¡Otra vez estamos en diciembre! Otra vez retumban los ecos navideños. No voy a criticar nuestra alegría consumista, ni los abrazos (casi siempre) falsos, ni al panzón de barbas rojas y traje blanco o cómo era. Prefiero hablar de un trío de notables; de los escritores Jorge Ibargüengoitia y Roberto Bolaño y del músico José Alfredo Jiménez, cuyos aniversarios luctuosos acumulan un año más.

La muerte, esa desconsiderada, los invitó a bailar, prematura, fatalmente. A cada uno les había preparado una cita: 1973, 1983 y 2003. Por eso comparten ese número aciago, el tres, como los tres lados de un triángulo negro.

Antes que nada y para no desentonar con en el mes de los festejos, quisiera mencionar la canción en la que José Alfredo le ofrece a la amada, no una joya, ni un viaje a Las Bahamas, sino una despedida: «Diciembre me gustó pa’ que te vayas […] no quiero comenzar el año nuevo, con este mismo amor, que me hace tanto mal». Está claro que, aunque ella aceptase este peculiar obsequio, él sospecha que se le avecina una navidad amarga y fría.

Sin embargo, tengo que volver a hablar de la muerte. Dos de ellos, Bolaño y Jiménez, padecieron del hígado. Se sabe que el guanajuatense sometió el suyo a jornadas extenuantes de tequila, no por eso, exentas de júbilo o desdicha. En cambio, el chileno siempre antepuso el cigarrillo al trago, pero se quedó esperando en vano un trasplante…

Por su parte, Ibargüengoitia tuvo la mala, malísima suerte, de montarse en un avión que se desplomaría casi al instante. Es el mayor de los tres, tenía 55 años, estaba recién instalado en París, con su esposa, la pintora Joy Laville, disfrutando como nunca de la bohême (vivía incluso en el mismo barrio que Balzac) hasta que en 1983 lo invitaron a un congreso de escritores, en Colombia. La leyenda cuenta que no quería ir, que no estaba muy convencido de asistir… Ese avionazo devoró además a otros colegas: Ángel Rama y su esposa Marta Traba, Manuel Escorza.

Ahora bien, José Alfredo Jiménez no alcanzó siquiera el medio siglo de edad y, pese a que el chileno cumplió los 50 en abril de 2003, ya no pudo seguir disfrutando las caricias de la diosa fortuna, pues moriría en julio de aquel año. Eso sí, él estaba seguro de la calidad de su pluma. Un día jugaré en la Champions, solía afirmar y vaya, incluso la ganó, sobre todo cuando se «alejó de las canchas». Su novela 2666, publicada póstumamente, es un clásico contemporáneo, si me permiten el lugar común. Libro en formato de ladrillo, inspirado en las muertas de Ciudad Juárez, que ahora se multiplican por toda nuestra triste geografía, por cierto. Pese a lo anterior, no pude terminarlo, me aburrí en la página doscientos y algo. Entonces prefiero comentar uno de sus cuentos:

«Fui a Gómez Palacio en una de las peores épocas de mi vida», confiesa el protagonista en un tono medio autobiográfico, medio pesimista. Gómez Palacio me resulta especialmente entrañable, puesto que esta ciudad lastimera y polvorienta del norte de México se encuentra justo al lado de la mía, donde nací, crecí, estudié y etcétera, etcétera, etcétera…

Doy un salto hasta Ibargüengoitia: «Puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas. Su mamá me recordó que su hija era decente, casada y con hijos». Así nos confiesa sus no-aventuras eróticas con una chica, cuyo nombre tampoco revela, para darle mayor emoción al texto llamado La mujer que no. Claro, después de tal comentario, sus ímpetus se verán disminuidos, no así su humor punzante, cargado de dardos que se dirigen hacia él mismo…

Es más, como soy un iluso, me convenzo (me autoengaño) que con un poco de lectura y otro tanto de música podré evadirme de las excepcionales ofertas de temporada; de los brindis inolvidables de fin de año; de las figuras de Santa Claus y sus renos torpes que pululan por doquier…

«¿Por qué quieres matarme poco a poco?», se lamenta y le pregunta el músico a uno de sus muchos amores contrariados. ¿Así fue su sufrimiento? ¿Un lento y doloroso atardecer? Mientras, Bolaño nos recuerda que los minutos en este planeta no son infinitos: «Mis días en México estaban contados».

En efecto, sabemos que a todos nos llegará la hora de pagar la cuenta, pero no todos tenemos el coraje o el talento de afrontar la muerte con historias o melodías memorables. Qué más da si ella se nos aparece como enfermedad, como accidente o como lo que sea…