Justo antes del amanecer del 16 de noviembre de 1961, se lanzó un golpe militar bien organizado en Ciudad Trujillo. Los golpistas fueron José Arismendi y Héctor Trujillo, hermanos del asesinado Generalísimo. El objetivo era restaurar a la familia en el poder y a las riquezas que venían con el control absoluto. En general, el ejército dominicano apoyó el intento de golpe.
Cuando los soldados se dispusieron a ocupar puntos clave en la capital, liquidar a los líderes del Partido Unión Cívica y tratar con otros ciudadanos de lealtad incierta, el éxito parecía estar al alcance de los hermanos. Sin embargo, al despuntar el alba, se divisaba en el horizonte el perfil de una pequeña fuerza naval estadounidense. El crucero Little Rock y tres destructores navegaban a tres millas de la costa.
Otra complicación inesperada enfrentó a la familia del dictador. El teniente coronel Edward Simmons, agregado naval y aéreo en lo que entonces era el Consulado General de los Estados Unidos, había descubierto el complot. (La nomenclatura de la embajada había cambiado cuando Estados Unidos, junto con otros miembros de la OEA, rompió relaciones diplomáticas con la República Dominicana como consecuencia del intento de asesinato del presidente de Venezuela por parte de Trujillo).
El Consulado informó a Washington, y Simmons inició negociaciones clandestinas con el general de brigada Pedro Rafael Rodríguez Echavarría quien, como comandante de la base aérea de Santiago de los Caballeros, tenía a su disposición uno de los dos escuadrones aéreos de combate del país, integrado por aviones Mustangs P-51 de la Segunda Guerra Mundial. El otro escuadrón tenía su base cerca de la capital. La noche anterior, el general había desplegado la escuadra cerca de la capital para unirse a los Mustang en Santiago.
Yo no conocía a ninguno de los pilotos, pero dio la casualidad de que conocía a uno de sus instructores -un ex oficial de la Luftwaffe- y, según su hijastra, un piloto de combate altamente calificado. Su nombre era Otto y su temperamento era irascible. Me acuerdo de Otto porque le puse su nombre a mi primer loro, un pájaro cascarrabias.
Al día siguiente se desarrolló un espectáculo que recordaba a las películas del cine mudo en blanco y negro de Keystone Cops. Con las primeras luces, los Mustang de Rodríguez Echavarría atacaron las principales bases del ejército, teniendo como objetivo especialmente a aquellas equipadas con tanques y artillería. Mi información en ese momento era que los aviones estaban armados de forma poco convencional. A algunos les faltaban soportes para bombas y, debido a que las ametralladoras no funcionaban, cada piloto recibió un saco de granadas de mano. (No he podido obtener una verificación por separado sobre este punto).
Mientras tanto, sobre el terreno, las defensas eran tan poco convencionales como poco prácticas. Alertados del ataque por el rugido de los motores de hélice y el crujido de las granadas de mano que estallaban inofensivamente alrededor del perímetro, los soldados corrieron en busca de sus armas defensivas.
El cuartel general era la fortaleza Ozama, una fortaleza almenada de estilo Beau Geste, muy favorecida por el difunto dictador. En el techo estaban las ametralladoras refrigeradas por agua Maxim, compradas años antes por el asesor financiero puertorriqueño del dictador, Felix Benítez Rexach. Lo que Benítez Rexach pudo haber sabido o no, y los soldados descubrieron tardíamente, fue que estas armas se habían fabricado alrededor de 1905, antes de los hermanos Wright, y solo eran capaces de una elevación mínima. Como resultado, se desarrolló una especie de cuadro histórico de los Tres Chiflados, con tropas luchando desesperadamente con armas antiguas, mientras que, en lo alto, los pilotos de aviones antiguos arrojaban granadas con una imprecisión uniforme. (Otra vez no he podido obtener verificación por separado).
Desarrollos más serios eran visibles en el mar. Desde la azotea del Edificio Copello (donde se encontraba la embajada canadiense), pude ver que a los buques de guerra se había sumado el portaaviones USS Boxer. Mi secretaria y yo completamos la misteriosa tarea de cifrar mi telegrama para Ottawa. Entregué el telegrama en la oficina de All America Cable and Wireless y me dirigí a casa para almorzar.
Cuando doblé hacia la Avenida George Washington, una vía ancha que bordea el mar Caribe, vi a un grupo de oficiales del Consulado de los Estados Unidos parados junto al malecón. Los reconocí a todos: un vicecónsul, el oficial de información, un oficial de la CIA y el teniente coronel Simmons.
