De acuerdo con la versión de Mark Twain, en los primeros días Adán no se sentía cómodo con la presencia de la nueva criatura. Ni siquiera sabía que él se llamaba Adán y ella Eva porque fue la nueva criatura, el animal nuevo, el que comenzó a ponerle nombre a las cosas. Lo peor es que aparte de no saber el nombre de la criatura, Adán tampoco había escuchado al parecer el sonido de la palabra, ni siquiera el nombre de la palabra palabra porque nunca había escuchado la voz humana hasta que ella por primera vez abrió la boca:

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«Esta nueva criatura con el pelo largo anda todo el día por medio. La tengo siempre alrededor mío y siguiéndome. Me gustaría que no abriera la boca, pues habla por los codos. Esto puede parecer una forma vulgar de expresarse, una difamación, pero no se trata de nada de eso. Hasta ahora nunca he oído la voz humana, y todo sonido nuevo y extraño que penetra en la solemne quietud de estas dormidas soledades hiere mis oídos y me suena como una nota falsa. Y este nuevo sonido se percibe tan cerca de mí…, junto a mi hombro, a mi oído, primero a un lado y luego al otro, cuando yo estaba acostumbrado hasta ahora a los sonidos más o menos lejanos».

De manera que Adán estaba desconcertado. Esa extraña innovación lo estaba sacando de sus casillas. Él estaba acostumbrado a hacer lo que hacían los habitantes de Macondo cuando «el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo». La nueva criatura le ponía nombre a todas las cosas y además se los cambiaba.

«El poner nombres a las cosas sigue su curso inexorable pese a mis esfuerzos. Yo tenía un nombre muy adecuado para esta propiedad, un nombre musical y bonito: JARDÍN DEL EDÉN. En privado, sigo llamándolo así, pero no ya en público. La nueva criatura dice que esto está formado exclusivamente por bosques, rocas y paisajes y que, por consiguiente, no tiene la menor semejanza con un jardín. Por tanto, sin consultarme, lo ha rebautizado con el nombre de PARQUE DE LAS CATARATAS DEL NIÁGARA. Algo bastante arbitrario, por cierto, en mi opinión. Y ha puesto un letrero: NO PISAR EL CÉSPED. Mi vida no es tan feliz como solía.

»La nueva criatura come demasiada fruta. Es probable que pronto nos empiece a faltar. De nuevo con el dichoso “nos”. Es una palabra suya; pero ahora mía también, después de tanto oírla. Esta mañana hay mucha niebla. Yo no salgo cuando la hay. La nueva criatura, sí. Sale haga el tiempo que haga y anda con los pies todos embarrados. Y habla. ¡Qué agradable y tranquilo era esto, en otros tiempos…!»

Con el debido respeto que le tengo, no me explico porque Mark Twain sitúa el paraíso terrenal en un ambiente tan frío y tan hostil y donde tan pocas frutas podían prosperar. Todos los datos conocidos hasta ahora dan por supuesto que debía encontrarse en algún lugar más cálido y hospitalario de Mesopotamia, por ejemplo, no en la gélida  frontera de Estados Unidos y Canadá. La misma arca de Noé encalló en un lugar no muy lejano de Mesopotamia, en lo que es hoy la frontera entre Turquía, Armenia, Irán y Azerbaiyán, allí donde se erige a 5.000 metros de altura el histórico y mal llamado monte Ararat.

Si el arca se encontró allí, el paraíso no podía estar tan lejos, a menos que el arca no le diera la vuelta al mundo, pero tampoco resultaría tan extraño. Del diluvio hay constancia en viejas tablillas de Sumeria, en los libros de las principales religiones celestiales, en México y Australia, en la China y en la India… Vamos pues a concederle a Mark Twain el crédito de la duda y dejemos mientras tanto el paraíso en las cercanías de las cataratas del Niágara.

