Harto ya de malas noticias, de la incoherencia de algunos funcionarios y del ruido ensordecedor de los llamados artistas urbanos, ahora que anochece y estoy solo, pienso en algunos amigos que se han ido al otro mundo y que en algún lugar de la noche o de los atardeceres sabatinos fuimos tercios. A muchos los veo en este instante con el vaso o la copa en la mano trémula caminando o dirigiéndose al automóvil con la llave en la mano.

Siento en el hombro las palmaditas de Juan Lockward (1915-2006) y lo contemplo en el umbral con su habitual chacabana blanca, su sonrisa al hablar y los espejuelos con montura de pasta. Juan era un ángel llegado a este mundo con la puntualidad del verdadero talento, la discreción y la seriedad de una rígida moral. Me duele todavía no haber estado con él en sus últimos días, me encontraba en el exterior en asuntos de trabajo cuando me llamaron para avisarme de su muerte. Sentí, de inmediato, una íntima tristeza y recordé la última visita que hice a su casa el domingo anterior a ausentarme del país, cuando solapadamente tomamos vino y fumamos los últimos cigarrillos de nuestras vidas.

Siempre fecundo y sonriente, gran trovador y contertulio, Juan es uno de los compositores más finos del cancionero popular dominicano, y la riqueza de sus versos y melodías, nos dejó verdaderas joyas musicales a las que fue montando su voz quejumbrosa, como salida del fondo de un alma atormentada, con la misma guitarra bohemia que aprendió a tocar durante su adolescencia en su pueblito encantado, Puerto Plata.

Tercio y cómplice de Héctor J. Díaz, el más popular poeta dominicano de todos los tiempos, Juan Lockward fue más que un amigo y compañero de tertulia, bares y tabernas, caminatas de sabia conversación y consejos, sino un hombre lúcido y un poeta.

Hablar aquí de bolero es hablar de muchos como él: Manuel Sánchez Acosta, Rafael Solano, Bullumba Landestoy, Manuel Troncoso y del inolvidable tercio de siempre, único y excepcional Francis Santana, un grande, muy grande de verdad. Personalmente, para mí es también recordar a Marcio Veloz Maggiolo, Ramón Francisco, Jesús Torres Tejeda y Reinaldo Pared Pérez.

Es, además, regresar sin la frente marchita a mi barrio de Villa Juana, donde viví hasta los diecisiete años, y evocar a la vecina de la casa contigua a la mía siempre escuchando La Ruta del Recuerdo, el programa de Lorenzo Hernández, por la entonces Inconfundible Onda Musical. Es también aplaudir la presencia en mi vida de muy valiosos amigos de siempre como César Pina Toribio, José Joaquín Bidó Medina, Antonio Mena, José del Castillo Pichardo y Ramón Lagrange (Niní) a quien tanto quiero, entre otros grandes afectos con los que la vida me ha premiado.

Digo, reitero ya para cerrar, por el momento, el asunto Juan Lockward, quien en la mansedumbre del duende que fue, plasmó su nombre sobre el mármol inquebrantable de la eternidad y la gloria. La lealtad a su vida y su destino, como su integridad personal y su generosidad son inigualables. Tan inigualables y firmes que fueron tantísimas las veces, casi siempre abrumados por los tragos, el humo y el amargue, le pregunté a quién había escrito su canción más popular e internacional, Dilema, por aquello de Qué dilema tan grande / se presenta en mi vida / ella tiene otro hombre y yo otra mujer. / Ella dice que me ama con pasión desmedida / y yo la quiero con todas las fuerzas de mi ser. Le pregunté muchas veces y siempre la misma respuesta: era la mujer de un amigo y me llevo a la tumba el secreto de su nombre.

Y, cumpliendo con su palabra, se llevó el secreto a la eternidad adonde emigró aquel fatídico viernes 24 de marzo del año 2006, cuando yo no estaba en este país para despedirlo. Se fue en silencio humilde, como se van los seres íntegros y probos que pasan por esta vida. Y es irreemplazable porque entró a la eternidad desde que compuso canciones como Dilema, Ayúdame a Olvidar, Guitarra Bohemia, La India Soberbia, Flor de té, Poza  del Castillo (Se agotan tus aguas y me agoto yo)

Sé que está esperando en la eternidad con su noble guitarra y su secreto guardado en el bolsillo del alma, que tampoco allá a nadie ha de revelar.

Lo mismo me sucedió con otro grande de la composición musical, el maestro Luis Kalaff, a quien abordé múltiples veces con igual pregunta aun cuando el piano bar (D Kalaff, D Bohemios, El Maniquí o cualquier otro) estaba abrumado por el humo y las voces en tono alto que generan copas, tragos con boleros de fondo, todos de amargues. Pero el buen Luis de Kalaff tampoco reveló a nadie la respuesta de la pregunta (por eso de Aunque me cueste la vida), otra joya del cancionero popular dominicano: Aunque me cueste la vida / sigo buscando tu amor / Te sido amando, voy preguntando / Dónde poderte encontrar… / Aunque vayas donde vayas / al fin del mundo me iré / para entregarte mi cariñito porque nací para ti. / Es mi amor tan sincero, vidita / ya tú ves la promesa que te hago.  /Qué me importa, sufrir qué me importa llorar / Si es que un día me dices que sí. Pero Luis Kalaff ya es tema para otras páginas.