la solemnidad sugerente de la sana armonía; pero no, es solo el reflejo de la pasión con que se busca desentrañar los secretos de la naturaleza que por más esfuerzos desplegados por el hombre aún guarda fenómenos que la rigen y que la ciencia no ha podido descifrar, no obstante, los grandes avances experimentados al respecto y el desarrollo progresivo de la humanidad.
Fue en ese ambiente de confraternidad que un joven profesional me requirió en torno a la congruencia constitucional de un importante proyecto legislativo que después de retumbantes debates en el seno del congreso de la república, logró su aprobación y posterior promulgación por parte del Ejecutivo, convirtiéndose finalmente en ley, no sin antes verse sometida al tamiz incisivo de la comunidad jurídica que cuestionaba su constitucionalidad; ese joven me solicitó que le explicara qué dice la Constitución en torno a si el contenido de esa norma es congruente con la Carta Sustantiva.
Instintivamente le respondí, que en lo concerniente, la Constitución de la república terminará diciendo, si fuere necesario, lo que nueve o más jueces, de los trece que conforman la matrícula del pleno de esa alta corte, dicen que dice. Sin proponérmelo había coincidido con la postura del diputado izquierdista del Reino de Italia unificado, Angelo Brofferio, que a mitad del siglo XIX ya sostenía la tesis de que la Constitución era lo que los jueces decían que era, criterio refrendado medio siglo más tarde por el juez Hughes de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos.
Ese abordaje inquisitivo estimulado por la sinceridad juvenil me inspiró a reflexionar en torno a la relevancia del juez constitucional como sostén del sosiego político y social en una sociedad democrática, tomando en cuenta que los fallos jurisdiccionales del Tribunal Constitucional no admiten requerimiento recursivo posteriori, tal como lo señala el art. 184, constitucional, cuando dispone que las decisiones del TC son “definitivas e irrevocables y constituyen precedentes vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado”, es así como el TC opera como “órgano de cierre” respecto a las controversias constitucionales.
Es precisamente esa estructura decisoria cuyos veredictos tienen que ser incontestablemente aceptados, sin ningún tipo de contención, lo que nos lleva a hacer referencia al juicio recurrente externado por la jurista y profesora brasileña Gisele Cittadino, cuando sostiene que “Los jueces constitucionales se transforman así en “señores de la Constitución”, en tanto controlan el monopolio interpretativo del texto, y por esa vía pueden incluso subyugar a otras autoridades y poderes públicos… “.
Y no es que resulte tan descabellada la preocupación doctrinaria en ese sentido, por cuanto es innegable que el comportamiento inadecuado de la jurisdicción constitucional al momento de ejercer el control de constitucionalidad pudiera proyectar una imagen de superestructura política incontrolable, si sus decisiones carecieran de fundamentos ético y jurídico, y dejaran traslucir un uso arbitrario del derecho, aun recurriendo a la sutileza sofisticada de las argumentaciones.
Lo cierto es que supeditar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales a un órgano fuera del alcance de las esferas de los poderes estatales, ha generado recelos que se remontan al siglo XIX, cuando se acuñó la frase de “el gobierno de los jueces” como expresión de contenido crítico y negativo, cuya finalidad perseguía dejar sentado que los jueces constitucionales ejercían un control constitucional no democrático de las leyes y que sus decisiones pretendían determinar el contenido de políticas públicas, que no caían en el ámbito de su competencia.
En iguales términos se habría expresado con relación a los jueces el fenecido presidente de Estados Unidos de América Theodore Roosevelt, quien en el transcurso de su mandato de 1903, externó ácida crítica contra el control judicial de constitucionalidad alegando que daba lugar a un gobierno sin legitimidad democrática, sin responsabilidad, sin capacidad para responder a las demandas sociales. En realidad se trata de posiciones encontradas que han matizado a lo largo del constitucionalismo, las discrepancias respecto al órgano, a que debe atribuirse la competencia de las garantías constitucionales.
En lo que concierne a ese diferendo, la experiencia dominicana con la proclamación de la Carta Sustantiva de 2010 adoptó como garante de la Constitución un órgano ad hoc, Tribunal Constitucional, con específicas atribuciones, que hasta la fecha con sus sentencias ha contribuido a la consolidación democrática, tratando deferentemente a las demás autoridades, bajo la premisa de que la facultad que la Ley Suprema les confiere a los tribunales constitucionales, de ninguna manera debe constituir un motivo para que estos órganos de jurisdicción se crean patentizados a sacar garras con el fin arañar la piel de los demás poderes públicos.