Se cumplió anteayer el 107 aniversario de aquel luctuoso 29 de noviembre de 1916, en que resonó a los cuatro vientos la hiriente proclama mediante la cual el Capitán de Navío H. S. Knapp, al frente de las tropas interventoras norteamericanas, declaraba bajo ocupación militar el territorio dominicano.
Evocando, años después, aquel día luctuoso, en que una vez más quedaba conculcada y mancillada la soberanía nacional, recordaría Max Henríquez Ureña que a eso de las tres de la tarde subió presuroso las escaleras de la sede presidencial un empleado de la Legación Norteamericana en la República Dominicana- así se denominaba entonces dicha representación diplomática- solicitando entrevistarse personalmente con el presidente de la República, que lo era su padre don Francisco Henríquez y Carvajal, le entregó a prisa un pliego y se retiró enseguida.
Don Pancho, como cariñosamente se le llamaba, leyó atentamente el texto en español y pasó a su hijo Max la versión en inglés. Era la desventurada proclama que oficializaba la ocupación.
Era la triste consumación de los arbitrarios designios imperiales, acelerados por los desvaríos y desatinos internos.
A partir de entonces, la soldadesca interventora, portando bayonetas caladas, se instalaría en todos los resquicios de la ciudad y dos días después, a las 8:00 p.m del 1 de diciembre de 1916, extremando a niveles insólitos su arbitrariedad y su atropello, un contingente de unos cuarenta soldados norteamericanos, comandados por el general Pendleton ,penetró en la casa solariega de la familia Ureña, donde estaba apostada la guardia personal del presidente Henríquez justo enfrente de la casa presidencial.
Encañonando la guarnición, fue allanada la casa, destruyeron las armas y objetos encontrados y no conforme con eso, se apropiaron de seis de las carabinas asignadas.
Pero no es el objeto del presente artículo recrear episodios alusivos a los desmanes de la primera intervención, por lo demás, bastantes conocidos. Se contrae este artículo a evocar un memorable episodio ocurrido a mediados de enero de 1920; uno de los momentos en que se elevó más alto el sentimiento patrio durante aquel angustioso paréntesis de ocho años en que se eclipsó nuevamente la soberanía nacional.
Ese episodio memorable constituye un timbre de gloria y ha de ser siempre motivo de especial orgullo en las importantes relaciones históricas entre la República Dominicana y la República de Argentina.
El 24 de febrero de 1919 había fallecido a los 48 años, en Montevideo, el gran poeta modernista mexicano Amado Nervo, entonces embajador de su país ante Uruguay y Argentina.
Varios meses después fue dispuesto el traslado a México de sus restos ilustres, que llevaba consigo el crucero de guerra “Uruguay” escoltado por el buque de guerra argentino “9 de Julio”.
A los primeros días del mes de noviembre de 1919, surcando majestuosa los mares, se detiene la gloriosa tripulación en el Puerto de La Habana, donde se le uniría el buque escuela mexicano “Zaragoza” y el crucero “Cuba”.
Allí, en la misma toldilla de la popa, se instaló la guardia de honor, la primera de las cuales le fue confiada al secretario de Estado de Cuba, que lo era el brigadier José Martí Zayas Bazán, hijo del apóstol de la independencia de Cuba José Martí y a los ministros de México y Uruguay.
La quinta guardia de honor le correspondió encabezarla al Dr. Federico Henríquez y Carvajal, presidente de Jure de la República Dominicana, Manuel María Morillo, entonces encargado de negocios de la República Dominicana en Cuba y al Dr. José Manuel Carbonell, director de la Academia de las Artes y Letras de Cuba.
Cumplida su misión en La Habana, parte la tripulación hacia México, arribando el 11 de noviembre de 1919 al Puerto de Veracruz.
Tras la entrega solemne a las autoridades mexicanas de los despojos mortales del afamado escritor y diplomático, inicia el retorno de los buques hacia sus respectivos destinos.
De regreso hacia Argentina, el “9 de Julio” se ve precisado a realizar una escala técnica, primero en Haití y luego en la República Dominicana con el propósito de hacer reposición de combustible, pero su comandante, el capitán de fragata Francisco de la Fuente, se encuentra ante un complejo dilema:
¿A cuál de las banderas debía rendirse los honores de estilo, dado que ya la República Dominicana estaba intervenida por las tropas norteamericanas?
Decide, por tanto, como era procedente, consultar a las autoridades de su gobierno. El 6 de enero de 1920, se dirige al entonces embajador de Argentina en los Estados Unidos, Tomás Le Bretón, a tales fines, pero diversas fuentes coinciden en señalar que recibió un mensaje radiográfico del primer mandatario argentino, que lo era entonces el político radical Hipólito Irigoyen (1852-1933), quien imparte en el acto la siguiente orden: “Id a saludar al pabellón dominicano”.