El hecho es que Adán se sentía muy a su gusto en su paraíso personal hasta que llegó la nueva criatura, el animal nuevo, y empezó a importunarlo, a buscarle el lado, a tratar de hacer amistad con él. En principio, Adán sentía por ella el mismo sentimiento de rechazo que los niños por las niñas a cierta edad. Es comprensible. Adán nunca había había visto una mujer y no sospechaba los placeres intelectuales y espirituales que podía proporcionarle, aparte de sus utilidades prácticas. Ignoraba por completo lo que se estaba perdiendo, pero la nueva criatura no dejaba de insistir. Adán trataba de distanciarse en la medida de lo posible. Algo le decía o quizás sospechaba por instinto que la nueva criatura podía traerle problemas. Era demasiado curiosa y demasiado amistosa. Se hizo amiga de un lobo que la acompañaba a todas partes y después de una serpiente que hablaba.

«Dice que la serpiente le aconseja probar la fruta de aquel árbol y que ello tendrá como consecuencia que adquiramos una grande, refinada y noble educación. (…) Yo le he aconsejado que se mantenga alejada del árbol, a lo cual ella me ha respondido que no piensa hacer tal cosa».

Adán tiene miedo. Piensa en emigrar, pero cuando se decide ya es demasiado tarde:

«Una hora después de la salida del sol, mientras cabalgaba por un llano florido donde había pastando, retozando o jugueteando, miles de animales, según su costumbre, estalló de repente una tempestad de espantosos ruidos, y en cosa de un instante todo el llano fue un frenético revuelo y todas las bestias se pusieron a despedazarse unas a otras. Entonces comprendí qué significaba aquello: Eva había comido de aquella fruta y la muerte había hecho aparición en el mundo… Los tigres se comieron a mi caballo, haciendo caso omiso de mis palabras cuando yo les ordené que dejaran de hacerlo, y me habrían devorado incluso a mí de haber seguido allí un momento más…, cosa que no hice, sino que me alejé a toda prisa… Encontré este sitio, fuera del Jardín, y he vivido con bastante comodidad durante unos pocos días, pero finalmente Eva ha logrado dar conmigo.

»Y no sólo ha dado conmigo, sino que ha llamado al paraje Tonawanda; dice que parece Tonawanda. De hecho, no lamento que haya venido, pues no hay mucho que comer aquí, y ella se trajo algunas de sus manzanas. Me he visto obligado a comérmelas, de tanta hambre como tenía… Aunque he contravenido mis principios, he podido comprobar que éstos sirven de bien poco cuando uno está hambriento. Eva llegó cubierta de ramas y un montón de hojas, y al preguntarle yo qué era lo que se proponía con semejantes tonterías y con arrancárselas y arrojarlas al suelo, ella se rio entre dientes y se sonrojó. Yo nunca había visto reír ni ruborizarse a nadie antes, y su actitud me pareció impropia y estúpida. Me dijo que no tardaría en comprenderlo. Y así fue. Pese al hambre que sentía, dejé la manzana a medio comer —por cierto, la mejor que había probado nunca, dado lo tardío de la estación— y me cubrí con las ramas y hojas desechadas y acto seguido le hablé no sin cierta severidad, ordenándole que fuera y consiguiera otras y no diera semejante espectáculo. Ella así lo hizo, tras lo cual nos acercamos sigilosamente hasta donde había tenido lugar la lucha entre las bestias salvajes y recogimos varias pieles. Yo le dije a Eva que uniera varias de ellas, para confeccionarnos así un par de trajes adecuados para presentarnos en los actos públicos. Es cierto que una indumentaria semejante resulta incómoda, pero es elegante, lo cual es lo principal en cuestión de vestimenta… Advierto que Eva resulta muy buena compañera. Comprendo que me sentiría solo y deprimido sin ella ahora que he perdido todos mis bienes. Otra cosa: Eva dice que ha sido dispuesto que, a partir de ahora, trabajemos para ganamos nuestro sustento. Eva resultará útil. Yo supervisaré el trabajo».

(Mark Twain, «Diarios de Adán y Eva», https://repositorio.utb.edu.co/bitstream/handle/20.500.12585/9408/El%20diario%20de%20Adan%20y%20Eva.pdf?sequence=1)