Detuve el auto, me acerqué y estaba haciendo un comentario chistoso sobre la diplomacia de las cañoneras cuando el coronel miró su reloj y dijo: “¡Maldita sea! ¡Están retrasados!". En este punto, un rugido atronador se elevó desde el Este y tres Escuadrones de Ataque Marinos de aviones Douglas A4-D, de la base de EE.UU. en Roosevelt Roads, Puerto Rico, hicieron un barrido a baja altura frente a la costa. Pasaron seis veces a todo lo largo de la ciudad.
Cuando regresaron a Puerto Rico, el golpe de Estado para restaurar el control de la familia Trujillo había terminado; Hector y José Arismendi habían accedido a partir a un ‟exilio dorado‟ e, increíblemente, no se había derramado sangre, o al menos un mínimo.
Diplomacia cañonera, pero esta vez sin éxito
Treinta años después, estaba sentado contando esta historia en la oficina de Beatrice Rangel en el Palacio de Miraflores, en Caracas. Fui embajador de Canadá en Venezuela y Beatrice era la ministra jefa de gabinete del presidente Carlos Andrés Pérez. La contaba a propósito de otra crisis en La Española, pero esta vez al lado, en Haití. El general Cedras, respaldado por el ejército haitiano, había lanzado un golpe de Estado para reemplazar a Aristide. En este punto todavía estaba en el palacio presidencial en Port-au-Prince, protegido por una pequeña unidad de leales guardaespaldas, pero completamente superados en número por unidades de cerco del ejército haitiano.
Aquella tarde del 30 de septiembre parecía improbable que yo pudiera saber mucho sobre los eventos en Haití. La oficina era un caos.
Ayudantes civiles y altos oficiales militares entraban y salían apresuradamente con papeles y mensajes verbales. Peor aún, una falange de seis teléfonos en la credenza de Beatrice, con su superficie pelada como un xilófono eléctrico. Uno era una línea directa con el presidente Pérez. Me senté en su sofá, esperando que amainara la tormenta. Cuando llegó, la situación que ella describió fue sombría. No habían aparecido unidades de soldados regulares para defender a Aristide.
Le pregunté a Beatrice si podía contarle una historia.
"¿Ahora? ¡Debes de estar demente!"
"Sólo escucha. La condensaré.
Le di una versión compacta del intento de golpe de los hermanos Trujillo, el papel que jugaron los jets americanos y el resultado exitoso. Esta historia fue interrumpida varias veces, pero Beatrice seguía escuchando.
“Raiza (su secretaria), pásame a Elsa por teléfono”. Cuando Elsa Boccachiampe, embajadora de Venezuela en Puerto Príncipe, entró en la línea, Beatrice le preguntó si todavía estaba en contacto con el presidente Aristide por teléfono. Cuando Elsa confirmó que todavía existía una conexión, se le pidió que obtuviera la autorización de Aristide para el sobrevuelo de Port-au-Prince por una escuadra de aviones F-16 venezolanos.
Ella colgó el teléfono y yo me marché. No se mencionó, pero quedó sobreentendido por nosotros dos y por el presidente Aristide, que los F-16 volaban a tal velocidad que nadie en el suelo podía detectar la insignia en el fuselaje de estos aviones. Todos los que los observaran desde tierra asumirían que Washington estaba enviando un señal poderosa.
Aproximadamente a las 4:00 de la mañana siguiente me enteré del resultado. Beatrice sugirió que me uniera a ella camino al aeropuerto, donde recibiríamos al presidente Aristide, quien estaría aterrizando en un avión venezolano. En el aeropuerto, Michael Skoll, el embajador de los Estados Unidos, me llevó a un lado.
“John, no creerías lo que pasó ayer”.
"¿Qué pasó?", le pregunté, dándole a entender, falsamente, que no sabía nada.
“El presidente Pérez ordenó a sus F-16 que despegaran apresuradamente y zumbaran en Port-au-Príncipe". Skoll hizo una pausa. “Eso habría hecho concluir todo. A la velocidad que vuelan, todos habrían pensado que eran americanos. Pero, una gran lástima… no sucedió. Las tropas del palacio y Aristide se rindieron, y Aristide fue apresado antes de que esos aviones pudieran levantar el vuelo".
Nota: Algunos de estos eventos tuvieron lugar hace más de 61 años. Si los lectores tuvieran detalles específicos y relevantes que he omitido o tergiversado, su información sería bienvenida.