Y así, una semana después, quedaría consignado en el diario de navegación del “9 de Julio”, conforme una importante fuente, la siguiente reseña: “El 13 de enero de 1920 se dio fondo con el ancla de babor. Inmediatamente se saludó la Plaza”.
El diario argentino “Santa Fe” en su edición del 24 de enero de 1920 se hizo eco del emotivo telegrama que el Ayuntamiento de Santo Domingo, en la persona de su presidente dirigiera al entonces intendente de Buenos Aires, el cual consignaba:
“La Ciudad de Santo Domingo siéntese regocijada y fortalecida al recibir la visita del crucero “9 de Julio”.
El Ayuntamiento de esta ciudad, en nombre del pueblo cuyos intereses y sentimientos represento, ha resuelto, en sesión solemne, dirigir un homenaje de simpatía al Intendente de Buenos Aires, capital de la gran República Argentina, cuya creciente fuerza es prenda de libertad y de justicia internacional para los pueblos de la América Española”.
El precitado mensaje fue respondido por el Sr. Cantilo, intendente de Buenos Aires, en términos no menos amistosos:
“Presidente del Ayuntamiento de Santo Domingo.- Las expresiones de amistad y simpatías enviadas por el Señor Presidente en nombre de la Ciudad de Santo Domingo al pueblo de Buenos Aires con motivo de la visita del crucero “ 9 de Julio”, provocan en tierra argentina vivo y perdurable agradecimiento.
Interpreto los sentimientos de la Ciudad de Buenos Aires, al retribuir íntimamente reconocido, manifestación tan noble de solidaridad americana, formulando votos auspiciosos por la felicidad y el bienestar del pueblo de Santo Domingo”.
Un relato imprescindible de lo ocurrido aquel memorable 13 de enero de 1920, lo ofrecería un año después don Federico Henríquez y Carvajal, quien el 27 de enero de 1921, entonces emisario doliente por toda América de la causa dominicana, pronunció una conferencia en la Sala Argentina, de Buenos Aires.
En la parte conclusiva de la misma, haría referencia al noble gesto con que el presidente Irigoyen y el pueblo argentino contribuyeron a elevar el espíritu patriótico del pueblo dominicano en aquellas horas de amarga desventura.
Afirmaría don Fed:
“Con lo dicho, señores, daría por terminada mi dolorosa conferencia, si no hubiera de cumplir un encargo del Gobierno y del Pueblo Dominicano, y el cual constituye para mí, un deber imperativo y sagrado.
Traigo conmigo el voto de agradecimiento del Presidente Henríquez al Presidente Irigoyen y el voto de gratitud y simpatía del pueblo dominicano al pueblo argentino.
Ese doble voto, cordialísimo, se debe a un gesto único incorporado a los grandes recuerdos de la familia dominicana.
¡Oid, Señores! Un día… se perfiló en el horizonte azul y a poco surgió en la rada del Estudio una nave de guerra. En la popa ondulaba el beso de la brisa del Caribe, la cerúlea bandera de la patria argentina.
El hecho atrajo a la costa- desde el acantilado de la Cueva de las Golondrinas, hasta los arrecifes de la Plaza Colombina una multitud alegre y confiada. Era acaso el presentimiento de algo grato al patriotismo.
¡Ansiosa expectativa! La nave izó al tope de uno de sus mástiles la bandera dominicana y le hizo el saludo de ordenanza. La plaza no contestó. En la Torre del Homenaje flameaba la de las trece barras y las cuarentaiocho estrellas.
Pero un grupo de damas capitalinas buscó una bandera argentina y la llevó al apostadero para corresponder al saludo. El único cañón dominicano contestó el saludo de la batería del “9 de Julio”.
La Ciudad del Ozama estaba de fiesta. Organizose una recepción social en el Club Unión. Eran las nueve de la noche y las calles circunvecinas se poblaron de gente venida de los barrios extremos.
Diríase que montaban guardia de honor. Entre dos filas paralelas de hombres y niños llegó al Club de la oficialidad el capitán de la nave de guerra. El pueblo vitoreaba. La orquesta ejecutaba el Himno Argentino.
Hubo discursos de bienvenida, poemas y brindis en honor de los huéspedes distinguidos de la patria de San Martín, de Moreno y de Belgrano.
El bizarro Comandante del “9 de Julio” contestó con estas palabras de oro:
“Cuando mi barco navegaba a la altura de esta ciudad heroica- de regreso de viaje a México, acompañando el cadáver del poeta Amado Nervo- recibí un aerograma con esta orden del Presidente Irigoyen: “Id a saludad al pabellón dominicano”. A eso vine y eso queda hecho”.
¡Momento augusto! Hubo una explosión de almas y el alma dominicana se confundió cordialmente con el alma argentina.
Aquella fiesta duró cuatro o cinco horas y cuando la oficialidad se iba del Club Unión pudo ver, con grato asombro, que las líneas paralelas permanecían allí inalteradas para una prolongada demostración de reconocimiento popular.
