La recién estrenada película “Don’t Look Up”, dirigida por Adam McKay, es una urticante sátira distópica. El espectador prontamente se da cuenta de que el foco interés no es sólo visual sino también traviesamente argumentativo, al contener un discurso central que descansa en diálogos largos, llenos de artificios retóricos que procuran distraer o relegar la verdad a conveniencia. Podría ser interesante escuchar los diálogos en inglés, no en versión doblada, pues es probable que algunos de los aciertos de actuación sean perceptible en el habla original de los actores. Más que las imágenes en movimiento, parece importar a sus realizadores las palabras en exposición y contradicción, validación y negación. Sin embargo, apostar a juegos de lenguaje no hizo escatimar esfuerzos para dotar la película de factura estética, palpable en un despliegue de recursos propios de un fabuloso espectáculo de 4 de julio. Locaciones impresionantes y artilugios propios del mayor poder político, tecnológico, económico y comunicacional se combinan para un mensaje audiovisual globalista que nuevamente coloca a Estados Unidos de América en la responsabilidad histórica de “salvar” la humanidad.

Llama la atención la definida estrategia gráfica ambientada en la estética de los sesenta. Sobre fotografías preciosistas, una titulación pop en matices pasteles nos muestra los nombres de los actores de esta ficción desaforada. La pléyade de estrellas, término nunca mejor utilizado, es apabullante, aunque las actuaciones no deslumbran. El tartamudeo generalizado de personajes hace lenta la trama. Hay sobreactuación en algunos casos, pero también actuaciones insulsas. Resiento el que ninguna interpretación me resultara memorable quizás porque a la mayoría de estos actores los he admirado en roles de mayor diversidad histriónica y hondura dramática.

Claro que disfruté a Meryl Streep como Janie Orlean, atípica presidente de Estados Unidos (obvia parodia de Donald Trump) que miente descaradamente. Me complací comparando los personajes que encarnan Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence con los nerds de profunda sapiencia, pero igual incapacidad para comunicarse socialmente, de la serie televisiva The Big Bang Theory. En ese sentido, me parece que DiCaprio, al encarnar al el Dr. Randall Mindy, hace una representación muy cercana a Leonard Hofstadter, con algunas de las excentricidades médicas de Sheldom Cooper; y que Lawrence, en su emocional interpretación de la doctoranda Kate Dibiasky, recoge las experimentaciones sicodélicas y etílicas de Penny, la enfocada inteligencia de Amy Farrah Fowler y el temperamental genio de Bernadette Rostenkowski. Los guiños con las personalidades estadounidense son abundantes, como en el caso del personaje Peter Isherwell, interpretado por Mark Rylance, un millonario líder de una compañía tecnológica que retrata a emprendedores de la actualidad, como Elon Musk y Jeff Bezos, ahora enfocados en las riquezas que ofrece el cielo. Me sentí cómodo con los actores Jonah Hill como Jason Orlean, hijo de la presidente y jefe de Gabinete, y Ron Perlman, el coronel Benedict "Ben" Drask, pues, por sus frecuentes participaciones en películas ligeras, me resultaron naturales sus actuaciones cómicas. Igualmente disfruté con culposa indulgencia la actuación de Ariana Grande quien, como la cantante Riley Bina, mantiene su ingenua y superficial imagen de estrella Nickelodeon.

En fin, todos los personajes lucen tontos de campeonatos, como de comics sesenteros, estereotipados con el propósito de restarle moralina y drama a la inminente catástrofe planetaria. Por cierto, un tema manido. Sobran las propuestas cinematográficas de asteroides que impactan la tierra con fuerza aniquilante, verbigracia: Atrapados en el espacio (1994), ¡Asteroide! (1997), Armageddon (1998), Asteroid vs Earth (2014), La era del mañana (2014), Estación espacial 76 (2014), Asteroide: Impacto final (2015), Salvation (2017), Koisuru Asteroid (2020), Collision Earth (2020), etcétera. La novedad que trae Don’t Look Up, reitero, no está en el fondo sino en la forma en que refleja la degradación de los valores morales de la sociedad actual hasta niveles espurios, de simple espectáculo.  El mundo, visto desde Estados Unidos con muy poca referencia al resto de potencias globales, es presentado como un circo en el cual, mediante arteras estrategias ideológicas, comunicacionales, lo trágico se manipula hasta convertirlo en oportunidades de control y acumulación de riquezas. En este contexto, lo relevante es el momento, lo que se siente, lo que se hace; el futuro no importa.

Ridículamente rimbombante se me antoja el “Oh Susana” entonado por el pedante cowboy en nave cargada de explosivos nucleares a estrellarse contra el asteroide. En tanto hermosa es la secuencia de observación a simple vista del cuerpo celeste, en la cual el apocalipsis anunciado paulatinamente se convierte en verdad irrefutable, que no puede ser transfigurada, ni negada: “Solo miren arriba”. Aun en estas circunstancias extremas, se aprecia como todavía los agónicos poderes gubernamentales y fácticos procuran hacer que los ciudadanos “no miren arriba”.

La colosal colisión acontece inusitadamente lenta, con indiferencia. La comparación del sabor de un pastel comprado y uno casero, acentúa la ironía. Como en la película 2012, las imágenes de destrucción del planeta son apoteósicas. En un segundo, la humanidad lo pierde todo. La alegórica escena, 22,740 años después, del renacimiento de la utopía con todos los tripulantes de una inesperada arca espacial desnudos me pareció innecesaria. También vestida pudo ajustarse cuentas con la irresponsable presidenta.