Entre los vítores hubo entonces uno de gran valor y resonancia: el ¡Viva la República Dominicana! del bizarro Comandante y la gentilísima oficialidad del “9 de Julio”.
El efecto mágico de esa visita y de ese saludo a la bandera dominicana, consta en el párrafo epistolar de una dama de la familia: “gracias al gesto de la Argentina, hemos vivido doce horas con la ilusión de la patria libre”.
¡ Que la Argentina, señores, concurra a nuestra obra nacionalista y esa ilusión será en breve una realidad: la República Dominicana absolutamente libre, absolutamente independiente y absolutamente soberana”.
Así concluía el benemérito Don Fed su sublime evocación de aquel encumbrado gesto de dignidad con que honró la Argentina la bandera dominicana, acto revestido de elocuente simbolismo, con el cual proclamaba al mundo el reconocimiento de nuestros atributos soberanos, esos que en acto inconsulto el imperio se propuso conculcar.
Don Max Henríquez Ureña, recordando aquel memorable episodio afirmaría, de igual manera:
“El buque hizo rumbo a Santo Domingo y cumplió el encargo recibido, provocando un verdadero desbordamiento de entusiasmo popular, que no osó reprimir el gobierno de ocupación, porque ya, a virtud de las gestiones realizadas en Washington, empezaban a llegar instrucciones contrarias al rígido sistema establecido y favorables a que la opinión pública dominicana pudiera manifestarse libremente.
Además, la presencia durante dos días, de los marinos y oficiales argentinos, contribuía a evitar cualquier exceso o violencia”.
Muchas otras incidencias podrían comentarse en torno a tan digno y memorable episodio que marcó un hito en las históricas relaciones entre la República Dominicana y La Argentina, pero baste decir que en el año 1965, gracias a una encomiable gestión realizada por la Liga Naval Dominicana, el cañón del crucero “9 de Julio” desde el cual fue disparada la salva en saludo a la bandera nacional, fue donado a nuestro país por el gobierno argentino.
Arribó, precisamente, a las aguas dominicanas, traído por el buque escuela “Libertad”, el 24 de abril de 1965, coincidiendo con el inicio de la insurrección constitucionalista”. Gobernaba en Argentina el presidente Arturo Illia, otro gobernante de postura ideológica muy similar a la del presidente Irigoyen.
Varios meses debieron transcurrir para la entrega formal del mismo a las autoridades navales dominicanas y su emplazamiento definitivo en febrero de 1966 en la margen oriental del Ozama.
Pero este relato quedaría incompleto; irremisiblemente mutilado, si no se hiciera en el mismo alusión a otro gesto gallardo de un gran dominicano, acto íntimamente asociado a la inolvidable visita que el 13 de enero de 1920 nos hicieran los valerosos tripulantes del “9 de Julio “: nos referimos al gran poeta como elevado patriota Fabio Fiallo, que tantos vejámenes y sinsabores hubo de padecer por parte de los agentes interventores sin transigir un ápice en sus arraigadas convicciones.
Aquel 13 de enero de 1920, frente a la nave ilustre, en uno de los momentos de más alta elevación de su numen patriótico; ante la atención expectante de todos los presentes, recitó el alado poeta unas de sus más sublimes composiciones, titulada “En Tierra de Quisqueya”, consagratoria de la memorable visita que desde la Argentina vino a encender en nuestro suelo mancillado el candil de la dignidad patria.
Exclamaría así el ilustre poeta:
Gloriosos argonautas que en el nueve de Julio
desplegáis a los vientos un blanco pabellón,
cuando en el lar nativo pregunten vuestras damas
Cómo son en Quisqueya campos y cielo y sol,
Responded que los campos son montes de esmeralda
Y se oye en cada rama un pájaro cantor;
que mil variadas flores perfuman el ambiente,
que es un zafiro el cielo y es un topacio el sol.
Si inquieren por nosotros: -¿Son felices?.. Decidles:
-Los vimos en cadenas vencidos a traición…
Mustias están sus frentes, sus brazos abatidos,
y en sus pechos no caben más odio y más dolor.
Aprended de nosotros, ¡oh pueblos de la América!
Los peligros que encumbre la amistad del sajón;
sus tratados más nobles son pérfida asechanza,
y hay hambre de rapiña en su entraña feroz.
Fuentes
1.- El saludo del crucero 9 de julio a la República Dominicana. 18 de abril del 2019. https://bahiasinfondo.blogspot.com/2019/04/el-saludo-del-crucero-9-de-julio-la.html
2.-Henríquez García, E. Cartas al Listín. Listín Diario, 13 de julio de 1970.
3.- Henríquez Ureña, Max. “Mi Padre. Perfil biográfico de Francisco Henríquez y Carvajal”. Comisión Permanente de la Feria Internacional del Libro, 1988. Santo Domingo, República Dominicana.
4.- Periódico “Santa Fe”. Argentina, edición del 24 de enero de 1920.